1990–1999
Aprendamos, Hagamos, Seamos
Abril 1992


Aprendamos, Hagamos, Seamos

“Recordad que esta obra no es únicamente nuestra; es la obra del Señor, y cuando estamos al servicio del Señor, tenemos derecho a recibir Su ayuda.”

Verdaderamente es un real sacerdocio el que se ha reunido esta noche. El Tabernáculo de la Manzana del Templo esta repleto y hay gente en el Salón de Asambleas, así como en las capillas de varios países del mundo. Probablemente, esta sea la asamblea mas grande de poseedores del sacerdocio en la historia. Es inspirador ver vuestra devoción hacia vuestros llamamientos sagrados; es evidente que deseáis aprender vuestro deber. La pureza de vuestra alma hace acercar el cielo a vosotros y vuestra familia.

Estos son tiempos económicos difíciles. Las reducciones de personal, las cesantías en gran escala y el resultante traslado de familias presentan serios problemas.

Debemos asegurarnos de que aquellos de quienes seamos responsables no pasen hambre, ni necesidad de ropa o de vivienda. Cuando el sacerdocio de esta Iglesia trabaja en unión para resolver estas desagradables condiciones, ocurren poco menos que milagros.

Exhortamos a todos los Santos de los Últimos Días a ser prudentes para planear, conservadores en su estilo de vida y a evitar las deudas excesivas o innecesarias. Los asuntos financieros de la Iglesia se administran de ese modo, porque sabemos que vuestros diezmos y otras contribuciones no llegan a nuestras manos sin sacrificio, y son fondos sagrados.

Hagamos de nuestro hogar un santuario de rectitud, un lugar de oración y morada de amor, a fin de merecer las bendiciones que sólo pueden venir de nuestro Padre Celestial. Necesitamos Su guía en nuestra vida cotidiana.

En este inmenso grupo hay poder del sacerdocio y capacidad para dar a conocer a otros el glorioso evangelio. Tenemos las manos necesarias para levantar a los demás de la pasividad y la inactividad; tenemos el corazón para servir fielmente en nuestros llamamientos del sacerdocio y así inspirar a otros a caminar por senderos mas altos y evitar los pantanos del pecado que amenazan tragar a tantas personas. El valor de las almas es ciertamente grande a la vista de Dios. Armados con este conocimiento, tenemos el preciado privilegio de llevar a cabo un cambio en la vida de otros. Estas palabras de Ezequiel podrían aplicarse a todos nosotros, los que seguimos al Salvador en esta sagrada obra:

“Os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros …

“Y pondré dentro de vosotros mi Espíritu, y haré que andéis en mis estatutos, y guardéis mis preceptos, y los pongáis por obra.

“Habitaréis en la tierra que di a vuestros padres, y vosotros me seréis por pueblo, y yo seré a vosotros por Dios” (Ezequiel 36:26–28).

¿Como podemos merecer esa promesa? ¿Que nos hará dignos de recibir esa bendición? ¿Tenemos alguna guía para seguir? Quiero sugerir que consideremos tres preceptos que se aplican al diácono lo mismo que al sumo sacerdote, todos están a nuestro alcance. El bondadoso Padre Celestial nos ayudara en nuestro empeño.

Primero: Aprendamos lo que debemos aprender.

Segundo: Hagamos lo que debemos hacer.

Tercero: Seamos lo que debemos ser.

Analicemos con cierto detalle estos objetivos a fin de ser siervos útiles a los ojos de nuestro Señor.

  1. Aprendamos lo que debemos aprender. El apóstol Pablo nos apremió en nuestros esfuerzos por aprender. El dijo a los filipenses:

“… pero una cosa hago: olvidando ciertamente lo que queda atrás, y extendiéndome a lo que esta delante,

“prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús” (Filipenses 3:13–14).

Y a los hebreos exhortó, diciendo:

“… despojémonos … del pecado … y corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante, “puestos los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe …” (Hebreos 1 2: 1–2).

El presidente Stephen L Richards hablaba a menudo a los poseedores del sacerdocio y el hizo hincapié en esta filosofía pertinente. El declaró:

“Por lo general, el sacerdocio se define sencillamente como ‘el poder de Dios delegado al hombre’. Creo que esa definición es correcta, pero, por razones practicas, me gusta definirlo en términos de servicio, y con frecuencia lo llamo ‘el plan perfecto de servicio’, y lo llamo así porque pienso que sólo por el empleo del divino poder conferido al hombre puede este tener la esperanza de llegar a comprender la importancia y la vitalidad plenas de esta investidura. Es un instrumento de servicio … y es posible que el hombre que no lo use lo pierda, pues se nos dice claramente en una revelación que el que lo descuide ‘no será considerado digno de permanecer’ (D. y C. 107:100).

