El Espíritu Santo como su compañero
Si vivimos dignamente, podemos tener la bendición de que el Espíritu esté con nosotros siempre, y no solo ocasionalmente.
Mis queridos hermanos y hermanas, estoy agradecido de estar con ustedes en este día de reposo en la conferencia de la Iglesia del Señor. Al igual que ustedes, he sentido el Espíritu testificando de la verdad de las palabras que hemos escuchado, se han habaldo y cantado.
Hoy tengo como propósito hacer crecer su deseo y su determinación de reclamar el don que se nos ha prometido al bautizarnos. Durante nuestra confirmación, escuchamos estas palabras: “Recibe el Espíritu Santo”1. Desde ese instante, nuestra vida cambió para siempre.
Si vivimos dignamente, podemos tener la bendición de que el Espíritu esté con nosotros siempre, y no solo ocasionalmente, como en la extraordinaria experiencia que hemos tenido hoy. Por las palabras de la oración de la Santa Cena, ustedes saben cómo se cumple esa promesa: “Oh Dios, Padre Eterno, en el nombre de Jesucristo, tu Hijo, te pedimos que bendigas y santifiques este pan para las almas de todos los que participen de él, para que lo coman en memoria del cuerpo de tu Hijo, y testifiquen ante ti, oh Dios, Padre Eterno, que están dispuestos a tomar sobre sí el nombre de tu Hijo, y a recordarle siempre, y a guardar sus mandamientos que él les ha dado”.
Y entonces viene la promesa: “para que siempre puedan tener su Espíritu consigo” (D. y C. 20:77; cursivas agregadas).
Tener siempre el Espíritu con nosotros es tener la guía y dirección del Espíritu Santo en nuestra vida diaria. El Espíritu puede, por ejemplo, advertirnos que resistamos la tentación de hacer lo malo.
Solo por esa razón, es fácil ver por qué los siervos del Señor han procurado que aumente nuestro deseo de adorar a Dios en las reuniones sacramentales. Si tomamos la Santa Cena con fe, el Espíritu Santo podrá protegernos a nosotros y a nuestros seres queridos de las tentaciones que vienen cada vez con mayor intensidad y frecuencia.
La compañía del Espíritu Santo hace que lo bueno sea más atractivo y las tentaciones menos persuasivas. Esta sola razón debería bastar para hacer que nos decidamos a procurar ser dignos de tener siempre el Espíritu con nosotros.
Así como el Espíritu nos fortalece contra el mal, también nos da poder para discernir entre la verdad y el error. Las verdades más importantes solo se confirman mediante la revelación de Dios. Nuestro razonamiento y el uso de nuestros sentidos no serán suficientes. Vivimos en una época en que aun los más sabios tendrán dificultades para distinguir entre la verdad y el engaño ingenioso.
Al apóstol Tomás, quien deseaba tocar las heridas del Salvador para tener evidencias físicas de la resurrección del Salvador, el Señor le enseñó que la revelación es una evidencia más segura: “Jesús le dijo: Porque me has visto, Tomás, has creído; bienaventurados los que no vieron y creyeron” (Juan 20:29).
El Espíritu Santo es quien confirma las verdades que indican el camino para volver a Dios. No podemos ir a la arboleda y ver al Padre y al Hijo hablando al joven José Smith. No hay evidencia física ni argumento lógico que puedan establecer que Elías vino, como estaba prometido, para conferir las llaves del sacerdocio que ahora ejerce un profeta viviente: Thomas S. Monson.
La verdad se confirma a los hijos de Dios que hayan procurado el derecho de recibir el Espíritu Santo. Como el engaño y la mentira pueden presentarse en cualquier momento, necesitamos la constante influencia del Espíritu de Verdad para evitarnos los momentos de duda.
Cuando era miembro del Cuórum de los Doce Apóstoles, George Q. Cannon instó a que constantemente procuremos tener el Espíritu con nosotros. Él prometió, y yo también lo hago, que si seguimos ese curso, “nunca nos faltará conocimiento” de la verdad, “nunca estaremos en la duda ni en tinieblas” y nuestra “fe será fuerte, y nuestro gozo … pleno”2.
Hay otra razón por la que debemos tener la ayuda constante del Espíritu Santo. La muerte de un ser querido puede venir de forma inesperada. El testimonio del Espíritu Santo de la realidad de un Padre Celestial amoroso y de un Salvador resucitado, nos brinda esperanza y consuelo ante la pérdida de un ser amado. Ese testimonio debe estar vivo cuando ocurra la muerte.
De modo que, necesitamos la compañía constante del Espíritu Santo por muchas razones. Es lo que deseamos, pero sabemos por experiencia que no es fácil de conservar. Todos pensamos, decimos y hacemos cosas diariamente que pueden ofender al Espíritu. El Señor nos enseñó que el Espíritu Santo será nuestro compañero constante si nuestro corazón está “lleno de caridad” y si la “virtud engalana nuestros pensamientos incesantemente” (véase D. y C. 121:45).
