La Ley Real
“El ayudar, el dar, el sacrificarse son, o deberían ser, tan naturales como el crecer y el respirar.”
En el cuarto capitulo del libro de Alma esta un pasaje que atesoro y del cual quisiera ser digno: “… no le faltó el Espíritu del Señor” (Alma 4:15).
A sólo unos metros de este hermoso tabernáculo donde los santos se han congregado desde la década de 1860 para la conferencia, se encuentra un centro para visitantes. En este centro se puede ver a través de la hermosa y ancha ventana de dos pisos de altura una estatua de Cristo, de Thorvaldsen, esculpida según el modelo del original que esta en Copenhague, Dinamarca, y muy conocido a través del mundo como una representación clásica del Señor Jesucristo. En la base de la estatua se encuentran las palabras en danés: Kommer Til Mig, “Venid a mi”.
Esa invitación es la misión central de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.
Deseamos recibir y ayudar a que otros acepten la invitación que se hace en las Escrituras de que “… vinieseis a Cristo, el cual es el Santo de Israel, y participaseis de su salvación y del poder de su redención” (Omni 1:26). Sabemos que El es “el camino, y la verdad, y la vida; [y que] nadie viene al Padre, sino por [El]” (Juan 14:6).
Mi testimonio personal es que Jesucristo es el Hijo de Dios, el Unigénito en la carne, el Buen Pastor, el Ejemplo; que es nuestro Intermediario para con el Padre, nuestro Redentor y nuestro Salvador.
Junto a Juan, de la antigüedad, testificamos que “… el Padre ha enviado al Hijo, el Salvador del mundo” (l Juan 4:14).
Nos regocijamos en la maravillosa unión de principio y hecho en Su vida. El Salvador enseñó preceptos de perfeccionamiento espiritual y los practicó y los aplicó con perfección. El pudo declarar con autoridad que era la luz y el ejemplo que la gente debía seguir: “… yo os he dado el ejemplo.
“He aquí, yo soy la luz que debéis sostener en alto: aquello que me habéis visto hacer” (3 Nefi 18:16, 24).
Lo que El hizo, según leemos en un hermoso versículo del libro de Mateo, fue ir a “… toda Galilea, enseñando … y predicando el evangelio del reino, y sanando toda enfermedad” (Mateo 4:23). Mateo también registró que, al aproximarse los acontecimientos finales de su ministerio en la tierra, Jesús enseñó a sus seguidores la parábola de las ovejas y los cabritos, representando el juicio por venir, en el que El identifica claramente a aquellos que heredaran la “vida eterna” y a aquellos que irán “al castigo eterno” (Mateo 25:46). La diferencia clave fue que aquellos que heredaran el reino con El habrían desarrollado el habito de ayudar, habrían experimentado el gozo de dar y la satisfacción de servir: habrían respondido a las necesidades del hambriento, del sediento, del desamparado, del desnudo, del enfermo y de los encarcelados. Son bien conocidas las palabras de consuelo a tales personas “… en cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos mas pequeños, a mi lo hicisteis” (Mateo 25:40), mientras que a los que iban a ser condenados “al castigo eterno” hizo el triste pronunciamiento: “… en cuanto no lo hicisteis a uno de estos mas pequeños, tampoco a mi lo hicisteis” (Mateo 25:45; cursiva agregada).
No hay mas claro que el gran hincapié que el Salvador hizo en el servicio desinteresado a los demás como un elemento indispensable de la conducta cristiana y de la salvación. El ayudar, el dar, el sacrificarse son, o deberían ser. tan naturales como el crecer y el respirar.
No hace mucho encontré una declaración importante pronunciada por el presidente Clark desde este púlpito, hace cincuenta y cinco años, sobre estos asuntos:
“Cuando el Salvador vino a la tierra, tenía dos grandes misiones; una era cumplir con Su obra de Mesías: llevar a cabo la redención de la Caída y el cumplimiento de la ley; la otra era la obra que realizó entre sus hermanos en la carne aliviando sus sufrimientos … Dejo como patrimonio a aquellos que habían de venir después de El en Su Iglesia el continuar realizando esas dos grandes obras: la de aliviar los males y los sufrimientos a la humanidad, y la de enseñar las verdades espirituales que nos han de llevar nuevamente a la presencia de nuestro Padre Celestial” (presidente J. Reuben Clark, hijo, en Conference Report, abril de 1937, pág. 22)
Su misión divina como el Mesías es el asunto de mayor magnitud para nosotros. Es el foco de los mensajes de esta conferencia, de nuestra religión, de nuestras vidas. El Libro de Mormón explica claramente que “… es sobre la roca de nuestro Redentor, el cual es Cristo, el Hijo de Dios, que debéis establecer vuestro fundamento” (Helamán 5:12).