“El sacerdocio no es estacionario y la ordenación de un hombre no es una investidura estacionaria. Quizás haya quienes lo consideren así, pues hay hombres que parecen orgullosos y contentos por el solo hecho de haber recibido la ordenación.

“Me imagino a ese hombre yendo a la presencia del gran Juez Eterno y diciéndole mas o menos esto: ‘Estando en la tierra era sumo sacerdote; ahora he venido a reclamar mi recompensa de sumo sacerdote’. No creo que sea difícil imaginar la respuesta que recibiría. Con toda seguridad, se le harían preguntas como estas: “Que hiciste mientras eras sumo sacerdote? Cómo utilizaste ese gran poder que poseías? ¿A quien bendijiste con el?’ Su recompensa se basaría en las respuestas que diera a ese interrogatorio”.’

En febrero de 1914 la Primera Presidencia, compuesta por Joseph F. Smith, Anthon H. Lund y Charles W. Penrose, declaró lo siguiente;

“El sacerdocio no se confiere para el honor ni el engrandecimiento de los hombres, sino para el ministerio de servicio entre aquellos por quienes los poseedores de esa sagrada comisión son llamados a servir …

“Los títulos de honor divinos, mayores que las distinciones humanas, que se relacionan con los diversos oficios y las órdenes del Santo Sacerdocio no se deben emplear ni considerar al mismo nivel que los títulos de los hombres; aquellos no son para ostentación, ni son una expresión de dominio, sino mas bien de un nombramiento al humilde servicio en la obra del Maestro a quien profesamos servir”.

El presidente Harold B. Lee, uno de los grandes maestros de la Iglesia, dio su consejo en términos fáciles de entender: “Cuando se es poseedor del sacerdocio, uno se convierte en un agente del Señor, y debe considerar su llamamiento como si hubiera recibido su mandato del Señor”.

Quizás algunos de vosotros sois tímidos por naturaleza u os consideráis inadecuados para responder afirmativamente a un llamamiento. Recordad que esta obra no es únicamente nuestra; es la obra del Señor, y cuando estamos al servicio del Señor, tenemos derecho de recibir Su ayuda. Sabed que El fortalecerá las espaldas para que lleven la carga que se coloque sobre ellas.

Aunque la sala de clases sea a veces intimidante, parte de la enseñanza mas eficaz se realiza en otros lugares, aparte de la capilla o la sala de clases. Recuerdo muy bien a un grupo de poseedores del Sacerdocio Aarónico que, hace unos años, por esta época, esperaban ansiosos una salida anual para conmemorar la restauración del Sacerdocio Aarónico. Los autobuses llenos de jóvenes de nuestra estaca viajaron unos ciento cincuenta kilómetros hasta el cementerio de Clarkston, donde visitamos la tumba de Martin Harris, uno de los tres testigos del Libro de Mormón. Mientras rodeábamos la hermosa lapida de granito que señala el sepulcro, el élder Glen L. Rudd, que era miembro del sumo consejo, habló de los antecedentes de Martin Harris, leyó su testimonio en el Libro de Mormón, y luego, testificó el mismo de su veracidad. Los jóvenes escuchaban atentamente, tocaron la lapida y todos meditamos sobre lo que habíamos oído y lo que habíamos sentido.

Después, disfrutamos de un buen almuerzo en un parque de Logan. Entonces, el grupo de jovencitos se recostó en el prado que rodea el Templo de Logan para contemplar las agujas del edificio; había nubes que pasaban junto a las torres, movidas por una suave brisa. Allí se enseñó el propósito de los templos; los convenios y las promesas cobraron un significado que va mas allá de las palabras, y en el corazón de los jóvenes penetró el deseo de ser dignos de entrar por las puertas del templo. El cielo se acercó mucho aquel día. Ciertamente, se aprendió lo que se debía aprender.

  1. Hagamos lo que debemos hacer. En una revelación sobre el sacerdocio que se conoce como la sección 107 de Doctrina y Convenios, recibida por el profeta José Smith, el “aprender” se convierte en “hacer”, según leemos:

“Aprenda, pues, todo varón su deber, así como a obrar con toda diligencia en el oficio al cual fuere nombrado” (D. y C. 107:99).

