1990–1999
El Testimonio
Abril 1998


El Testimonio

“Este elemento al que llamamos testimonio es la gran fortaleza de la Iglesia. Es el manantial donde se originan la fe y la actividad; es difícil de explicar y no se puede medir … y, sin embargo, es tan real y potente como cualquier otra fuerza de la tierra”.

A hora, mis queridos amigos, ruego por la guía del Espíritu Santo. Ya han transcurrido tres años desde que ustedes me sostuvieron como Presidente de la Iglesia. ¿Me permiten decir algo de naturaleza personal? Desde lo más hondo de mi corazón les agradezco su amor, su apoyo, sus oraciones, su fe. Ya no soy un joven lleno de energía y vitalidad; ¡soy un viejo que está tratando de alcanzar al hermano Haight!, dado a la meditación y a la oración. Disfrutaría de sentarme en una mecedora, de tomar medicinas, de escuchar música suave y de contemplar los misterios del universo; pero esa conducta no ofrece incentivos ni efectúa contribuciones.

Deseo estar activo y trabajar; quiero enfrentar cada día con resolución y propósito; quiero emplear todas mis horas activas en dar ánimo, en bendecir a los que soportan cargas pesadas, en aumentar la fe y fortalecer el testimonio. Gracias a la bondad de un amigo generoso, en los últimos tres años se me ha permitido recorrer la tierra y visitar a la gente de un sinfín de naciones. Ha habido miles y decenas de miles de personas congregadas; en un lugar había más de doscientos autobuses que habían transportado a los asistentes al estadio.

He estado entre los ricos, pero más que nada entre los pobres: los pobres de la tierra y los pobres de la Iglesia. Algunos tienen los ojos de una forma diferente que los míos y la piel de distinto color, pero esas diferencias desaparecen y pierden todo significado cuando estoy entre ellos. Ante mis ojos, todos son hijos de nuestro Padre con un patrimonio divino; aunque hablemos idiomas diferentes, todos entendemos la lengua común de la hermandad.

Es cansador viajar tan lejos para visitarlos; pero es difícil dejarlos después de haber estado con ellos. En todo lugar adonde vamos, la visita es breve y se organiza una reunión en medio de nuestras reuniones. Quisiera poder quedarme más tiempo. Al finalizar la reunión, espontáneamente cantamos “Para siempre Dios esté con vos” (Himnos, N° 89); aparecen los pañuelos blancos para secar las lágrimas, y luego se agitan en señal cariñosa de despedida. Hace poco, tuvimos once reuniones numerosas en diversas ciudades de México en un término de sólo siete días.

La presencia de esa gente maravillosa es lo que me estimula la adrenalina; es la expresión de amor de sus ojos lo que me da energías.

Podría pasar día tras día en mi oficina, año tras año, resolviendo montañas de problemas, muchos de ellos de escasa importancia; pero, aunque paso mucho tiempo en ella, siento que tengo una misión más grande, una responsabilidad aún mayor de salir para estar entre la gente. Esos miles de personas, cientos de miles, millones ahora, todos tienen algo en común: tienen un testimonio personal de que ésta es la obra del Todopoderoso, nuestro Padre Celestial; que Jesús, el Señor, que murió en el Calvario y resucitó, vive y es un Ser real y distinto, con personalidad individual; que ésta es la obra de Ellos, restaurada en esta última y maravillosa dispensación de los tiempos; que el antiguo sacerdocio ha sido restaurado con todas sus llaves y sus poderes; que el Libro de Mormón ha hablado desde el polvo como testimonio del Redentor del mundo.

Este elemento al que llamamos testimonio es la gran fortaleza de la Iglesia. Es el manantial donde se originan la fe y la actividad; es difícil de explicar y no se puede medir; es algo indescriptible y misterioso, y, sin embargo, es tan real y potente como cualquier otra fuerza de la tierra. El Señor lo describió cuando le dijo a Nicodemo: “El viento de donde quiere sopla, y oyes su sonido; mas ni sabes de dónde viene, ni a dónde vaya: así es todo aquel que es nacido del Espíritu” (Juan 3:8). Eso, que llamamos testimonio, es difícil de definir, pero sus frutos son claramente evidentes. Es el Santo Espíritu que testifica a través de nosotros.

El testimonio personal es el factor que hace que la gente cambie SU modo de vivir al integrarse a esta Iglesia; es el elemento que motiva a los miembros a abandonarlo todo para estar al servicio del Señor; es la voz apacible y alentadora que sostiene incesantemente a los que andan por la fe hasta el último día de su vida.