Jesús enseñó claramente que nosotros tenemos una responsabilidad personal de prepararnos a fin de lograr el cumplimiento de nuestras posibilidades eternas. La Expiación, aunque es un don gratuito, requiere que lo recibamos en la forma en que El lo prescribe, y nos dio el modelo. Juan escribe que “… Jesús vino de Nazaret de Galilea, y fue bautizado por Juan en el Jordán” (Marcos 1:9). Esa ordenanza sagrada fue confirmada por el Espíritu, y el Padre habló desde los cielos para decir: “… Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia” (Mateo 3;17). Al comenzar Su ministerio público, “… comenzó Jesús a predicar, y a decir: Arrepentíos, porque el reino de los ciclos se ha acercado” (Mateo 4: 17). A Nicodemo, el fariseo, Cristo dijo: “… el que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios” (Juan 3:5; véanse los versículos 1–9).
Las Escrituras enseñan claramente que hay mas en el plan de Cristo de lo que frecuentemente se declara. Pedro y los demás entendieron muy bien estas verdades. Aquellos dijeron que el día de Pentecostés habían sido tocados en el corazón por el Espíritu y por el poderoso testimonio de Pedro: “… Varones hermanos, ¿qué haremos?” (Hechos 2:37).
La respuesta de Pedro fue simple y fácil de entender: “… Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo” (Hechos 2:38).
El presidente Clark, en la declaración que mencioné anteriormente, se refirió a la segunda misión vital de Cristo: esa obra desinteresada “de aliviar los males y los sufrimientos a la humanidad”, que el Maestro declaró claramente que era tan importante como los demás elementos de Su mensaje al tratar de lograr la vida eterna. En el Sermón del Monte y a través de Sus enseñanzas recalcó que El y nuestro Padre están interesados en la clase de personas que somos. El Sermón termina, como lo recordaréis, con la parábola de una casa construida sobre un fundamento de roca y otra construida sobre la arena. (Véase Mateo 7:24–27.)
En repetidas oportunidades Jesús se refirió a la antigua ley por la cual habían sido gobernados y luego ajustó esas enseñanzas dentro del contexto mayor y mas sagrado de la ley de amor que había venido a predicar entre los hijos de Dios. No se conformaba con los antiguos niveles de concepto y conducta; El deseaba que aquellos que eran la sal de la tierra, la luz del mundo, se elevaran a niveles mas sublimes que lo que requería la ley antigua: “Oísteis que fue dicho a los antiguos … Pero yo os digo …” (Mateo 5:21, 22). Les enseñó que “… si vuestra justicia no fuere mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos” (Mateo 5:20).
Luego vino la pregunta directa: “… ¿qué hacéis de mas?” (Mateo 5:47). Sus enseñanzas explican la clase de personas que se espera que seamos en nuestra relación no sólo con el Todopoderoso, sino con nuestras familias y semejantes, y con nosotros mismos.
Cristo estableció la norma de nuestra responsabilidad al contestar al que preguntaba con malicia: “… ¿cuál es el gran mandamiento en la ley?” (Mateo 22:36). Jesús dijo que el amar a Dios con corazón, alma y mente es “… el primero y gran mandamiento? (Mateo 22 38) y el amor al prójimo, el segundo, y agregó: “De estos dos mandamientos depende toda la ley y los profetas” (Mateo 22:40).
El apóstol Santiago llamó al segundo gran mandamiento la “ley real” (Santiago 2:8) y Pablo les dijo a los gálatas que “… toda ley en esta sola palabra se cumple: Amaras a tu prójimo como a ti mismo” (Gálatas 5:14).
La parábola del buen samaritano proveyó la respuesta a la siguiente pregunta del interprete de la ley “… ¿Y quien es mi prójimo?” (Lucas 10:29) de los tres viajeros que pasaron, el samaritano fue el que ayudó, porque esa era la clase de hombre que era. Había adquirido la costumbre de ayudar a los demás después de repetidas experiencias prestando servicio a sus semejantes, estando al tanto de sus necesidades y haciendo algo positivo por satisfacerlas.
