¿Sigue siendo maravilloso para ustedes?
Asombrarnos ante las maravillas del Evangelio es un signo de fe; es reconocer la mano del Señor en nuestra vida y en todo lo que nos rodea.
Mi esposa y yo hemos tenido el enorme gozo de criar a nuestros cinco hijos cerca de la magnífica ciudad de París. Durante esos años quisimos ofrecerles amplias oportunidades de descubrir las maravillas de este mundo. Cada verano, nuestra familia hizo largos viajes para visitar los monumentos, los lugares históricos y las maravillas naturales más importantes de Europa. Finalmente, tras pasar 22 años en la zona de París, estábamos a punto de mudarnos. Aún recuerdo el día en que mis hijos me dijeron: “Papá, ¡qué vergüenza! ¡Hemos pasado aquí toda nuestra vida y nunca hemos ido a la Torre Eiffel!”.
Hay muchas maravillas en este mundo. Sin embargo, a veces, cuando las tenemos constantemente delante de los ojos, no las apreciamos. Miramos, pero realmente no vemos; oímos, pero realmente no escuchamos.
Durante Su ministerio en la Tierra Jesús dijo a Sus discípulos:
“Bienaventurados los ojos que ven lo que vosotros veis,
“pues os digo que muchos profetas y reyes desearon ver lo que vosotros veis, y no lo vieron; y oír lo que oís, y no lo oyeron”1.
Con frecuencia me he preguntado cómo habría sido vivir en la época de nuestro Salvador. ¿Se imaginan lo que sería sentarse a Sus pies? ¿Sentir que nos abrace? ¿Ser testigos cuando Él ministraba a otras personas? Pese a ello, muchas personas que lo conocieron no se dieron cuenta, no “vieron”, que el mismo Hijo de Dios vivía entre ellos.
Nosotros también tenemos el privilegio de vivir en una época excepcional. Los profetas antiguos vieron la obra de la Restauración como “una obra maravillosa… sí, una obra maravillosa y un prodigio”2. En ninguna dispensación anterior se llamó a tantos misioneros, se abrieron tantas naciones al mensaje del Evangelio ni se construyeron tantos templos por todo el mundo.
Para nosotros, como Santos de los Últimos Días, también ocurren maravillas en nuestra propia vida. Entre ellas, nuestra conversión personal, las respuestas que recibimos a nuestras oraciones y las tiernas bendiciones que Dios derrama sobre nosotros cada día.
Asombrarnos ante las maravillas del Evangelio es un signo de fe; es reconocer la mano del Señor en nuestra vida y en todo lo que nos rodea. Nuestro asombro también genera fortaleza espiritual; nos da la energía para seguir anclados en nuestra fe y participar en la obra de salvación.
Sin embargo, tengamos cuidado; nuestra capacidad para maravillarnos es frágil. Con el tiempo, hechos como cumplir los mandamientos con desinterés, la apatía o incluso el cansancio, pueden causar que nos volvamos insensibles aún a las señales y a los milagros más extraordinarios del Evangelio.
El Libro de Mormón describe un período, muy similar al nuestro, que precedió a la venida del Mesías a las Américas. De repente, las señales de Su nacimiento aparecieron en el cielo. El pueblo estaba tan atónito que se humilló y casi todas las personas se convirtieron. Sin embargo, sólo cuatro años después, “el pueblo comenzó a olvidarse de aquellas señales y prodigios que había presenciado, y a asombrarse cada vez menos de una señal o prodigio del cielo… y [comenzaron] a no creer todo lo que habían visto y oído”3.
Mis hermanos y hermanas, ¿el Evangelio sigue siendo maravilloso para ustedes? ¿Todavía pueden ver, oír, sentir y asombrarse? ¿O están sus sensores espirituales adormecidos? Sea cual sea su situación personal, los invito a hacer tres cosas.
En primer lugar, no se cansen nunca de descubrir o redescubrir las verdades del Evangelio. El escritor Marcel Proust dijo: “El verdadero viaje de descubrimiento no consiste en buscar nuevos paisajes, sino en mirar con nuevos ojos”4. ¿Recuerdan la primera vez que leyeron un versículo de las Escrituras y sintieron que el Señor les hablaba personalmente? ¿Recuerdan la primera vez que sintieron la dulce influencia del Espíritu Santo, quizás incluso antes de darse cuenta de que era el Espíritu Santo? ¿No fueron momentos sagrados y especiales?
