La ministración
Tendamos la mano y cuidemos como lo haría nuestro Salvador, en particular a quienes tenemos el privilegio de ministrar por amor y asignación.
Queridos hermanos y hermanas, amigos, ¡bienvenidos a la conferencia general!
Después de la conferencia general del pasado octubre, la hermana Gong y yo caminamos por el Centro de Conferencias para saludarlos y para escuchar sus experiencias del Evangelio.
Nuestros miembros de México nos dijeron: “Hoy es el tiempo de México”.
Supimos que Gilly y Mary eran amigas de Inglaterra. Cuando Mary se unió a la Iglesia, se quedó sin un lugar donde vivir. Con generosidad, Gilly la invitó a vivir con ella. Mostrando gran fe, Gilly dijo: “Nunca he dudado de que el Señor está conmigo”. En la conferencia, Gilly también tuvo un reencuentro lleno de alegría con la misionera que le enseñó hace cuarenta y siete años.
Jeff y su esposa, Melissa, asistían a la conferencia general por primera vez, en el caso de él. Jeff fue jugador profesional de béisbol (era receptor) y ahora es médico anestesiólogo. Me dijo: “Para mi sorpresa, estoy progresando hacia el bautismo, porque me parece la forma más auténtica y honesta de vivir”.
Anteriormente, Melissa se había disculpado con el hermano ministrante de Jeff diciendo: “Jeff no quiere ‘gente de la Iglesia’ en nuestra casa”. El hermano ministrante dijo: “Ya encontraré la manera”; ahora él y Jeff son buenos amigos. En el bautismo de Jeff, conocí a la congregación de Santos de los Últimos Días que Jeff, Melissa y su hija, Charlotte, aman.
Como seguidores de Jesucristo, buscamos ministrar a los demás como Él lo haría, porque hay vidas que están esperando cambiar.
Cuando Peggy me contó que su esposo, John, iba a ser bautizado después de treinta y un años de casados, le pregunté qué había cambiado.
Peggy dijo: “John y yo estábamos estudiando el Nuevo Testamento con Ven, sígueme y John preguntó sobre la doctrina de la Iglesia”.
Peggy le dijo: “Invitemos a los misioneros”.
John contestó: “A los misioneros no, a menos que mi amigo pueda acompañarnos”. Durante más de diez años, el hermano ministrante de John se había convertido en su amigo de confianza. (Yo pensé: ¿Qué habría pasado si el hermano ministrante de John hubiera dejado de visitarlos después de uno, dos o nueve años?).
John escuchó, leyó el Libro de Mormón con verdadera intención y, cuando los misioneros lo invitaron a ser bautizado, dijo que sí. Peggy dijo: “Me sorprendí muchísimo y comencé a llorar”.
John dijo: “Cambié al ir acercándome más al Señor”. Más adelante, John y Peggy fueron sellados en el santo templo. John falleció en diciembre del año pasado a la edad de noventa y dos años. Peggy dice que “John siempre fue una buena persona, pero después de ser bautizado llegó a ser diferente de una manera hermosa”.
La hermana Gong y yo conocimos a Meb y a Jenny por video durante la pandemia del COVID. (Conocimos a muchas parejas y personas maravillosas por video durante el COVID, a cada una de ellas la presentó su presidente de estaca con espíritu de oración).
Con humildad, Meb y Jenny dijeron que algunas cuestiones de su vida los hacían preguntarse si su matrimonio en el templo podía salvarse, y si era así, cómo. Creían que la expiación de Jesucristo y sus compromisos establecidos por convenio podrían ayudarlos.
Imaginen mi dicha cuando Meb y Jenny recibieron nuevas recomendaciones para el templo y juntos regresaron a la Casa del Señor. Tiempo después, Meb estuvo a punto de morir. Qué bendición que Meb y Jenny hayan restaurado sus relaciones de convenio con el Señor y el uno con el otro, y sientan el amor ministrante de muchas personas de su entorno.
Adonde sea que vaya, aprendo con gratitud de quienes ministran y cuidan como nuestro Salvador lo haría.
En Perú, la hermana Gong y yo conocimos a Salvador y a sus hermanos1, quienes son huérfanos. Era el cumpleaños de Salvador. Me inspiran los líderes y los miembros de la Iglesia que ministran fielmente a esta familia. “La religión pura y sin mácula […] es esta: Visitar a los huérfanos y a las viudas”2, “socorre[r] a los débiles, levanta[r] las manos caídas y fortalece[r] las rodillas debilitadas”3.