En los difíciles días en que vivimos, todavía abunda notable evidencia de la humanidad del hombre. Se ve en el servicio compasivo que se brinda en cada barrio y estaca de la Iglesia a través de las hermanas de la Sociedad de Socorro, los grupos de Mujeres Jóvenes y de niños, los quórumes del sacerdocio, los maestros orientadores, las maestras visitantes, los Boys Scouts; en el hecho de que cada misionero alrededor del mundo, como parte de su llamamiento, se compromete a prestar servicio comunitario regular, servicio cristiano. Se manifiesta también en las grandes obras de nuestros jóvenes representantes en los campos de refugiados. La Iglesia misma ha respondido a las necesidades de gran escala locales, nacionales e internacionales, y como personas y familias cristianas luchamos por entender y llevar a cabo nuestras responsabilidades divinas de marchar “… rectamente ante Dios, ayudándose el uno al otro … según sus necesidades y menesteres” (Mosíah 18:29).
Poco antes de morir, José Smith escribió estas palabras: “Es nuestra responsabilidad alimentar al hambriento, vestir al desnudo, proveer para la viuda, enjugar las lágrimas del huérfano, consolar al afligido, ya sea en esta Iglesia o en cualquier otra, o en ninguna iglesia, pero donde sea que los encontremos” (Time and Seasons, 16 de marzo de 1842, pág. 732).
Hace algunos días tuvimos nuevamente el honor de recibir como huésped en nuestro hogar a un hombre noble y apacible de Mali, Africa Occidental, un élder de la Iglesia, quien ha enseñado a su gente a hacer pozos y a utilizar el agua de esos pozos en huertos que milagrosamente producen verduras frescas y granos que crecen en tierras que hasta ese entonces sólo producían, después de arduo trabajo, una escasa cosecha. Se han introducido programas de enseñanza de lectura y salubridad.
Acuden a mi mente muchos otros ejemplos del poder de la misión de Cristo; relataré sólo uno o dos. Hace algunos años tuve el privilegio de dedicar una capilla edificada por la Iglesia en la colonia de leprosos Kalaupapa, en la isla de Molokai de las islas hawaianas. La experiencia fue dulce, emotiva e inolvidable.
Uno de los momentos culminantes fue un numero musical presentado por el coro de la rama, integrado por la mayoría de sus miembros. Salieron de entre la congregación, a duras penas, muchos de ellos con la ayuda de otros, hasta el frente del pequeño y atractivo edificio. Se acomodaron como coro, algunos de ellos literalmente recostados el uno contra el otro en busca de apoyo. Nunca olvidaré esa escena. Muchos eran ciegos y muchos cojos y lisiados. Literalmente se sostenían unos a otros mientras cantaban himnos de adoración y agradecimiento a Dios.
Muchos lloraron en Kalaupapa ese día.
Al acercarse la época de la Pascua de Resurrección, permitidme compartir con vosotros la historia de Philip, un niño de once años, con retardo mental, que estaba en la clase de la Escuela Dominical con ocho niños mas.
El domingo de Pascua la maestra llevó a la clase un huevo vacío de plástico para cada uno de los niños. Les pidió que salieran a los jardines alrededor del edificio y pusieran en el huevo algo que les recordara el significado de la Pascua de Resurrección.
Todos regresaron jubilosos, y a medida que abrían cada huevo, se oían aclamaciones de alegría al ver una mariposa, una ramita, una flor, una hoja de césped. Luego abrieron el ultimo huevo era el de Philip, ¡y estaba vacío!
Algunos de los niños se mofaron de Philip, mas el dijo: “Pero, maestra, la tumba estaba vacía”.
Un articulo en el diario que anunció el fallecimiento de Philip unos pocos meses después decía que al final del funeral ocho niños se habían encaminado hacia el pequeño ataúd y habían depositado encima un gran huevo vacío, con una cinta que decía: “La tumba estaba vacía”.
Junto con Juan, de la antigüedad, damos nuestro testimonio especial de que “el Padre ha enviado al Hijo, el Salvador del mundo” (1 Juan 4:14), y que una parte muy importante de Su sagrada misión fue la de enseñarnos cómo amarnos y servirnos los unos a los otros.
Agradezco a Dios el Santo Salvador, el Cristo caritativo, en el nombre de Jesucristo. Amén.