Llenar nuestros hogares de luz y de verdad
Para que nosotras y nuestra familia resistamos las presiones del mundo, debemos ser llenas de la luz y la verdad del Evangelio.
El Espíritu ha colmado mi corazón al escuchar a estas familias enseñar esa sagrada verdad: “La familia es de Dios”1. La música inspiradora es sólo una de las muchas maneras en que podemos sentir los susurros del Espíritu que nos llenan de luz y de verdad.
La idea de ser llenos de luz y de verdad llegó a ser especialmente importante para mí debido a una experiencia que tuve hace muchos años. Asistí a una reunión en la que las integrantes de la mesa directiva general de las Mujeres Jóvenes enseñaron acerca de establecer familias y hogares espiritualmente fuertes. Para ayudarnos a visualizarlo, una líder de las Mujeres Jóvenes sostuvo dos latas de una bebida gaseosa; en una mano, una lata vacía y en la otra, una cerrada y llena. Primero estrujó la lata vacía, que comenzó a doblarse hasta quedar aplastada por la presión. Luego, con la otra mano, estrujó la lata cerrada. Ésta permaneció firme; no se dobló ni se aplastó como la lata vacía, porque estaba llena.
Comparamos esa demostración con nuestra vida, nuestro hogar y nuestra familia. Cuando están llenos del Espíritu y de la verdad del Evangelio, tenemos el poder para resistir las fuerzas externas del mundo que nos rodean y nos presionan; pero, si no estamos espiritualmente llenas, no tenemos la fortaleza interior para resistir las presiones externas y podemos caer cuando esas fuerzas nos opriman.
Satanás sabe que, para que nosotras y nuestra familia resistamos las presiones del mundo, debemos ser llenas de la luz y la verdad del Evangelio; de modo que hace todo lo posible para debilitar, distorsionar y destruir esa verdad y mantenernos alejadas de ella.
Muchas de nosotras hemos sido bautizadas y hemos recibido el don del Espíritu Santo, cuya función es revelar y enseñar la verdad de todas las cosas2. El privilegio de ese don conlleva la responsabilidad de procurar la verdad, vivir conforme a la verdad que conocemos, compartirla y defenderla.
El mejor lugar para procurar ser llenas de luz y de verdad es nuestro hogar. Las palabras del estribillo que escuchamos nos recuerdan que Dios nos ha dado una familia para ayudarnos a llegar a ser lo que Él desea que seamos3. La familia es el taller del Señor sobre la Tierra para ayudarnos a aprender y a vivir el Evangelio. Llegamos a nuestra familia con el sagrado deber de fortalecernos espiritualmente unos a otros.
Las familias eternas fuertes y los hogares llenos del Espíritu no suceden por casualidad; requieren gran esfuerzo, tiempo y que cada miembro de la familia haga su parte. Cada hogar es diferente, pero todo hogar en el que siquiera uno solo de sus miembros procure la verdad puede marcar la diferencia.
Continuamente se nos conseja que aumentemos nuestro conocimiento de las cosas espirituales mediante la oración, el estudio y el meditar las Escrituras y las palabras de los profetas vivientes. En su discurso de la conferencia general acerca de cómo recibir un testimonio de luz y verdad, el presidente Dieter F. Uchtdorf dijo:
“El Dios Sempiterno y Omnipotente… hablará a quienes se acerquen a Él con un corazón sincero y verdadera intención.
“Él les hablará a ellos en sueños, visiones, pensamientos y sentimientos”.
El presidente Uchtdorf continuó: “Dios se interesa por ustedes. Él escuchará y responderá sus preguntas personales. Las respuestas a sus oraciones vendrán a la manera de Él y en Su propio tiempo y, por lo tanto, necesitan aprender a escuchar Su voz”4.
Un relato corto de mi historia familiar ilustra este consejo.
Hace unos meses, leí el testimonio de la hermana de mi bisabuelo, Elizabeth Staheli Walker. Cuando era niña, Elizabeth emigró de Suiza a los Estados Unidos con su familia.
Después de casarse, Elizabeth, su esposo y sus hijos vivieron en Utah, cerca de la frontera con Nevada, en donde estaban a cargo de una oficina de correos. Su hogar era un lugar de parada para los viajeros; día y noche tenían que estar preparados para cocinar y servirles comida. Era un trabajo duro y agotador, y descansaban muy poco. Sin embargo, lo que más preocupaba a Elizabeth era la conversación de las personas con las que se relacionaban.