Ofrezco estas palabras de aliento a quienes se debaten con las normas elevadas que son necesarias para merecer la compañía del Espíritu. Ustedes han tenido momentos en que sintieron la influencia del Espíritu Santo; pudo haberles ocurrido hoy mismo.
Pueden considerar esos momentos de inspiración como la semilla de fe que Alma describió (véase Alma 32:28). Planten cada una de ellas. Pueden hacerlo al actuar conforme a la inspiración que sintieron. La inspiración más valiosa para ustedes será saber lo que Dios desea que hagan; si es pagar el diezmo o visitar a un amigo que pasa por tribulaciones, deben hacerlo; si es otra cosa, háganlo. Cuando demuestran su disposición a obedecer, el Espíritu les dará más inspiración sobre lo que Dios desea que hagan para Él.
A medida que obedezcan, la inspiración vendrá más frecuentemente, cada vez más cerca de ser una compañía constante. Su poder para escoger lo correcto aumentará.
Pueden saber cuándo la inspiración para actuar proviene del Espíritu y no de sus propios deseos. Cuando esa inspiración esté en armonía con las palabras del Salvador y de Sus profetas y apóstoles vivientes, ustedes pueden obedecer con confianza; entonces, el Señor enviará Su Espíritu para asistirles.
Por ejemplo, si ustedes reciben la impresión espiritual de honrar el día de reposo, especialmente cuando esto resulte difícil, Dios les enviará Su Espíritu para ayudarles.
Mi padre recibió esa ayuda hace años cuando viajó a Australia por motivos de trabajo. Un día domingo, estaba solo y deseaba tomar la Santa Cena. No pudo conseguir información acerca de las reuniones de la Iglesia, así que empezó a caminar. En cada esquina, ofrecía una oración para saber hacia dónde dirigirse. Después de andar y cruzar esquinas durante una hora, se detuvo nuevamente a orar. Sintió que debía doblar en cierta calle. Poco después, escuchó que cantaban desde un local en la planta baja de un edificio cercano. Por la ventana vio a unas pocas personas sentadas cerca de una mesa cubierta con un mantel blanco y con bandejas de la Santa Cena.
Ahora bien, puede que esto no les parezca impresionante a ustedes, pero para él fue maravilloso. Él supo que la promesa de la Santa Cena se había cumplido: “… a recordarle siempre, y a guardar sus mandamientos que él les ha dado; para que siempre puedan tener su Espíritu consigo” (D. y C. 20:77).
Ese fue solo un ejemplo de las veces que él oró e hizo lo que el Espíritu le dijo que Dios quería que hiciese. Él siguió haciéndolo a lo largo de los años, como ustedes y yo lo haremos. Él nunca hablaba de su espiritualidad; solo se mantuvo realizando las pequeñas cosas que el Señor le inspiraba a hacer.
Cada vez que un grupo de miembros de la Iglesia le pedía que les hablara, él lo hacía. No importaba si eran diez o cincuenta personas o cuán cansado estaba; él daba su testimonio del Padre, del Hijo, del Espíritu Santo y de los profetas cada vez que el Espíritu lo instaba a hacerlo.
Sus llamamientos más altos en la Iglesia fueron en el sumo consejo de la Estaca Bonneville, en donde iba a desmalezar la granja de la estaca y enseñaba una clase de la Escuela Dominical. A través de los años, cuando lo necesitaba, el Espíritu Santo estaba allí para acompañarlo.
Estuve junto a mi padre en un cuarto de hospital donde yacía enferma mi madre, su esposa durante cuarenta y un años. La habíamos observado por muchas horas. Comenzamos a notar que la expresión de dolor desaparecía de su rostro; sus manos, que tenía apretadas, se aflojaron y sus brazos se relajaron a los lados.
Los dolores de un cáncer de muchos años llegaban a su fin. Noté una expresión de paz en su rostro. Tras unos breves jadeos, exhaló un último aliento y quedó inmóvil. Esperamos para ver si volvía a respirar.
Finalmente, mi padre dijo en voz baja: “Una niña pequeña ha vuelto a casa”.
Él no derramó lágrimas, porque desde mucho antes el Espíritu Santo le había dado una comprensión clara de quién era ella, de dónde había venido, lo que había llegado a ser y adónde se dirigía. El Espíritu le había testificado muchas veces de un Padre Celestial amoroso, de un Salvador que había vencido el poder de la muerte, y de la realidad del sellamiento del templo que lo unía a su esposa y a su familia.