En Hong Kong, un presidente de cuórum de élderes explica con modestia cómo su cuórum lleva a cabo habitualmente las entrevistas de ministración al cien por ciento. “En oración, organizamos compañerismos para que todos puedan cuidar de alguien y todos reciban cuidados”, dice él. “Preguntamos a cada compañerismo con regularidad acerca de aquellas personas a quienes ministran. No estamos marcando casillas de verificación, estamos ministrando a los [hermanos y hermanas] ministrantes que cuidan de nuestra gente”.
En Kinshasa, República Democrática del Congo, el presidente Bokolo habla de cómo él y su familia se unieron a la Iglesia en Francia. Un día, al leer su bendición patriarcal, el Espíritu inspiró al hermano Bokolo a regresar a la República Democrática del Congo con su familia. El hermano Bokolo sabía que enfrentarían muchas dificultades si regresaban, y su Iglesia, La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, aún no estaba establecida en Kinshasa.
Pese a ello, con fe, como muchos otros han hecho, los Bokolo siguieron el Espíritu del Señor. En Kinshasa, ministraron y bendijeron a las personas de su entorno, superaron dificultades y recibieron bendiciones espirituales y temporales. Hoy se regocijan por tener una Casa del Señor en su país4.
A un converso se le ministró mediante el buen ejemplo. Cuando él era jovencito, dijo que pasaba los días sin hacer nada en la playa. Un día, dijo él, “vi una muchacha atractiva con un traje de baño modesto”. Asombrado, le preguntó por qué una muchacha tan atractiva llevaba un traje de baño tan modesto. Ella era miembro de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días y, sonriendo, le preguntó: “¿Te gustaría ir a la iglesia el domingo?”. Él le dijo que sí.
Hace años, mientras estábamos en una asignación juntos, el élder L. Tom Perry contó que él y su compañero ministraban con regularidad a una hermana que vivía sola en un peligroso vecindario de Boston. Cuando el élder Perry y su compañero llegaban, la hermana les pedía con cautela: “Pasen sus recomendaciones para el templo por debajo de la puerta”. Únicamente después de ver las recomendaciones para el templo quitaba los varios cerrojos y les abría la puerta5. Por supuesto, no estoy diciendo que los compañerismos ministrantes necesiten recomendaciones para el templo, pero me encanta la idea de que, cuando los que honran sus convenios ministran, se quitan los cerrojos de las casas y se abren los corazones.
El élder Perry también ofreció consejos prácticos. Él dijo: “Den a los compañerismos un número razonable de asignaciones, que se hayan elegido en oración, agrupadas geográficamente cuando resulte apropiado para que el tiempo de desplazamiento se utilice bien”. Él recomendaba: “Comiencen por quienes más necesitan las visitas; avancen a partir de aquellos con más probabilidades de recibir y responder bien a las visitas”. Y concluía así: “La constancia fiel produce milagros”.
La ministración más elevada y santa6 sucede cuando oramos por “el amor puro de Cristo”7 y seguimos el Espíritu. También sucede cuando las presidencias de cuórum de élderes y de la Sociedad de Socorro, bajo la dirección del obispo, supervisan la labor de ministración, lo cual incluye la asignación de compañerismos ministrantes. Les ruego que den a nuestros hombres y mujeres jóvenes la oportunidad que necesitan para acompañar a hermanos y hermanas ministrantes con experiencia, y que estos los guíen. Y permitan que nuestra nueva y joven generación inspire a sus compañeros y compañeras ministrantes.
En algunos lugares en la Iglesia tenemos una brecha en la ministración. Hay más personas que dicen que están ministrando que las que dicen que están siendo ministradas. No queremos que se limiten a cumplir asignaciones, pues a menudo se necesita algo más que un sincero saludo en el pasillo o un casual “¿Te ayudo?” en el estacionamiento. En muchos lugares, podemos tender una mano a los demás, comprender cuál es su situación actual y cultivar relaciones interpersonales cuando visitamos a los miembros en sus casas con regularidad. Las invitaciones inspiradas cambian vidas. Cuando las invitaciones nos ayudan a hacer y a guardar convenios sagrados, nos acercamos más al Señor y los unos a los otros.
