“Venido de Dios Como Maestro”
“Debemos dar ímpetu a la buena enseñanza y darle un lugar preeminente en la Iglesia, en el hogar, desde el púlpito, en nuestras reuniones administrativas y por cierto en el salón de clases”.
Cuando Nicodemo acudió a Jesús en sus primeros días del ministerio del Salvador, habló en nombre de todos nosotros cuando dijo: “Rabí, sabemos que has venido de Dios como maestro”1.
Cristo fue, por cierto, mucho más que un maestro; Él era el Hijo mismo de Dios, el Santo del plan eterno del Evangelio, el Salvador y el Redentor del mundo.
Sin embargo, Nicodemo estaba empezando de la misma manera que ustedes y yo lo hicimos, de la forma que lo hace cualquier niño, joven o nuevo converso: al reconocer y responder a un maestro emotivo que nos llega a los sentimientos más profundos del corazón.
En meses recientes, el presidente Gordon B. Hinckley nos ha exhortado a retener a nuestros miembros en la Iglesia, en especial al nuevo converso. Al extender este llamado, el presidente Hinckley nos hizo presente que para permanecer firmes en la fe todos necesitamos por lo menos tres cosas: un amigo, una responsabilidad y el ser nutridos “por la buena palabra de Dios”2.
La enseñanza inspirada, tanto en el hogar como en la Iglesia, sirve para proporcionar este elemento básico del ser nutridos “por la buena palabra de Dios”. Estamos tan agradecidos por todos aquellos que imparten enseñanza. Los amamos y los apreciamos más de lo que nos es posible expresar. Confiamos mucho en ustedes. El enseñar con eficacia y el sentir que se está surtiendo efecto es en verdad una tarea muy difícil; pero vale la pena. No hay “llamamiento más importante”3 que podamos recibir. Por cierto que en todas partes existe la oportunidad de magnificar ese llamamiento; la necesidad de que se lleve a cabo es eterna. Padres, madres, hermanos, amigos, misioneros, maestros orientadores y maestras visitantes, líderes del sacerdocio y de las organizaciones auxiliares, maestros de clase, cada uno es, a su propia manera, “venido de Dios” para nuestra instrucción y nuestra salvación. En esta Iglesia, es casi imposible encontrar a alguien que no sea un cierto tipo de guía para con los miembros del rebaño. No es de extrañar que Pablo escribiera en sus epístolas: “… puso Dios en la iglesia, primeramente apóstoles, luego profetas, lo tercero maestros …”4.
El que cada uno de nosotros “ven[ga] a Cristo”5, guarde Sus mandamientos y siga Su ejemplo para volver a la presencia del Padre es en verdad el propósito más sublime y sagrado de la existencia humana. El ayudar a los demás a lograr eso también-el enseñar, persuadir y conducirlos con fervor a que anden también por el sendero de la redención-en verdad debe ser la segunda tarea más importante de nuestra vida. Tal vez esa sea la razón por la que el presidente David O. McKay una vez dijo: “La responsabilidad más grande que puede tener un hombre [o una mujer] es la de ser maestro de los hijos de Dios”6. De hecho, todos nos parecemos un poco al etíope a quien Felipe fue enviado a ver. Al igual que él, tal vez sepamos lo suficiente como para ir en busca de la religión; quizás dediquemos bastante tiempo al estudio de las Escrituras, y quizás aún estemos dispuestos a sacrificar nuestros tesoros terrenales; pero sin suficiente instrucción, es posible que pasemos por alto el significado de todo esto, así como los requisitos que aún yacen ante nosotros. De manera que al igual que este hombre de gran autoridad, nosotros exclamamos: “¿Y cómo [podremos comprender] si [algún maestro] no [nos] enseñare?”7.
El apóstol Pablo enseñó: “porque todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo. [Pero] ¿Cómo, pues, invocarán a aquel en el cual no han creído? ¿Y cómo creerán en aquel de quien no han oído? … k¿ fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios”8. En una época en la que el Profeta está solicitando más fe por medio del oír la palabra de Dios, debemos dar ímpetu a la buena enseñanza y darle un lugar preeminente en la Iglesia, en el hogar, desde el púlpito, en nuestras reuniones administrativas y por cierto en el salón de clases. La enseñanza inspirada jamás debe llegar a ser un arte perdido en la Iglesia, y debemos asegurarnos de que nuestra búsqueda de la misma no se convierta en una tradición perdida.
