Verdaderamente bueno y sin engaño
Las buenas nuevas del evangelio de Jesucristo son que los deseos de nuestro corazón se pueden cambiar y que es posible educar y refinar nuestros motivos.
Lamentablemente, hubo una época de mi vida en la que me sentía motivado por los títulos y la autoridad. En realidad, comenzó en forma inocente: mientras me preparaba para prestar servicio en una misión de tiempo completo, nombraron a mi hermano mayor líder de zona en su misión. Oía tantos elogios sobre él que no pude evitar el deseo de que dijeran las mismas cosas de mí; anhelaba una posición similar y hasta incluso haya orado pidiéndola.
Felizmente, mientras estaba en la misión, aprendí una lección importante. Se me recordó esa lección durante la última conferencia.
En octubre pasado, el presidente Dieter F. Uchtdorf dijo: “En el transcurso de la vida, he tenido la oportunidad de conocer a algunos de los hombres y mujeres más competentes e inteligentes de este mundo. Cuando era más joven, quedaba impresionado con los instruidos, dotados, exitosos y aclamados por el mundo; pero, con el correr de los años, he llegado a comprender que me impresionan mucho más aquellas almas maravillosas y benditas que son verdaderamente buenas y sin engaño”1.
Mi héroe del Libro de Mormón es un ejemplo perfecto de un alma maravillosa y bendita, verdaderamente buena y sin engaño. Shiblón era uno de los hijos de Alma, hijo. Estamos más familiarizados con sus hermanos: Helamán, que sucedió a su padre como custodio de los registros y profeta de Dios; y Coriantón, que tuvo algo de notoriedad por ser un misionero que necesitó consejo de su padre. Alma escribió setenta y siete versículos a Helamán (véase Alma 36–37) y noventa y uno a Coriantón (véase Alma 39–42). A Shiblón, su segundo hijo, le escribió apenas quince versículos (véase Alma 38); sin embargo, en esos quince versículos sus palabras son poderosas e instructivas:
“Y ahora bien, hijo mío, confío en que tendré gran gozo en ti, por tu firmeza y tu fidelidad para con Dios; porque así como has empezado en tu juventud a confiar en el Señor tu Dios, así espero que continúes obedeciendo sus mandamientos; porque bendito es el que persevera hasta el fin.
“Te digo, hijo mío, que ya he tenido gran gozo en ti por razón de tu fidelidad y tu diligencia, tu paciencia y tu longanimidad entre los zoramitas” (Alma 38:2–3).
Además de hablarle a Shiblón, también habló acerca de él a Coriantón. Alma dijo: “…¿no has observado la constancia de tu hermano, su fidelidad y su diligencia al guardar los mandamientos de Dios? He aquí, ¿no te ha dado un buen ejemplo?” (Alma 39:1)2.
Parece que Shiblón era un hijo que deseaba complacer a su padre e hizo lo bueno por el bien mismo y no para recibir elogios, posición, poder, recompensas ni autoridad. Helamán debe de haber sabido y respetado eso en su hermano, pues le dio la custodia de los registros sagrados que había recibido de su padre. Sin duda, confiaba en Shiblón porque éste “era un hombre justo; y anduvo rectamente ante Dios, y procuró hacer el bien continuamente, y guardar los mandamientos del Señor su Dios” (Alma 63:2). Como parece ser característico de Shiblón, no se menciona mucho de él desde el momento en que tomó posesión de los anales sagrados hasta que se los entregó a Helamán, el hijo de Helamán (véase Alma 63:11).
Shiblón era verdaderamente bueno y sin engaño; era una persona que sacrificó su tiempo, talentos y esfuerzo para ayudar y edificar a los demás a causa del amor que sentía por Dios y por su prójimo (véanse Alma 48:17–19; 49:30). Las palabras del presidente Spencer W. Kimball lo describen perfectamente: “Los grandes hombres y las grandes mujeres siempre tendrán mayor interés en servir que en dominar”3.
En un mundo donde por doquier se procuran los elogios, la posición, el poder, las recompensas y la autoridad, rindo honor a esas almas maravillosas y benditas que son verdaderamente buenas y sin engaño, a quienes los motiva el amor a Dios y al prójimo; aquellos grandes hombres y mujeres que tienen “mayor interés en servir que en dominar”.
En la actualidad, algunas personas querrían hacernos creer que nuestra búsqueda de relevancia sólo se puede satisfacer al obtener posición y poder; sin embargo, felizmente hay muchos que no se dejan influir por esa perspectiva, sino que encuentran relevancia en procurar ser verdaderamente buenos y sin engaño. Los he encontrado en todos los ámbitos sociales y en muchas tradiciones religiosas; y encuentro gran cantidad de ellos entre los seguidores de Cristo verdaderamente convertidos4.
Rindo honor a quienes prestan servicio abnegado todas las semanas en barrios y ramas de todo el mundo haciendo más de lo que se requiere al cumplir con sus llamamientos; pero los llamamientos vienen y van. Más extraordinarias aún me parecen las muchas personas que, sin tener un llamamiento, encuentran maneras de servir y de edificar a los demás constantemente. Un hermano llega temprano a la Iglesia para colocar las sillas y se queda después para ayudar a acomodar; una hermana intencionalmente se sienta junto a otra que es ciega no sólo para acompañarla, sino también para cantar los himnos en voz bastante alta a fin de que ella oiga las palabras y pueda cantar con los demás. Si se fijan en su barrio o rama, encontrarán ejemplos como éstos; siempre hay miembros que parecen percibir quién necesita ayuda y cuándo deben ofrecerla.