Se ha dicho que quienes comprenden el verdadero espíritu de la ministración hacen más de lo que hacían antes, mientras que quienes no lo comprenden hacen menos. Hagamos más, como lo haría nuestro Salvador. Como dice nuestro himno, es “una bendición de deber y de amor”8.
Consejos de barrio, cuórums de élderes y Sociedades de Socorro, por favor, escuchen al Buen Pastor y ayúdenlo a buscar a la oveja perdida, a hacer volver a la descarriada, a vendar a la perniquebrada y a fortalecer a la débil9. Tal vez hospedemos, “sin saberlo […], ángeles”10, cuando hagamos lugar para todos en Su mesón11.
La ministración inspirada bendice a las familias y a las personas; y también fortalece a los barrios y a las ramas. Piensen en su barrio o rama como un ecosistema espiritual. Según la alegoría de los olivos del Libro de Mormón, el Señor de la viña y Sus siervos producen fruto precioso y fortalecen cada árbol uniendo las fortalezas y las debilidades de todos los árboles12. El Señor de la viña y Sus siervos se preguntan repetidas veces: “¿Qué más puedo hacer?”13. Juntos, bendicen corazones y hogares, barrios y ramas, mediante la ministración inspirada y constante14.
La ministración —el pastorear— hace de nuestra viña “un cuerpo”15, una arboleda sagrada. Cada árbol de nuestra arboleda es un árbol familiar vivo. Las raíces y las ramas se entrelazan; la ministración bendice generaciones. Cuando es necesario prestar servicio, los sabios obispos y las presidencias de cuórum de élderes y de la Sociedad de Socorro preguntan: “¿Quiénes son los hermanos y las hermanas ministrantes?”. En los consejos de barrio y en las entrevistas de ministración no solo se hacen preguntas acerca de las dificultades o de los problemas, sino que también se busca comprender una situación más allá de lo que se ve y regocijarse en las muchas y tiernas misericordias del Señor en nuestra vida cuando ministramos como Él lo haría.
El Salvador es nuestro ejemplo perfecto16. Debido a que Él es bueno, puede andar haciendo bienes17. Él bendice a la persona en particular y a las noventa y nueve, Él es la ministración personificada. Llegamos a ser más semejantes a Jesucristo cuando hacemos a “estos […], más pequeños”, como lo haríamos a Él18, cuando amamos a nuestro prójimo como a nosotros mismos19, cuando nos “am[amos] los unos a los otros; como [Él nos ha] amado”20 y cuando “el que quiera hacerse grande entre [n]osotros se[a] [n]uestro servidor”21.
Jesucristo ministra, los ángeles ministran22 y los seguidores de Jesucristo se ministran el uno al otro23, se regocijan con los que se regocijan, lloran con los que lloran24, velan por su pueblo y lo sustentan con cosas pertenecientes a la rectitud25, recuerdan a los pobres y a los necesitados, a los enfermos y a los afligidos26, y mediante su ministerio dan a conocer Su nombre27. Al ministrar como Él lo haría, testificamos de Sus milagros, de Sus bendiciones28 y obtenemos un “mejor ministerio”29.
Quizás nos cansemos físicamente, pero al estar a Su servicio “no [n]os cans[amo]s de hacer lo bueno”30. Con diligencia, hacemos todo lo que podemos, sin correr más aprisa de lo que nuestras fuerzas nos permitan31, sino confiando, como enseña el apóstol Pablo, en que “Dios ama al dador alegre”32. Porque Dios, quien “da semilla al que siembra, también dará pan para comer, y multiplicará vuestra sementera”33. En otras palabras, Dios enriquece “en todo para toda generosidad”34. Quienes “siembra[n] en abundancia, en abundancia también segará[n]”35.
Dondequiera que estemos en esta época de Pascua de Resurrección, tendamos la mano y cuidemos como lo haría nuestro Salvador, en particular a quienes tenemos el privilegio de ministrar por amor y asignación. Al hacerlo, ruego que nos acerquemos más a Jesucristo y los unos a los otros, llegando a ser más semejantes a Él y siendo los seguidores de Jesucristo que Él quiere que cada uno seamos. En Su sagrado nombre, Jesucristo. Amén.