Es algo misterioso y maravilloso, un don de Dios al hombre. Supera a la riqueza o la pobreza cuando se nos llama a servir. Este testimonio que nuestra gente lleva en el corazón es una fuerza motivadora para el cumplimiento del deber. Se encuentra tanto en los jóvenes como en los viejos; se encuentra en el estudiante de seminario, en el misionero, en el obispo y en el presidente de estaca, en el presidente de misión, en la hermana de la Sociedad de Socorro y en toda Autoridad General; se escucha también de labios de los que no tienen otra asignación que la de ser miembros. Está en los cimientos mismos de esta obra del Señor, y es lo que la impulsa a través del mundo. Nos motiva a la acción, nos exige que hagamos lo que se nos pida. Nos da la seguridad de que la vida tiene propósito, de que hay cosas que tienen mucho más importancia que otras, de que estamos en una jornada eterna, de que somos responsables ante Dios.

Emily Dickinson [poetisa estadounidense] captó un elemento de esa naturaleza cuando escribió lo siguiente:

La pampa nunca vi,

jamás he visto el mar;

mas sé lo que es un llano

y una ola puedo imaginar.

Con Dios no hablé jamás,

el cielo nunca vi;

mas sé por cierto que los hay

cual si estuviera allí.

Ese elemento, débil y un tanto frágil al principio, es lo que mueve a todo investigador hacia la conversión y empuja a todo converso hacia la seguridad de la fe. Esto es lo que impulsó a nuestros antepasados a abandonar Inglaterra y otras tierras de Europa, a atravesar el océano con aterradoras experiencias, y a caminar lo que parecía una distancia interminable junto a los lentos bueyes o a los endebles carros de mano en dirección a estas montañas del Oeste. Miles de ellos lucharon, trabajaron y murieron en esa nefasta jornada. Ese espíritu de testimonio ha pasado a nosotros, que somos los herederos de su preciada fe.

Dondequiera que se organice la Iglesia, su fuerza se hace sentir. Nosotros nos ponemos de pie y decimos que sabemos; y lo decimos hasta que suena casi monótono; lo decimos porque no sabemos qué otra cosa decir. El simple hecho es que sabemos que Dios vive, que Jesús es el Cristo, y que ésta es Su causa y Su reino. Las palabras son sencillas, la expresión brota del corazón; se hace efectiva dondequiera que la Iglesia esté organizada, dondequiera que haya misioneros que enseñen el Evangelio, dondequiera que haya miembros que expresen su fe.

Es algo que no puede refutarse. Los que se oponen pueden citar pasajes de Escritura y discutir incansablemente la doctrina; pueden ser astutos y persuasivos. Pero, cuando uno dice “Yo sé”, no hay lugar para más discusiones. Quizás no lo acepten, pero, ¿quién podría refutar o negar la voz apacible de lo íntimo del alma que habla con convicción personal?

Quiero contarles algo que escuché hace poco en México. Estando en Torreón, me llevaron a todas partes en un lindo auto que pertenece al hermano del cual voy a hablar, que se llama David Castañeda.

Hace treinta años, él y su esposa Tomasa, así como sus hijos, vivían en un rancho ruinoso cerca de Torreón; tenían treinta pollos, dos cerdos y un caballo flaco; las gallinas les producían unos huevos para su sustento y algo para ganarse un peso de vez en cuando. Eran pobres. Un día, llegaron los misioneros. La hermana Castañeda dijo: “Los élderes nos quitaron las vendas de los ojos y nos trajeron la luz. No sabíamos nada de Jesucristo; no sabíamos nada de Dios hasta que ellos aparecieron”.

Ella apenas tenía dos años de escuela; el esposo, nada. Los élderes les enseñaron, y al final, los bautizaron. Después, se mudaron a un pueblecito llamado Bermejillo. Allí, tuvieron la fortuna de entrar en el negocio de chatarra, comprando autos destrozados; de ahí pasaron a relacionarse con compañías de seguros y otras empresas. Poco a poco fueron creando un negocio próspero en el cual trabajaban el padre y los cinco hijos varones. Con su fe sencilla pagaban fielmente el diezmo. Ponían su confianza en el Señor; vivían el Evangelio; prestaban servicio en donde los llamaran. De sus hijos, cuatro de los varones y tres de las mujeres cumplieron misiones; el menor es misionero ahora en Oaxaca. En la actualidad tienen un negocio de considerables proporciones y han prosperado en él, a pesar de las burlas de sus críticos. Su respuesta es un testimonio del poder que ha tenido el Señor en su vida.

Alrededor de doscientas personas, entre familiares y amigos, se han convertido a la Iglesia gracias a la in. fluencia de ellos. Más de treinta jóvenes hijos de parientes y amigos han cumplido misiones. La familia donó el terreno en el que se levanta la capilla.