Tal vez mi primera lección sobre santos verdaderamente buenos y sin engaño la aprendí cuando era un misionero joven y me trasladaron a un área con un élder al que no conocía. Había oído a otros misioneros decir que él nunca había recibido una asignación de liderazgo y que tenía dificultad con el idioma coreano, a pesar de haber estado bastante tiempo en el país. No obstante, al llegar a conocerlo, me di cuenta de que era uno de los misioneros más obedientes y fieles que yo había conocido. Estudiaba cuando era hora de estudiar y trabajaba cuando había que trabajar; salía del apartamento a tiempo y regresaba a la hora debida; y estudiaba diligentemente el coreano, aunque le resultaba un idioma particularmente difícil.
Cuando me di cuenta de que los comentarios que había oído eran falsos, pensé que lo habían juzgado erróneamente como un misionero que no tenía éxito y quise decirle a toda la misión lo que había descubierto sobre ese élder. Compartí con el presidente de la misión el deseo que tenía de corregir el error y su respuesta fue: “El Padre Celestial sabe que ese joven es un misionero de éxito, y yo también lo sé”. Luego agregó: “Y ahora usted también lo sabe; entonces, ¿quién más importa?”. Aquel sabio presidente de misión me enseñó lo que era importante en el servicio; y no era el elogio, ni la posición, el poder, el honor ni la autoridad. Ésa fue una gran lección para un misionero joven que estaba demasiado centrado en los títulos.
Con aquella lección en mente, empecé a mirar hacia atrás en mi vida y a ver cuántas veces habían influido en mí hombres y mujeres que en el momento no poseían un título ni una posición importantes. Una de esas almas similares a Shiblón fue el maestro que tuve en seminario durante mi primer año de la escuela secundaria (preparatoria); un buen hombre que enseñó allí solamente dos o tres años, pero que me abrió el corazón de tal manera que me ayudó a recibir un testimonio. Quizás no haya sido el maestro más popular, pero siempre estaba preparado y su influencia en mí fue impactante y duradera. Una de las pocas veces que lo vi durante los cuarenta años siguientes fue cuando vino a saludarme en el funeral de mi padre. Sin duda, aquel no fue un acto motivado por un título ni por el poder.
Rindo honor a aquel maestro dedicado y a muchos como él que son verdaderamente buenos y sin engaño. Honro al maestro de la Escuela Dominical que no se limita a enseñar a sus alumnos sólo en las clases del domingo sino que, además, les enseña e influye en ellos invitándolos a desayunar con su familia; a los líderes de los jóvenes que asisten a las actividades deportivas y culturales de los hombres y las mujeres jóvenes de su barrio; al hombre que escribe notas de aliento a los vecinos; y a la mujer que no se conforma con mandar tarjetas de Navidad por correo, sino que las lleva personalmente a los familiares y amigos a quienes les hace falta una visita. Rindo honor al hermano que regularmente sacaba a pasear en auto a un vecino, cuyos días estaban oscurecidos por la enfermedad de Alzheimer, brindándoles así a él y a la esposa un cambio muy necesario en la rutina.
Esas acciones no se llevan a cabo para recibir elogio ni galardones. Esos hombres y mujeres no están motivados por la posibilidad de obtener títulos ni autoridad; son discípulos de Cristo que hacen el bien continuamente y que, como Shiblón, se esfuerzan por complacer a su Padre que está en los cielos.
Me entristece cuando oigo de alguien que deja de prestar servicio o incluso de ir a la Iglesia porque ha sido relevado de un llamamiento o piensa que lo han pasado por alto para una posición o título. Espero que esas personas aprendan un día la misma lección que yo aprendí cuando era misionero: que el servicio que más cuenta generalmente sólo Dios lo reconoce. En nuestro afán por el yo y lo mío, ¿hemos olvidado el Tú y lo Tuyo?
Hay quienes dirán: “¡Pero me falta tanto para llegar a ser como esas personas que usted describe!”. Las buenas nuevas del evangelio de Jesucristo son que los deseos de nuestro corazón se pueden cambiar y que es posible educar y refinar nuestros motivos. Cuando nos bautizamos para entrar al verdadero redil de Dios, comenzamos el proceso de convertirnos en nuevas criaturas (véanse 2 Corintios 5:17; Mosíah 27:26); y cada vez que renovamos el convenio del bautismo al tomar la Santa Cena, avanzamos un paso hacia esa meta suprema y final5. Al perseverar en ese convenio, obtenemos la fortaleza para llorar con los que lloran y consolar a los que necesitan consuelo (véase Mosíah 18:9). En ese convenio encontramos la gracia que nos habilita para servir a Dios y guardar Sus mandamientos, incluso los de amarlo a Él con todo nuestro corazón y amar al prójimo como a nosotros mismos6. En ese convenio, Dios y Cristo nos socorren a fin de que nosotros podamos socorrer a aquellos que necesiten auxilio (véase Mosíah 4:16; véanse también los versículos 11–15).
Todo lo que deseo en la vida es complacer a mis padres, tanto los terrenales como los celestiales, y parecerme más a Shiblón7.
Doy gracias a mi Padre Celestial por las almas semejantes a Shiblón cuyo ejemplo ofrece esperanza, a mí y a todos nosotros. Con su manera de vivir, testifican de un amoroso Padre Celestial y de un Salvador abnegado y compasivo. Agrego al testimonio de ellos el mío, con la promesa de esforzarme por parecerme más a ellos; en el nombre de Jesucristo. Amén.