1990–1999
Testigos de Cristo
Octubre 1990


Testigos de Cristo

Hace poco recibí una carta de un miembro de la Iglesia en la que hacia una pregunta algo extraña. Decía: “¿Tengo derecho de testificar del Salvador? ¿O sólo los Doce tienen ese privilegio?” En respuesta os diré algunas ideas mas a fin de especificar por que todo miembro de esta Iglesia debe dar testimonio de Jesucristo.

En el principio Dios mandó a Adán: “… harás todo cuanto hicieres en el nombre del Hijo, y te arrepentirás e invocaras a Dios en el nombre del Hijo para siempre jamas” (Moisés 5:8). Entonces, el Espíritu Santo, “que da testimonio del Padre y del hijo”, descendió sobre Adán y Eva, y ellos “bendijeron el nombre de Dios, e hicieron saber todas las cosas a sus hijos e hijas” (Moisés 5:9, 12).

Mas adelante, Enoc relató que Dios le había enseñado a Adán que todos debían arrepentirse y ser bautizados en el nombre de Jesucristo, cuyo sacrificio expiatorio hizo posible el perdón de los pecados, y que ellos debían enseñar esas cosas a sus hijos (véase Moisés 6:52-59).

Y así, nuestros primeros padres establecieron el modelo; primero recibieron un testimonio del Espíritu Santo y luego testificaron del Padre y del Hijo a los que les rodeaban.

El profeta Nefi describió el bautismo como una ocasión en que las personas testifican al Padre que están dispuestos a tomar sobre sí el nombre de Cristo (véase 2 Nefi 31:13). Asimismo, el Señor ha dicho que los que deseen ser bautizados en esta dispensación deben “ [venir] con corazones quebrantados y con espíritus contritos, y [testificar] ante la iglesia que … están dispuestos a tomar sobre sí el nombre de Jesucristo” (15. y (z. 20:37; véase también Moroni 6:3). Renovamos esa promesa cuando tomamos la Santa Cena (véase D. y C. 20:77; Moroni 4:3).

También testificamos de Cristo al ser miembros de la Iglesia que lleva Su nombre (véase 3 Nefi 27:7i D. y C. 115:4).

Se nos ha mandado orar al Padre en el nombre de su Hijo Jesucristo (véase 3 Nefi 18:19, 21, 23; véase también Moisés 5:8), y hacer todas las cosas “en el nombre de Cristo” (D. y C. 46:31).

Si seguimos estos mandamientos, somos testigos de Jesucristo por medio de nuestro bautismo, al unirnos como miembros a su Iglesia, al participar de la Santa Cena y al orar y obrar en su nombre.

Pero nuestro deber como testigos de Jesucristo exige mas que todo eso, y me temo que algunos no estemos haciendo lo que debemos. Los miembros podemos llegar a estar tan ocupados con nuestras tareas que corremos el riesgo de olvidarnos de testificar de Cristo.

En una carta que recibí de un miembro de los Estados Unidos, él describe lo que oyó en su reunión de ayuno y testimonio:

“En esa reunión escuche diecisiete testimonios y nunca oí nombrar a Jesús o que se refirieran a Él en forma alguna. Pensé que quizás estaba en otra iglesia, pero no podía ser porque tampoco se mencionaba a Dios …

“El domingo siguiente volví a la iglesia. Fui a la clase del sacerdocio y a la de Doctrina del Evangelio y escuché a siete oradores en la reunión sacramental, pero no oyó el nombre de Jesús ni que hablaran de Él.”

Tal vez esa descripción sea exagerada, y sin duda es excepcional. La cito porque es una clara advertencia para todos.

Para contestar la pregunta:

“¿Cuales son los principios fundamentales de su religión?”, el profeta José Smith dijo:

“Los principios fundamentales de nuestra religión son el testimonio de los apóstoles y profetas concernientes a Jesucristo: que murió, fue sepultado, se levantó al tercer día y ascendió a los cielos; y todas las otras cosas que pertenecen a nuestra religión son únicamente dependencias de esto.” (Enseñanzas del Profeta José Smith, pág. 141.)