Los padres y los hijos, que ya son personas mayores, se turnan todos los meses para viajar a la ciudad de México con el fin de trabajar en el templo. Ellos son un testimonio vivo de la gran potestad que tiene la obra del Señor de elevar y de cambiar a la gente. Son representativos de los miles y miles de personas de todo el mundo que experimentan el milagro del mormonismo cuando reciben el testimonio de la divinidad de esta obra.

Esa atestiguación, ese testimonio, puede ser el más precioso de todos los dones de Dios; es una concesión divina si se hace el esfuerzo debido por obtenerlo. Todo hombre y toda mujer de esta Iglesia tiene la oportunidad y la responsabilidad de obtener por sí solo esa convicción íntima de la verdad de esta grandiosa obra de los últimos días y de los que la dirigen, o sea, el Dios viviente y el Señor Jesucristo.

Jesús indicó la manera de adquirir ese testimonio cuando dijo: “Mi doctrina no es mía, sino de aquel que me envió.

“El que quiera hacer la voluntad de Dios, conocerá si la doctrina es de Dios, o si yo hablo por mi propia cuenta” (Juan 7:16-17)

Al prestar servicio, al estudiar, al orar, avanzamos en fe y conocimiento.

Cuando Jesús alimentó a las cinco mil personas, éstas lo reconocieron y se maravillaron ante el milagro realizado; algunos regresaron, y a éstos Él les enseñó la doctrina de Su divinidad, de Él mismo como el pan de vida; los acusó de no estar interesados en la doctrina sino solamente en satisfacer el hambre física. Algunos, al oírlo y escuchar Su doctrina, dijeron: “Dura es esta palabra; ¿quién la puede oír?” (Juan 6:60). ¿Quién puede creer lo que este hombre enseña?

“Desde entonces muchos de sus discípulos volvieron atrás, y ya no andaban con él.

“Dijo entonces Jesús a los doce [pienso que con cierto sentimiento de desaliento]: ¿Queréis acaso iros también vosotros?

“Le respondió Simón Pedro: Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna.

“Y nosotros hemos creído y conocemos que tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente” (Juan 6:66-69).

Esa es la gran pregunta, y la respuesta de ella, que todos debemos enfrentar: “Si no es a Ti, Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna. Y nosotros hemos creído y conocemos que tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente”.

Esta convicción, esta íntima y serena certeza de la realidad del Dios viviente, de la divinidad de Su Hijo Amado, de la restauración de Su obra en esta época y de las gloriosas manifestaciones posteriores es lo que se convierte en el fundamento de la fe de cada uno de nosotros. Eso es nuestro testimonio.

Como lo mencioné anteriormente en esta conferencia, estuve hace poco en Palmyra, estado de Nueva York. Los acontecimientos que ocurrieron en ese lugar lo llevan a uno a pensar: “O sucedieron, o no sucedieron; no hay un término medio”.

Entonces, la voz de la fe susurra:

“¡Sucedieron! Sucedieron tal como él lo expresó”.

Cerca de allí está el cerro de Cumorah, del cual salió el antiguo registro cuya traducción es el Libro de Mormón. Es preciso aceptar o rechazar su origen divino. El considerar la evidencia debe conducir a toda persona que lo lea con fe a decir: “Es la verdad”.

Y lo mismo ocurre con otros elementos de este hecho milagroso al que llamamos la Restauración del antiguo Evangelio, del antiguo sacerdocio, de la antigua Iglesia.

Ese testimonio es ahora, como siempre lo ha sido, una declaración, una aseveración sincera de la verdad tal como la conocemos. La declaración de José Smith y de Sidney Rigdon concerniente al Señor que está a la cabeza de esta obra es sencilla pero potente:

“Y ahora, después de los muchos testimonios que se han dado de él, éste es el testimonio, el último de todos, que nosotros damos de él: ¡Que vive!

“Porque lo vimos, sí, a la diestra de Dios; y oímos la voz testificar que él es el Unigénito del Padre;

“que por él, por medio de él y de él los mundos son y fueron creados, y sus habitantes son engendrados hijos e hijas para Dios” (D. y C. 76:22-24) .

Es en ese mismo espíritu que agrego mi propio testimonio. Nuestro Padre Eterno vive. Él es el gran Dios del universo y gobierna con majestad y poder. Pero es también mi Padre, a quien puedo acudir en oración con la seguridad de que Él me oirá, me atenderá y me contestará.

Jesús es el Cristo, Su Hijo inmortal, que bajo la dirección de Su Padre fue el Creador de la tierra. Él era el gran Jehová del Antiguo Testamento, que condescendió a venir al mundo como el Mesías, que dio Su vida en la cruz del Calvario en su asombrosa Expiación, porque nos ama. La obra en la que nos hallamos embarcados es la obra de Ellos, y nosotros somos Sus siervos, responsables ante Ellos. De todo lo cual testifico, en el nombre de Jesucristo. Amén.