El presidente Spencer W. Kimball una vez imploró: “Presidentes de estaca, obispos y presidentes de rama: les ruego que tengan un interés especial en mejorar la calidad de la enseñanza en la Iglesia … Temo que, muy a menudo, muchos de nuestros miembros van a la Iglesia, se sientan durante toda una clase o reunión y regresan a sus hogares [casi sin haber recibido inspiración]. Es muy triste”, dijo él, “cuando esto ocurre en un tiempo de angustia, tentación o crisis. Todos tenemos necesidad de ser conmovidos por el Espíritu y de ser nutridos por él, y la enseñanza eficaz es una de las maneras más importantes para que esto suceda. A veces trabajamos incansablemente para traer miembros a la Iglesia pero después no velamos debidamente para ver qué es lo que reciben cuando ingresan a ella”9. En cuanto a este tema, el mismo presidente Hinckley ha dicho que “la enseñanza eficaz es la esencia misma del liderazgo en la Iglesia”. [Permítanme repetir esas palabras]: La enseñanza eficaz es la esencia misma del liderazgo en la Iglesia. “La vida eterna”, dice él, “se logrará únicamente cuando a los hombres y a las mujeres se les enseñe con tal eficacia que lleguen a cambiar y a disciplinar su vida. No se les puede obligar a ser rectos o a que deseen ir al cielo; se les debe guiar, y eso significa impartir enseñanza”10.
Entre las últimas palabras que el Salvador dijo a Sus discípulos y entre las primeras que nos dice a nosotros hoy en día están éstas: “Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones … enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado; y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”11. El Cristo resucitado, poco antes de ascender, dijo a Pedro, el líder apostólico de la Iglesia: “Apacienta mis corderos … Pastorea mis ovejas … Sígueme”12.
En todo esto, debemos tener presente que el consejo que el Señor ha dado a la Iglesia nunca ha sido más firme, y es que debemos enseñar el Evangelio “por el Espíritu, sí, el Consolador que fue enviado para enseñar la verdad”.
El ha preguntado: ¿enseñamos el Evangelio “por el Espíritu de verdad”, o lo enseñamos “de alguna otra manera? Y si es de alguna otra manera,” amonesta Él, “no es de Dios”13. En palabras que hacen eco a otros mandamientos, Él ha dicho: “… si no recibís el Espíritu, no enseñaréis”14.
No se puede llevar a cabo ningún aprendizaje eterno sin la motivación del Espíritu de los cielos. En calidad de padres, maestros y líderes, todos debemos hacer frente a nuestras tareas de la misma forma que Moisés le hizo frente a la Tierra Prometida. Ya que sabía que no podía lograr el éxito de ninguna otra manera, Moisés le dijo a Jehová: “Si tu presencia no ha de ir conmigo, no nos saques de aquí”15.
Eso es lo que nuestros miembros en realidad desean cuando se congregan en una reunión o entran en un salón de clases. La mayoría de la gente no va a la Iglesia únicamente para buscar unos cuantos conceptos nuevos del Evangelio o para ver a viejos amigos, aunque ambas cosas son importantes; van en busca de una experiencia espiritual; desean paz; desean que su fe sea fortalecida y que su esperanza sea renovada; en una palabra, desean ser nutridos “por la buena palabra de Dios”, para ser fortalecidos por los poderes del cielo. Aquellos de nosotros que seamos llamados a tomar la palabra, a enseñar o a dirigir tenemos la obligación de proporcionar eso, de la mejor manera posible. Únicamente podemos lograrlo si nosotros mismos nos esforzamos por conocer a Dios, si nosotros mismos buscamos continuamente la luz de Su Hijo Unigénito. Luego, si nuestro corazón está en paz, si somos lo más puro que podamos ser. si hemos orado, llorado, si nos hemos preparado y preocupado hasta el grado de que no sepamos qué más hacer, Dios nos podrá decir, tal como lo hizo con Alma y los hijos de Mosíah: “… levanta la cabeza y regocíjate … y os daré el éxito”16.
Tenemos una preocupación legítima en cuanto a los miembros nuevos y deseamos que cada uno de ellos permanezca con nosotros y goce de las bendiciones de la Iglesia en su plenitud. Soy lo suficientemente sencillo como para pensar que si continuamos enseñándoles, con las mismas cualidades divinas en lo referente a espíritu, convicción, doctrina e interés personal que los misioneros les han demostrado, los nuevos conversos no sólo permanecerán con nosotros, sino que, en un sentido literal, no se les podrá mantener alejados. La necesidad de que se continúe esa buena enseñanza es obvia; en tiempos como éstos, todos tenemos necesidad de lo que Mormón llamó “la virtud de la palabra de Dios” porque “había surtido un efecto más potente en la mente del pueblo que la espada o cualquier otra cosa que les había acontecido”17. Cuando surjan crisis en nuestra vida-y lo harán-las filosofías de los hombres, mezcladas con algunas Escrituras y poemas, simplemente no serán suficientes. ¿Estamos en verdad enseñando a nuestros jóvenes y a nuestros miembros de tal modo que eso les sirva de sostén cuando lleguen los reveses de la vida? ¿O les estamos dando una
golosina teológica, o calorías espiritualmente vacías? En una ocasión, el presidente John Taylor llamó a esa clase de enseñanza “espuma frita”, lo que uno podría comer todo el día y terminar sintiéndose totalmente insatisfecho 18. Durante un crudo invierno hace varios años, el presidente Boyd K. Packer comentó que un número considerable de venados había muerto de hambre aunque tenían el estómago lleno de heno. En un esfuerzo sincero por aliviar la situación, las agencias habían suministrado lo superficial, cuando lo que se necesitaba era lo substancial. Lamentablemente, habían alimentado a los venados pero no los habían nutrido.