Cuando Alma habló a un grupo de creyentes junto a las aguas de Mormón, les enseñó los deberes de aquellos que estaban deseosos de “entrar en el redil de Dios y ser llamados su pueblo” (Mosíah 18:8). Uno de esos deberes era “ser testigos de Dios a todo tiempo, y en todas las cosas y en todo lugar en que [estuviesen], aun hasta la muerte” (Mosíah 18:9).

¿Cómo pueden los miembros ser testigos? Los primeros Apóstoles fueron testigos oculares del ministerio y de la resurrección del Salvador (véase Hechos 10:39-41). Él les dijo: “… y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra” (Hechos 1:8; véase también 10:42-43). No obstante, les advirtió que testificaran después de haber recibido el Espíritu Santo (véase Hechos 1:8; véase también Lucas 24:49).

Ser un testigo ocular no era suficiente; hasta el testimonio de los Apóstoles originales debía basarse en el testimonio del Espíritu Santo. Un profeta nos ha dicho que el testimonio del Espíritu Santo deja en nuestra alma una impresión mas profunda que la “visita de un ángel”. (Joseph Fielding Smith, Doctrina de Salvación, tomo I, pág. 42 [1978]). Y la Biblia enseña que cuando testificamos basándonos en ese testimonio, el Espíritu Santo manifiesta la verdad a aquellos que escuchen nuestras palabras. (Véase Hechos 2; 10:44-47.)

Cuando Pedro y los otros Apóstoles fueron llevados ante las autoridades civiles, él testificó que Jesucristo era un “Príncipe y Salvador, para dar a Israel arrepentimiento y perdón de pecados” (Hechos 5:31). Luego Pedro agregó: “Y nosotros somos testigos suyos de estas cosas, y también el Espíritu Santo, el cual ha dado Dios a los que le obedecen” (vers. 32). La misión del Espíritu Santo es testificar del Padre y del Hijo (véase 2 Nefi 31:18; 3 Nefi 28:11; D. y C. 20:27). Por lo tanto, todo el que haya recibido el testimonio del Espíritu Santo tiene el deber de darlo a conocer a los demás.

Los Apóstoles tienen el llamamiento y la ordenación de ser testigos del nombre de Cristo en todo el mundo (véase D. y C. 101:23), pero él deber de testificar de Cristo en todo tiempo y en todo lugar le corresponde a todo miembro que haya recibido el testimonio del Espíritu Santo.

El libro de Lucas registra dos ejemplos. En obediencia a la ley de Moisés, José y María llevaron al Niño Jesús al templo de Jerusalén a los 40 días, para presentarlo al Señor Allí, dos ancianos y espirituales obreros del templo recibieron un testimonio de su identidad y testificaron de Él. Simeón, que había sabido por revelación del Espíritu Santo que no moriría antes que viese al Mesías, tomó al niño en sus brazos y testificó de su misión divina (véase Lucas 2:25-35). Ana, llamada en las Escrituras “profetisa” (Lucas 2:36), reconoció al Mesías “y hablaba del niño a todos los que esperaban la redención en Jerusalén” (Lucas 2:38).

Ana y Simeón vieron con sus propios ojos al niño, pero, así como los Apóstoles, el conocimiento de Su misión lo recibieron por medio del Espíritu Santo. “El testimonio de Jesús es el espíritu de la profecía” (Apoc. 19:10.) Por lo tanto, podemos decir que cuando ellos recibieron ese testimonio, Simeón era profeta y Ana profetisa. Ambos cumplieron su deber de testificar a los que estaban allí. Como dijo Pedro: “De [Cristo] dan testimonio todos los profetas” (Hechos 10:43). A esto se refirió Moisés cuando deseó que “todo el pueblo de Jehová fuese profeta, y que Jehová pusiera su espíritu sobre ellos” (Núm. 11:29).

Las Escrituras describen otras ocasiones en que miembros comunes de la Iglesia, tanto hombres como mujeres, testificaron de Cristo. En el Libro de Mormón se habla del rey Lamoni y de su esposa, que testificaron de su Redentor (véase Alma 19). La Biblia describe cuando se derramó el Espíritu Santo sobre los parientes y amigos de Cornelio, y “que magnificaban a Dios” (véase Hechos 10: 24, 46).