Todo poseedor del sacerdocio que nos escucha esta noche tiene el llamamiento de servir, de dedicar sus mejores esfuerzos a la tarea que se le haya asignado. En la obra del Señor, no hay labor que sea servil; todas tienen consecuencias eternas. El presidente John Taylor nos advirtió:

“Si no magnificáis vuestro llamamiento, Dios os hará responsables de aquellos a quienes habríais podido salvar si hubierais cumplido vuestro deber. ¿Y cual de nosotros podría afrontar la responsabilidad de que se le demore la vida eterna a un alma humana? Si se recibe gran gozo como recompensa por salvar a un alma, ¿no será, acaso, terrible el remordimiento de los que, por sus esfuerzos tímidos, hayan permitido que un hijo de Dios quedara sin advertencia o sin ayuda y tuviera que esperar hasta que apareciera un siervo de Dios que fuera de confianza?”

Hay un versito que lo dice bien: “Haz tu deber, que es lo mejor; deja el resto para el Señor”.

La mayor parte del servicio que rinden los poseedores del sacerdocio se presta sin ostentaciones. Una sonrisa amigable, un amable apretón de manos, un testimonio sincero de la verdad pueden elevar una vida, cambiar la naturaleza humana y salvar almas preciosas.

Un ejemplo de ese servicio fue la experiencia misional de Juliusz y Dorothy Fussek, a quienes se llamó para una misión de dos años en Polonia. El hermano Fussek había nacido allí, hablaba polaco y amaba a su gente; su esposa era inglesa y sabía muy poco de Polonia y del pueblo polaco.

Confiados en el Señor, partieron en su asignación. Las condiciones de vida eran rudimentarias, la obra era solitaria, su tarea era inmensa. Todavía no se había establecido una misión allí, y la asignación que recibieron fue preparar el camino para que se pudiera establecer una misión, enviar misioneros, enseñar a la gente, bautizar conversos,

organizar ramas y edificar capillas. ¿Se desanimaron los hermanos Fussek ante la enormidad de su tarea? No, ni por un momento. Ellos sabían que su llamamiento provenía de Dios, oraron pidiendo Su ayuda divina y se dedicaron de corazón a la obra. Se quedaron en Polonia no dos años, sino cinco, y vieron cumplirse todos los objetivos mencionados. Los élderes Russell M. Nelson y Hans B. Ringger, junto con el élder Fussek, me acompañaron a una reunión con el ministro Adam Wopatka, del gobierno polaco, que nos dijo: “Su Iglesia es bienvenida en nuestro país. Pueden construir sus edificios y enviar a sus misioneros. Bienvenidos a Polonia. Este hombre” -dijo, señalando a Juliusz Fussek- “ha servido bien a su Iglesia. Pueden estarle agradecidos por su ejemplo y sus labores”.

Hagamos, como los Fussek, lo que debemos hacer en la obra del Señor. Entonces podremos, junto con ellos, hacernos eco del salmo que dice:

“Mi socorro viene de Jehová, que hizo los cielos y la tierra

“No … se dormirá el que te guarda.

“He aquí, no se adormecerá ni dormirá el que guarda a Israel” (Salmos 121:2–4).

  1. Seamos lo que debemos ser. Pablo aconsejó a su querido amigo y colega Timoteo: “… se ejemplo de los creyentes en palabra, conducta, amor, espíritu, fe y pureza” (1 Timoteo 4:12).

El presidente Ezra Taft Benson nos ha exhortado a orar sobre nuestras asignaciones y a buscar la ayuda divina a fin de tener éxito en ellas. Mas aun, el mismo ha seguido este consejo en todas sus empresas.

La oración es una marca que simboliza su liderazgo.

“El reconocimiento de un poder mayor que el suyo de ninguna manera rebaja al hombre. El debe buscar, creer, orar y esperar que recibirá. Con esa sinceridad y oración, ningún esfuerzo quedara sin respuesta; esa es la constitución misma de la filosofía de la fe. El favor divino bendecirá a aquellos que lo busquen humildemente”.

El Libro de Mormón nos da un consejo que lo dice todo. El Señor habla así: “Por lo tanto, ¿que clase de hombres habéis de ser? En verdad os digo, aun como yo soy” (3 Nefi 27:27).

¿Y que clase de hombre era El? ¿Que ejemplo ofreció con Su servicio? En el capitulo 10 de Juan, aprendemos esto:

“Yo soy el buen pastor; el buen pastor su vida da por las ovejas.