Me encanta lo que el presidente J. Reuben Clark dijo acerca de nuestros jóvenes hace más de un siglo; lo mismo se puede decir de los miembros nuevos: “[Ellos] tienen hambre de las cosas del Espíritu”; dijo, “están ansiosos por aprender cl Evangelio, y lo quieren recibir de una manera franca y sin rodeos … Uno no tiene que andar a escondidas tras ellos y murmurarles al oído cosas de religión … Estas verdades se pueden tratar abiertamente”19.
En verdad, Satanás no es discreto en sus enseñanzas; ¿por qué habríamos de serlo nosotros? Ya sea que impartamos enseñanza a nuestros hijos en el hogar o lo hagamos frente a una congregación en la iglesia, nunca permitamos que la fe sea algo difícil de advertir. Recuerden que debemos ser maestros “venido[s] de Dios”. Nunca sembremos semillas de duda; evitemos el comportamiento egoísta y la vanidad; preparemos bien las lecciones; presentemos sermones basados en las Escrituras; enseñemos la doctrina revelada; expresemos un testimonio sincero; oremos, practiquemos y tratemos de mejorar. En nuestras reuniones administrativas, “instruy[amos] y edifiqu[emos]” como dice la revelación, para que incluso, en éstas, nuestra enseñanza al final sea “de lo alto”20. La Iglesia llegará a ser mejor a causa de ello, y ustedes también, ya que, como Pablo dijo a los romanos: “Tú, pues, que enseñas a otro, ¿no te enseñas a ti mismo?”21.
Un inolvidable relato del poder de una enseñanza semejante a ésta proviene de la vida del profeta Jeremías. Este gran hombre se sentía de la misma manera que se sienten la mayoría de los maestros, discursantes u oficiales de la Iglesia cuando son llamados: inexpertos, incapaces y temerosos. “¡Ah … Señor Jehová! “, exclamó, “He aquí, no sé hablar, porque soy niño”.
Pero el Señor le aseguró: “No temas delante de ellos, porque contigo estoy … Tú, pues, ciñe tus lomos, levántate, y háblales”22.
De modo que Jeremías les habló, pero sin lograr mucho éxito al principio. Las cosas fueron empeorando hasta que al final fue encarcelado, convirtiéndose en el escarnio de la gente. Lleno de enojo por haber sido maltratado y escarnecido de tal modo, Jeremías juró, de hecho, que nunca volvería a enseñar otra lección, ya fuese a un investigador, a un niño de la Primaria, a un nuevo converso o, -no lo permita el cielo- a los jóvenes de quince años. “No me acordaré más [del Señor], ni hablaré más en su nombre”, dijo el desalentado profeta. Luego llegó el momento decisivo en la vida de Jeremías; algo había estado sucediendo con cada uno de los testimonios que había expresado, con cada pasaje que había leído, con cada verdad que había enseñado; había estado ocurriendo algo que no había esperado. A pesar de que había jurado cerrar la boca y alejarse de la obra del Señor, se dio cuenta de que no podía hacerlo. ¿Por qué? Porque Su palabra estaba “en mi corazón como un fuego ardiente metido en mis huesos; traté de sufrirlo, y no pude”23.
Eso es lo que sucede en el Evangelio tanto al maestro como al que se enseña; es lo que le ocurrió a Nefi y a Lehi cuando, según dice en el libro de Helamán, “el Santo Espíritu de Dios descendió del cielo y entró en sus corazones; y fueron llenos como de fuego, y expresaron palabras maravillosas”24. Sin duda, ha de haber sido la misma clase de regocijo celestial que experimentó María Magdalena cuando inesperadamente vio a su amado Señor resucitado y simplemente le dijo: “¡Raboni! (Que quiere decir Maestro),De parte de todos los que hemos recibido enseñanza decimos a todos los que la imparten; gracias de todo corazón. Que magnifiquemos la experiencia de la enseñanza en el hogar y en la Iglesia, y mejoremos nuestra labor para edificar e instruir. Que en todas nuestras reuniones y en todos nuestros mensajes seamos nutridos por la buena palabra de Dios, y que nuestros hijos y nuevos conversos, nuestros vecinos y nuevas amistades digan en cuanto a nuestro esfuerzo sincero: Eres “venido de Dios como maestro”. En el sagrado nombre del Maestro de Maestros, Jesucristo. Amén.