El Espíritu le había asegurado mucho antes que la bondad y la fe de ella la hacían digna de volver a su hogar celestial donde se la recordaría como una maravillosa hija de la promesa y donde se la recibiría con honores.
Para mi padre, eso era más que una esperanza; el Espíritu Santo lo había convertido en una realidad para él.
Puede que algunos digan que sus palabras e imágenes mentales de un hogar celestial eran meras ilusiones y el juicio nublado de un esposo en el momento de su pérdida; pero él conocía la verdad eterna de la única forma en que uno puede conocerla.
Fue un científico que buscó la verdad sobre el mundo físico durante toda su vida adulta. Empleó las herramientas científicas lo suficientemente bien como para ganarse la honra de sus colegas de todo el mundo. Muchos de sus logros en Química vinieron por visualizar en su mente el movimiento de las moléculas y luego confirmar su visión con experimentos en el laboratorio.
Sin embargo, siguió un método distinto para descubrir las verdades que más le importaban a él y a nosotros. Solo mediante el Espíritu Santo podemos ver a las personas y los acontecimientos tal como Dios los ve.
Ese don siguió manifestándose en el hospital después de fallecer su esposa. Juntamos las cosas de mamá para llevarlas a casa. Al salir, papá se detuvo para agradecer a cada enfermera y médico que vimos. Recuerdo haber pensado, con cierta impaciencia, que debíamos irnos para estar a solas con nuestra pena.
Ahora comprendo que él veía cosas que solo el Espíritu Santo podía haberle mostrado. Él veía a esas personas como ángeles enviados por Dios para velar por su esposa. Ellos tal vez se consideraban como profesionales de la salud, pero papá les estaba agradeciendo en nombre del Salvador.
La influencia del Espíritu Santo continuó con él al llegar a casa de mis padres. Conversamos por unos minutos en la sala, y luego se disculpó para retirarse a su habitación.
A los pocos minutos, regresó con una agradable sonrisa. Vino hasta nosotros y nos dijo en voz baja: “Estaba preocupado de que Mildred llegara sola al mundo de los espíritus; pensaba que podría sentirse perdida entre la multitud”.
Y entonces dijo con felicidad: “Acabo de orar, y sé que Mildred está bien. Mi madre estaba allí para recibirla”.
Recuerdo haber sonreído cuando él dijo eso, imaginándome a mi abuela con sus piernas cortas corriendo por entre la multitud para asegurarse de recibir y abrazar a su nuera cuando llegara.
Ahora bien, una de las razones por las que mi padre pidió y recibió ese consuelo fue porque él siempre había orado con fe desde su infancia; estaba habituado a recibir respuestas que le llegaban al corazón para darle consuelo y dirección. Además de tener el hábito de la oración, él conocía las Escrituras y las palabras de los profetas vivientes; de modo que él reconocía los susurros del Espíritu, los cuales ustedes habrán podido sentir hoy.
La compañía del Espíritu había sido más que un consuelo y una guía; lo había cambiado mediante la expiación de Jesucristo. Cuando aceptamos la promesa de tener el Espíritu con nosotros siempre, el Salvador puede concedernos la purificación necesaria para la vida eterna, el mayor de todos los dones (véase D. y C. 14:7).
Recuerden las palabras del Salvador: “Y éste es el mandamiento: Arrepentíos, todos vosotros, extremos de la tierra, y venid a mí y sed bautizados en mi nombre, para que seáis santificados por la recepción del Espíritu Santo, a fin de que en el postrer día os presentéis ante mí sin mancha” (3 Nefi 27:20).
Esos mandamientos vienen con esta promesa del Señor:
“Y ahora, de cierto, de cierto te digo: Pon tu confianza en ese Espíritu que induce a hacer lo bueno, sí, a obrar justamente, a andar humildemente, a juzgar con rectitud; y éste es mi Espíritu.
“De cierto, de cierto te digo: Te daré de mi Espíritu, el cual iluminará tu mente y llenará tu alma de gozo” (D. y C. 11:12–13).
Les doy mi testimonio de que Dios el Padre vive, que el Jesucristo resucitado dirige Su Iglesia, que el presidente Thomas S. Monson posee todas las llaves del sacerdocio y que la revelación por medio del Espíritu Santo guía y sostiene a La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días y a sus humildes miembros.
Además, les testifico que estos maravillosos hombres que nos han hablado hoy como testigos del Señor Jesucristo, como miembros del Cuórum de los Doce Apóstoles, son llamados por Dios. Yo sé que el Espíritu guio al presidente Monson para llamarlos; y al escuchar ustedes el testimonio de ellos, el Santo Espíritu les confirmó lo que les digo ahora. Ellos son llamados por Dios. Los sostengo y los amo; y sé que el Señor los ama y los sostendrá en el servicio que presten; y lo hago en el nombre del Señor Jesucristo. Amén.