Nuestro deber de testificar del Salvador y de atestiguar de que es el Hijo de Dios, como nos lo indican las Escrituras, lo han afirmado los profetas actuales.

Se nos dice que los mandamientos se han dado y el evangelio se ha proclamado para “que todo hombre pueda hablar en el nombre de Dios el Señor, el Salvador del mundo” (D. y C. 1:20).

Los dones espirituales llegan por el poder del Espíritu Santo para beneficio de los fieles. Uno de esos dones es “saber que Jesucristo es el Hijo de Dios, y que fue crucificado por los pecados del mundo” (D. y C. 46:13). Los que reciben ese don tienen el deber de testificar de él. Sabemos esto porque inmediatamente después de describir el don de saber que Jesucristo es el Hijo de Dios, el Señor dice: “… a otros les es dado creer en las palabras de aquellos, para que también tengan vida eterna, si continúan fieles” (D. y C. 46: 14; véase también 3 Nefi 19:28). Los que tengan el don de saber deben testificar para que los que tengan el don de creer en sus palabras gocen el beneficio de ese don.

Hablando a los primeros misioneros de esta dispensación, el Señor dijo: “… mas con algunos no estoy complacido, porque no quieren abrir su boca, sino que esconden el talento que les he dado, a causa del temor de los hombres. ¡Ay de estos!, porque mi enojo esta encendido en contra de ellos” (D. y C. 60:2).

En contraste, el Señor hizo esta gran promesa a los que fueran valientes en dar testimonio: “… porque yo os perdonare vuestros pecados con este mandamiento: que os conservéis firmes … en dar testimonio a todo el mundo de las cosas que os son comunicadas” (D. y C. 84:61).

Esta advertencia y promesa fue dirigida en especial a los misioneros; sin embargo, hay otros pasajes de las Escrituras que también se aplican a los miembros.

En su visión de los espíritus de los muertos, el presidente Joseph F. Smith describe “los espíritus de los justos” como los “que habían sido fieles en el testimonio de Jesús mientras vivieron en la carne” (D. y C. 138:12).

En contraste, en su visión de los tres grados de gloria, el profeta José Smith describió las almas que van al reino terrestre como “los hombres honorables de la tierra …” que no eran “valientes en el testimonio de Jesús” (D. y C. 76:75, 79).

¿Qué significa ser “valientes en el testimonio de Jesús”? Sin duda quiere decir guardar sus mandamientos y servirle. ¿Pero no querrá decir también testificar de Jesucristo, nuestro Salvador y Redentor, a los creyentes así como también a los que no lo sean? De la misma manera que el apóstol Pedro enseñó a los santos de su época, nosotros también debemos santificar “a Dios el Señor en [nuestros] corazones, y [estar] siempre preparados para presentar defensa con mansedumbre y reverencia ante todo el que [nos] demande razón de la esperanza que hay en [nosotros]” (1 Pedro 3:15).

Todos necesitamos ser valientes en el testimonio de Jesús. Como creyentes en Cristo, afirmamos la verdad del testimonio de Pedro en el nombre de Jesús de Nazaret, “porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos” (Hechos 4:12; véase también D. y C. 109:4). Sabemos por las revelaciones modernas que sólo podemos venir al Padre en Su nombre (véase D. y C. 93: 19). En el Libro de Mormón leemos que la salvación “ha de venir en y por medio de la sangre expiatoria de Cristo, el Señor Omnipotente” (Mosíah 3: 18; véase también Moisés 6:52, 59).

A los que estáis consagrados al Señor Jesucristo, os digo que nunca hubo una necesidad mayor de profesar nuestra fe, tanto en privado como en publico.

Cuando el evangelio fue restaurado, las religiones de este país estaban inflamadas de fervor con el testimonio de Jesús, el Hijo divino de Dios y Salvador del mundo. Es verdad que la plenitud de su doctrina y el poder de su sacerdocio no estaban en la tierra, pero había muchos hombres y mujeres buenos y honorables que fueron valientes en su testimonio de Jesús. Nuestros primeros misioneros enfocaron su mensaje en la Restauración-el llamamiento del profeta José Smith y la restauración del sacerdocio-ya que podían dar por sentado que la mayoría de aquellos a los que enseñaban creían que Jesucristo era nuestro Salvador.

