La magia de los villancicos navideños
Estos jóvenes no tenían idea de cuánto ánimo podían brindar con unas pocas y sencillas canciones.
Un villancico para Joaquín
Cantar villancicos no es una tradición navideña conocida en Argentina. De hecho, la Navidad aquí es muy diferente de la tradicional escena nevada que podrías pensar. Debido a que vivimos en el hemisferio sur, la Navidad siempre me hace pensar en ¡una gran ensalada de frutas!
Así que cuando mis padres sugirieron que intentáramos cantar villancicos como familia, mis hermanos y yo sentimos una mezcla de confusión y emoción. No estábamos seguros de nuestras habilidades musicales, así que decidimos hacer y llevar algunas galletas para dar a las personas que visitábamos al menos un motivo para sonreír.
Un hombre llamado Joaquín había sido parte de nuestro barrio desde que tengo memoria. Ese diciembre él había enfermado mucho y ya no podía asistir a la reunión sacramental. Mi papá y mis hermanos estaban entre quienes le llevaban la Santa Cena al hospital los domingos después de las reuniones.
El domingo anterior a la Navidad, toda nuestra familia se subió al auto para visitar a Joaquín, esperando llevarle un cálido espíritu navideño. Cuando llegamos, la enfermera nos guio a su cama. Tenía sus Escrituras e himnario al lado de su cama, como si nos hubiera estado esperando.
Era evidente que estaba muy contento de que estuviéramos ahí y todos sentimos inmediatamente mucho amor por él. Mis hermanos prepararon, bendijeron y repartieron la Santa Cena. Antes de irnos, cantamos la hermosa melodía en “En la Judea, en tierra de Dios”: “Gloria a Dios en lo alto! ¡Paz y buena voluntad!” (Himnos, nro. 134).
Ciertamente fue paz y buena voluntad lo que entró en nuestro corazón cuando nos llamó “ángeles” y nos agradeció la visita, cuando todo lo que queríamos era llevarle esos sentimientos.
Julia G., Buenos Aires, Argentina
La última parada de la noche
Era la víspera de Navidad y yo no quería salir a cantar villancicos.
Sin embargo, mi mamá pensó que sería divertido si la familia se subía al viejo auto y manejaba en las calles con hielo de nuestro vecindario para cantar a tres viudas del barrio, y mi papá estaba feliz de apoyar su sugerencia.
Me sentí incómoda. ¿Quién querría escucharnos? Me moriría de la vergüenza si veía a alguien que nos conociera. Quejándome y haciendo berrinches, subí al asiento trasero con mi hermano y hermana.
El viaje hasta el primer apartamento solo estaba a unas pocas cuadras. Nadie atendió. Fuimos hasta la segunda parada. Otra vez, nadie atendió. Mi ánimo empezó a mejorar.
Al llegar a la angosta entrada de nuestra última parada, pensé: “Por favor, que no haya nadie en la casa”.
Afuera ya estaba oscuro. Mientras mi madre llamó a la puerta y esperaba, el frente de la casa permanecía oscuro. Bien. Pronto estaríamos en casa, en donde me podría escapar a mi habitación.
De repente, la luz del frente se encendió y se abrió la puerta. Yo tenía mucha vergüenza. Estaba segura de que la habíamos molestado.
“Pasen, pasen”, dijo la pequeña y delgada mujer. Señaló a su viejo piano vertical.
“¿Tocas el piano?”, preguntó a mi madre. “Cantemos alrededor del piano”.
Su calidez y entusiasmo me ablandó el corazón. Quizás no le molestaba tanto que estuviéramos ahí. Habíamos cantado unas cuantas canciones cuando nos ofreció chocolate caliente.
“¿Puedes venir a ayudarme?”, me preguntó. Cuando entramos a la cocina, me quedé atónita al ver una mesa hermosa que estaba maravillosamente decorada para Navidad. ¡Era tan festiva! En cada lugar de la mesa había un pequeño paquete cuidadosamente envuelto.
“¿Para quién es esto?”, pregunté. Yo sabía que ella vivía sola.
“Para mis vecinos”, explicó. “Cada Navidad invito a casa a aquellos como yo —quienes no tienen familiares cerca— para un desayuno de Navidad y un pequeño regalo”.
La idea hizo que mi mente de 13 años estallara. Mi terco corazón se llenó de admiración. Cuán hermoso era este cuarto. Cuán hermosa era esta menuda hermana anciana. Cuán hermosa era mi madre por traernos aquí. Al fin me sentí feliz.
En la capilla el mes siguiente, esta hermana nos agradeció nuevamente que la visitáramos. Nos dijo que nosotros fuimos los únicos en recordarla ese año. Unos pocos meses después falleció inesperadamente.
Recuerdo esa Navidad y me siento agradecida por padres maravillosos y por esa hermana anciana, cada uno de los cuales quería llevar la alegría de la Navidad a los demás.
Brooke K., Utah, EE. UU.