“Mas el asalariado, y que no es e l pastor, de quien no son propias las ovejas, ve venir al lobo y deja las ovejas y huye, y el lobo arrebata las ovejas y las dispersa.

“Así que el asalariado huye, porque es asalariado, y no le importan las ovejas.

“Yo soy el buen pastor; y conozco mis ovejas, y las mías me conocen,

“así como el padre me conoce, y yo conozco al Padre; y pongo mi vida por las ovejas” (Juan 10:11–15).

Aprendamos lo que debemos aprender. Hagamos lo que debemos hacer. Seamos lo que debemos ser. Si lo hacemos, recibiremos las bendiciones del cielo. Sabremos que no estamos solos en el servicio. Aquel a quien no pasa inadvertida la caída de un gorrión reconocerá nuestro servicio en su propia manera.

Deseo contaros una conmovedora experiencia, hermanos, que ilustra esta seguridad.

En 1938, el hermano Edwin Q. Cannon, hijo, era misionero en Alemania, donde quería mucho a la gente y servia con fidelidad. Después de terminar la misión, regresó a Salt Lake City, se casó y empezó un negocio propio.

Pasaron cuarenta años. Un día. el hermano Cannon fue a mi oficina y me contó que había estado revisando las diapositivas que había sacado en la misión. Entre ellas había algunas en las que no podía reconocer con seguridad a nadie, pero, cada vez que se decidía a tirarlas, había tenido la impresión de que debía guardarlas, sin saber por que. Esas eran fotos que el había sacado mientras era misionero en Stettin, y eran de una familia compuesta del padre, la madre y dos hijos pequeños; el sabia que el apellido de la familia era Berndt, pero no recordaba nada mas sobre ellos. Me dijo que, según tenía entendido, había en Alemania un Representante Regional de apellido Berndt y pensaba, aunque se daba cuenta de que la posibilidad era remota, que ese hermano podía ser pariente de aquellos Berndt que habían vivido en Stettin y que aparecían en sus fotos. Antes de deshacerse de las diapositivas, pensó que debía hablar conmigo.

Le dije que muy pronto saldría para Berlín, donde esperaba ver al hermano Dieter Berndt, el Representante Regional, y que me ofrecía a mostrarle las fotos para ver si tenía alguna relación con esa familia y si deseaba conservarlas. También había posibilidades de que viera a su hermana, casada con Dietmar Matern, que era presidente de estaca en Hamburgo.

El Señor no esperó siquiera que llegara a Berlín para hacer que se cumplieran Sus propósitos. Me encontraba en Zurich, abordando el avión para Berlín, cuando ¿a quien había de ver subir al avión sino al mismo Dieter Berndt? Se sentó a mi lado y le dije que tenía unas diapositivas viejas de una gente de su mismo apellido que era de Stettin; se las di, pidiéndole que se fijara a ver si podía identificar a los que aparecían en las fotos. Al verlas, comenzó a llorar y me dijo: “Mi familia vivía en Stettin durante la guerra. Mi padre resultó muerto cuando un avión de los aliados bombardeó la fabrica donde el trabajaba. Poco tiempo después, los rusos invadieron Polonia y la región de Stettin; mi madre huyó de la avanzada enemiga llevándonos a mi hermana y a mi. Tuvimos que dejarlo todo, incluso las fotografías que teníamos. Yo soy el niño que aparece en esas diapositivas, y mi hermana es la niñita; estamos con nuestros padres. Hasta el día de hoy, no tenía ninguna foto de nuestra niñez en Stettin ni de mi padre”.

Secando mis propias lágrimas, le dije al hermano Berndt que las diapositivas eran suyas; el las colocó cuidadosamente en su portafolios.

En la Conferencia General siguiente, cuando Dieter Berndt vino a Salt Lake City como Representante Regional, fue a visitar al hermano Edwin Cannon y a su esposa para expresarle personalmente su gratitud por haber atendido a la inspiración que había recibido y haber conservado durante cuarenta años aquellas preciadas diapositivas que eran tan valiosas para el.

William Cowper escribió estas líneas:

“Con maravillas obra Dios

en la profundidad;

Y mécese en tempestad

y pasa por la mar.

Pues no debéis a Dios juzgar,

mas si confiad en El;

tras sombras de obscuridad

sonríe con amor”.

Os dejo mi testimonio de que esta obra en la que estamos embarcados es verdadera. El Señor esta al timón. Que siempre podamos seguirlo es mi oración, en el nombre de Jesucristo. Amén.