Hoy, nuestros misioneros no pueden confiarse en eso. Todavía hay muchas personas temerosas de Dios que testifican de la divinidad de Jesucristo. Pero hay muchas mas, hasta en las iglesias cristianas, que dudan de su existencia o niegan su divinidad. Al ver el deterioro que ha habido en la fe religiosa en la época de mi propia vida, creo sin duda que nosotros, que somos miembros de Su Iglesia, tenemos que ser cada vez más valientes en nuestro testimonio de Jesús.

Hace casi veinte años, el presidente Harold B. Lee dijo: “Hace cincuenta años o más, cuando era misionero, nuestra mayor responsabilidad era defender la gran verdad de que el profeta José Smith fue divinamente llamado e inspirado y que el Libro de Mormón era la palabra de Dios.

“Pero aun en esa época había inconfundibles evidencias de que estaba llegando al mundo religioso una duda acerca de la Biblia y hasta del divino llamamiento del Maestro. Ahora, cincuenta años después, nuestra mayor responsabilidad es defender la misión divina de nuestro Señor y Maestro, Jesucristo, porque a nuestro derredor, aun entre los que dicen que profesan la fe cristiana, están los que no quieren defender con firmeza la gran verdad de que nuestro Señor y Maestro, Jesucristo, es el Hijo de Dios.” (Discurso pronunciado el 10 de octubre de 1971, dirigido a los estudiantes Santos de los Ultimos Días de la Universidad del Estado de Utah.)

Nuestro conocimiento de la divinidad, resurrección y expiación de Jesucristo se hace mas cierto y real cada año que pasa. Por eso el Señor inspiró a su profeta, Ezra Taft Benson, para que nos inste repetidamente acerca del estudio y el testimonio del Libro de Mormón, cuya misión es “convencer al judío y al gentil de que Jesús es el Cristo, el eterno Dios” (Libro de Mormón, portada).

Vivimos en una época en que muchos que se dicen cristianos tienen un interés al cual le dan mas importancia que a Cristo mismo. Por ejemplo, hace poco, una revista nacional hizo un reportaje sobre la innovación que hizo el nuevo obispo de una iglesia cristiana. Sus ministros han consagrado siempre los emblemas del cuerpo y la sangre de Jesucristo en el nombre del “Padre, del Hijo, y del Espíritu Santo”. Sin embargo, en un esfuerzo por usar palabras sin genero, este nuevo obispo comenzó a consagrar la eucaristía en el nombre de la “Fuerza creadora, Redentora, y Sostenedora” (“Fretful Murmur in the Cathedral”, Insight, 24 de abril de 1989, pág. 47). Tales cambios en las creencias cristianas demuestran hasta que punto algunos se niegan a testificar de Jesucristo, el Hijo de Dios.

Aun cuando no es probable que los fieles Santos de los Ultimos Días hagan cosas así, debemos estar en guardia contra descuidadas omisiones en nuestro testimonio personal de Jesús, en nuestro estudio, y en nuestros servicios de adoración y fúnebres.

Además, todos tenemos muchas oportunidades de proclamar nuestra creencia a amigos y vecinos, compañeros de trabajo y a otras personas. Ruego que aprovechemos esas oportunidades para expresar nuestro amor por el Salvador, nuestro testimonio de su divina misión y nuestra determinación de servirle.

Si lo hacemos, podremos decir, como el apóstol Pablo: “Porque no me avergüenzo del evangelio, porque es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree” (Romanos 1:16).

Y podemos decir, como el profeta Nefi: “Y hablamos de Cristo, nos regocijamos en Cristo, predicamos de Cristo, profetizamos de Cristo … para que nuestros hijos sepan a que fuente han de acudir para la remisión de sus pecados” (2 Nefi 25:26).

Yo testifico de Jesucristo, el Señor Dios de Israel, la luz y la vida del mundo, y afirmo la verdad de su evangelio, en el nombre de Jesucristo. Amén.