Deberíamos sentir hambre y sed de conocimiento espiritual cada día. Esa práctica personal se basa en el estudio, la meditación y la oración. A veces, tal vez tengamos la tentación de pensar: “Hoy no necesito estudiar las Escrituras; ya las he leído todas antes”, o “no necesito ir a las reuniones de la Iglesia hoy; allí no hay nada nuevo”.
Pero el Evangelio es una fuente de conocimiento que nunca se agota. Siempre se puede aprender y sentir algo nuevo cada domingo, en cada reunión y en cada versículo de las Escrituras. Con fe nos aferramos a la promesa de que si “[buscamos]… [hallaremos]”5.
En segundo lugar, anclen su fe en las verdades simples y sencillas del Evangelio. Nuestro asombro debe arraigarse en los principios básicos de nuestra fe, en la pureza de nuestros convenios y ordenanzas, y en nuestros actos más sencillos de adoración.
Una hermana misionera contó el relato de tres hombres que conoció durante una conferencia de distrito en África. Venían de una aldea muy aislada en la que la Iglesia aún no estaba organizada, pero allí había quince miembros fieles y casi veinte investigadores. Durante más de dos semanas, esos hombres recorrieron a pie más de cuatrocientos ochenta kilómetros por caminos con lodo, debido a la temporada de lluvias, para asistir a la conferencia y entregar los diezmos de los miembros de su grupo. Tenían previsto quedarse una semana entera para disfrutar del privilegio de participar de la Santa Cena el domingo siguiente y luego iniciar el viaje de regreso cargando sobre la cabeza cajas llenas de ejemplares del Libro de Mormón, para dárselos a las personas de su aldea.
La misionera testificó de lo conmovida que se sintió por el asombro que esos hermanos mostraban y por su sacrificio sin reservas para obtener cosas que para ella siempre habían sido fáciles de obtener.
Ella se preguntaba: “Si me levantara un domingo por la mañana en Arizona y mi auto no funcionara, ¿caminaría hasta la capilla que está sólo a unas cuadras de mi casa? ¿o me quedaría en casa porque está demasiado lejos o porque llueve?”6. Ésas son buenas preguntas que todos podemos plantearnos.
Por último, los invito a procurar y atesorar la compañía del Espíritu Santo. La mayoría de las maravillas del Evangelio no se pueden percibir con nuestros sentidos naturales. Son las cosas que “ojo no vio, ni oído oyó… las que Dios ha preparado para aquellos que le aman”7.
Cuando tenemos el Espíritu, nuestros sentidos espirituales se agudizan y nuestra memoria se estimula para que no olvidemos los milagros y las señales que hemos presenciado. Es por eso que, como sabían que Jesús estaba a punto de dejarlos, Sus discípulos nefitas oraron con fervor “por lo que más deseaban; y su deseo era que les fuese dado el Espíritu Santo”8.
Aunque habían visto al Salvador con sus propios ojos y habían tocado Sus heridas con sus propias manos, sabían que sus testimonios podían debilitarse sin una renovación constante por medio del poder del Espíritu Santo. Mis hermanos y hermanas, no hagan nunca nada que pueda provocar la pérdida de este don precioso y maravilloso: la compañía del Espíritu Santo. Procúrenlo mediante la oración ferviente y el vivir de manera recta.
Testifico que la obra en la que participamos es “una obra maravillosa y un prodigio”. Al seguir a Jesucristo, Dios nos testifica “con señales y prodigios, y diversos milagros y dones del Espíritu Santo según su voluntad”9. En este día especial, testifico que las maravillas y los prodigios del Evangelio están anclados en el mayor de todos los dones de Dios: la expiación del Salvador. Ése es el don perfecto de amor que el Padre y el Hijo, unidos en propósito, han ofrecido a cada uno de nosotros. Junto con ustedes, “asombro me da el amor que me da Jesús… Cuán asombroso es lo que dio por mí”10.
Que siempre podamos tener ojos que vean, oídos que oigan y un corazón que perciba los prodigios de este maravilloso Evangelio, es mi oración, en el nombre de Jesucristo. Amén.