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Aprender que el autodesprecio no es la manera del Salvador
Me tomó un tiempo aprender que Dios no quería que me odiara a mí misma por mis errores.
He pasado mucho tiempo regañándome a mí misma. Sin embargo, resulta que ser severa conmigo misma no me hace ser mejor.
Me casé siendo joven y, aunque mi matrimonio siempre ha sido sano y feliz, me ha hecho afrontar mis mayores debilidades. Además de eso, mi esposo y yo decidimos tener hijos de inmediato, y mi primer embarazo fue la experiencia más angustiosa que había tenido. Afronté algunas dificultades físicas que jamás hubiera imaginado. Mi estado de ánimo era inestable y la depresión se tornó en algo muy real y muy nuevo para mí.
Trataba de ser buena esposa, buena madre y buena alumna, pero nunca me sentía a la altura de mis propias expectativas. Con el tiempo, el regañarme a mí misma se convirtió en mi primera reacción.
Comprendía que los dos grandes mandamientos dicen: “Amarás al Señor tu Dios” y “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mateo 22:37, 39; cursiva agregada), lo cual implica que debemos amarnos a nosotros mismos. Sin embargo, me sentía indigna de amor.
Pensaba: “Si peco y me amo a mí misma a pesar de ello, ¿no equivale a darme permiso para seguir haciendo lo incorrecto? Después de todo, se supone que debemos ofrecer un corazón quebrantado y un espíritu contrito, así que, ¿no debemos ser desdichados hasta que seamos mejores?”.
En aquel momento habría contestado “sí”, pero la verdad es un rotundo “no”.
El élder S. Gifford Nielsen, de los Setenta, enseñó: “Nuestro Padre Celestial quiere que nos amemos a nosotros mismos […] para que nos veamos como Él nos ve: nosotros somos Sus hijos preciados. Cuando esta verdad penetra en lo profundo de nuestro corazón, nuestro amor por Dios crece”1. Y cuando mi amor por Dios crece, me vuelvo mejor. Cuando amo a Dios, reconozco el don de mi Salvador que hace posible que sea perdonada de mis pecados y venza mis defectos. Cuando amo a Dios, es más fácil amarme a mí misma.
Las recriminaciones a los demás no los ayudan a progresar; solo los desaniman. Además de la corrección, también necesitan aliento. Entonces, ¿por qué había de ser diferente conmigo? ¿Cómo podía ofrecerme a mí misma esa misma compasión?
Buscar apoyo
Cuando le conté a mi esposo en cuanto a aquella dificultad, sentí lástima por mí misma. Me sentía más cómoda continuando con el hábito de decirme cosas negativas a mí misma, así que tuve que ser valiente y colocarme en una posición vulnerable para admitir mis debilidades en voz alta. Sin embargo, el expresar mi problema a otra persona me ayudó a encontrar más claridad y soluciones.
Me he instruido mediante fuentes de ayuda edificantes para entender mis patrones de pensamiento y el modo de mejorar. También he aprendido que hacer ejercicio regularmente marca una gran diferencia. En el pasado, hacía ejercicio porque odiaba mi cuerpo y quería cambiarlo. Ahora hago ejercicio porque me encanta sentirme bien y tener más energía.
Mis cambios fueron más eficaces porque reconocía que el Salvador me sostenía en vez de condenarme. Antes, al estudiar las Escrituras, al orar y al asistir al templo me sentía llena de vergüenza y se limitaba mi crecimiento espiritual. Ahora, mis oraciones son más genuinas y sinceras porque no me oculto del Señor.
Elegir qué voz seguir
También tuve que decidir qué era lo importante y a quién había de escuchar. Nuestro mundo, nuestros vecindarios y nuestras plataformas de las redes sociales tienen muchas expectativas en cuanto a cómo actuar, cómo verse, cómo ser padres, cómo hablar, etc. Sencillamente es imposible lograr la aprobación universal.
Pero, ¿saben quién más afrontó la desaprobación? Jesucristo. Él era bondadoso, compasivo y perfecto, pero no ganó ningún concurso de popularidad. De hecho, el escoger mostrar Su amor por ciertas personas a menudo le costó el respeto de las demás. He tenido que aceptar que no puedo complacer a todos y que, más bien, debo esforzarme por complacer a Dios.
Prestar atención a mis pensamientos
La meta de amarnos a nosotros mismos jamás consiste en justificar las omisiones, racionalizar el pecado ni caer en la autocomplacencia. Reconozco que ciertos sentimientos negativos pueden ayudarme, tal como la tristeza que es según Dios, pero no debo regodearme en ella, porque eso no es progresar.
El élder Neil L. Andersen, del Cuórum de los Doce Apóstoles, dijo:
“La culpa tiene una importante función, ya que nos alerta de cambios que debemos hacer, pero solo nos lleva hasta cierto punto.
“La culpa es como la batería de un automóvil que funciona a gasolina; puede accionar el auto, arrancar el motor y encender las luces, pero no brinda el combustible para el largo viaje que aguarda. La batería, por sí sola, no es suficiente, ni tampoco lo es la culpa”2. Debo prestar atención para no caer en patrones de pensamiento negativos y, más bien, debo centrarme en amar a Cristo y amarme a mí misma.
Dejar esa carga a los pies de mi Salvador ha sido un proceso, pero está funcionando. Los pequeños cambios que he hecho, muchos de ellos dentro de la cabeza, marcan una enorme diferencia debido a la gracia del Salvador.
Estoy agradecida de que la esencia del Evangelio gire en torno al amor. El amor de Dios, el amor por los demás y el amor por mí misma.