Elizabeth dijo que, hasta ese momento, siempre había dado por hecho que el Libro de Mormón era verdadero, que el profeta José Smith había recibido la autoridad de Dios para hacer lo que hizo y que su mensaje era el plan de vida y salvación; pero la vida que llevaba no ayudaba en nada a fortalecer esas creencias.
Algunos viajeros que paraban eran hombres cultos, educados e inteligentes, y en la conversación en torno a su mesa siempre se referían a José Smith como un “astuto impostor” que había escrito el Libro de Mormón él mismo y luego lo había distribuido para hacer dinero. Actuaban como si pensar cualquier otra cosa fuera absurdo, y sostenían que “el mormonismo era un disparate”.
Esas conversaciones hacían que Elizabeth se sintiera sola y aislada. No había nadie con quien hablar, ni siquiera un momento para orar —aunque ella oraba al mismo tiempo que trabajaba. Le aterraba hablar con aquellos que se burlaban de su religión; dijo que no sabía si debía asumir que decían la verdad, y sentía que no podría haber defendido su fe aun si lo hubiese intentado.
Tiempo después, Elizabeth y su familia se mudaron. Elizabeth dijo que tenía más tiempo para pensar y que ya no estaba siempre tan ocupada. A menudo bajaba al sótano y oraba al Padre Celestial acerca de lo que le preocupaba: las historias que aquellos hombres aparentemente inteligentes habían dicho de que el Evangelio era un disparate, y sobre José Smith y el Libro de Mormón.
Una noche, Elizabeth tuvo un sueño. Ella dijo: “Me pareció que me hallaba junto a un estrecho camino para carretas que conducía al pie de una ondulante colina. En medio de la colina vi a un hombre que miraba hacia abajo y hablaba, o parecía hablarle a un joven que estaba arrodillado e inclinado sobre un agujero en la tierra y tenía sus brazos extendidos como si fuese a sacar algo del agujero. Pude ver la tapa de piedra que parecía haber sido sacada del hoyo sobre el cual estaba inclinado el muchacho. En el camino, había muchas personas, pero ninguna de ellas parecía estar interesada en lo absoluto en los dos hombres de la colina. Hubo algo en el sueño que dejó una impresión tan extraña en mí que desperté totalmente… No pude decirle mi sueño a nadie, pero estaba segura de que significaba que el ángel Moroni había dado instrucciones al joven José en el momento en que éste obtuvo las planchas”.
En la primavera de 1893, Elizabeth fue a la dedicación del Templo de Salt Lake City y describió así su experiencia: “Allí vi la misma imagen que había visto en mi sueño; creo que era el vidrio de colores de una ventana. Estoy convencida de que si hubiera visto el verdadero Cerro Cumorah, no me habría parecido tan real; y sé con certeza que se me mostró en un sueño la imagen del ángel Moroni entregando las planchas de oro a José Smith”.
Muchos años después de haber tenido ese sueño, y varios meses antes de morir, a los ochenta años, Elizabeth recibió una poderosa impresión. Ella dijo: “Me sobrevino un pensamiento tan claro… como si alguien me dijera: …‘No ocultes tu testimonio bajo la tierra’”5.
Generaciones después, la posteridad de Elizabeth continúa recibiendo fortaleza mediante su testimonio. Como Elizabeth, vivimos en un mundo lleno de personas incrédulas y críticas que hacen burla y se oponen a las verdades que nosotras atesoramos. Tal vez oigamos historias que confunden y mensajes conflictivos; al igual que Elizabeth, tendremos que hacer lo mejor que podamos para aferrarnos a la luz y a la verdad que tengamos ahora, sobre todo ante circunstancias difíciles. Puede que las respuestas a nuestras oraciones no lleguen de manera tan espectacular, pero debemos encontrar momentos de quietud para procurar mayor luz y verdad; y cuando la recibamos, es nuestra responsabilidad vivirla, compartirla y defenderla.
Les dejo mi testimonio de que sé que, a medida que llenemos nuestro corazón y nuestro hogar con la luz y la verdad del Salvador, tendremos la fortaleza interior para resistir toda circunstancia. En el nombre de Jesucristo. Amén.