Afanaos… por la vida del alma
Los discípulos verdaderamente convertidos, aun cuando todavía sean imperfectos, procurarán “la vida del alma” todos los días, en todas las décadas y en medio de cualquier decadencia o destrucción.
En medio de los tumultuosos acontecimientos globales, acontecimientos de los que no somos totalmente inmunes, se encuentra la verdadera y continua lucha de la humanidad: que, en medio de las dificultades del mundo, decidamos o no, en las palabras del Señor, “afanar[nos] por la vida del alma” (D. y C. 101:37). Cualquiera que sea nuestra participación en los hechos externos, esta lucha interna tiene lugar tanto en tiempos tranquilos como turbulentos. Ya sea que se comprenda o se reconozca, éste es el inalterable programa terrenal, de generación en generación.
Cuando nos esforzamos por obedecer los mandamientos de Dios, el hombre “interior se renueva de día en día” (2 Corintios 4:16). De ese modo, aun en los días malos “guarda[remos nuestra] alma” a pesar de las condiciones externas (véase Proverbios 19:16). Sin duda, algunas decisiones interiores de “afanarse” y “guardar” el alma se toman en tiempos tranquilos, como sucedió con el hijo pródigo. Él se había pasado alimentando a los cerdos “de día en día” hasta que finalmente llegó un momento en que “volvi[ó] en sí (Lucas 15:17). Fuera lo que fuera que hubiera sucedido aquel día particular en aquella “provincia apartada” (Lucas 15:13), el hijo pródigo “consider[ó sus] caminos” (Salmos 119: 59) y resolvió firmemente: “Me levantaré e iré a mi padre” (Lucas 15:18). Una transformación siguió a la introspección. Aun así, los transeúntes difícilmente habrían notado a un humilde apacentador de cerdos que regresaba al hogar, a pesar de que a él le habían ocurrido cosas de eterno significado.
No obstante, en otros momentos la relación entre lo exterior y lo interior es más notable. Pilato se enfrentó a un evidente disturbio local que rodeaba a un tal Jesús de Nazaret; su nuevo acuerdo con Herodes, con quien “estaban enemistados” (Lucas 23:12), era, sin duda, una novedad política entre los de su clase. Aun cuando vacilante, cedió a la presión de una multitud con prejuicios y concedió amnistía a Barrabás en lugar de Jesús. Con las manos lavadas pero sucias, aparentemente Pilato regresó a Cesarea; Cristo, en cambio, fue a Getsemaní y al Calvario para llevar a cabo la angustiosa pero liberadora Expiación universal por la cual billones y billones resucitarían.
Actualmente, las nubes de la guerra descargan aquí y allí sobre justos e injustos, pero, ¡aquel glorioso don de Cristo de la grandiosa Resurrección se derramará sobre todos nosotros! Así como las crestas de las olas no dan indicación de los cambios en la profundidad del mar, en el caso de la Expiación, los acontecimientos de importancia global y eterna tuvieron lugar en un pequeño huerto y sobre una desconocida colina.
La obra de Dios se desenvuelve muchas veces en forma inadvertida. Por ejemplo, cualesquiera fueran las razones que la familia de Joseph Smith tuvo para mudarse desde Nueva Inglaterra al estado de Nueva York, los llevaron, sin que ellos lo supieran, a unas planchas sagradas que estaban enterradas en el Cerro de Cumorah, esperando para convertirse en “otro testamento de Jesucristo” para permanecer “mientras dure la tierra” (2 Nefi 25:22).
Por lo tanto, aunque esta es una época de conflictos, lo que todavía sigue destacándose en importancia es afanarse “por la vida del alma”. Aun cuando los acontecimientos pueden crear determinados momentos en los que surja la rectitud, los tumultos externos no son una excusa para dejar de lado la resolución interna, a pesar de que algunas personas se desintegran fácilmente. A pesar de las hostilidades que se nos presenten, ¡no tenemos porqué quebrantar nuestros convenios! Por ejemplo, el adulterio no se justifica sólo porque estemos en guerra y algunos matrimonios tengan que estar separados. El séptimo mandamiento no contiene una nota explicativa que diga: “No cometerás adulterio, excepto en tiempos de guerra” (véase Éxodo 20:14).
Durante otra guerra, el presidente David O. McKay aconsejó a los miembros que estaban en las fuerzas armadas: “Manténganse moralmente limpios” en medio de “la brutalidad de la guerra” (en Conference Report, abril de 1969, pág. 153).
Aun cuando las naciones se levanten unas contra otras, ese tumulto no justifica que en los negocios un socio se levante en contra del otro ni en contra de los accionistas robando y hablando falso testimonio, pues de ese modo violan el octavo y el noveno mandamientos, los que tampoco llevan notas al pie de página (véase Éxodo 20:15–16).
La incertidumbre con respecto a las condiciones del mundo no justifica la confusión moral, y el enturbiar las aguas no cubrirá nuestros pecados ni enturbiará la mirada de Dios, que todo lo ve. Más aún, las victorias militares no son un substituto de la victoria que procuremos en nuestra lucha personal por el autodominio. Tampoco pueden los encarnizados odios humanos disminuir el amor perfecto y redentor de Dios por todos Sus hijos. De la misma manera, las tenebrosas nieblas de la actualidad, ¡no pueden cambiar la realidad de que Cristo es la Luz del mundo!
Seamos, entonces, como el joven que estaba en el monte con Eliseo; al principio, estaba intimidado por el enemigo que los rodeaba, pero luego sus ojos fueron abiertos y vio la “gente de a caballo, y… carros de fuego” confirmando que “más son los que están con nosotros que los que están con ellos” (2 Reyes 6:16, 17). Hermanos y hermanas, ¡ese tipo de aritmética espiritual no ha cambiado!
Nuestras propias caídas y confusiones intelectuales no alteran la asombrosa omnisciencia de Dios, que tiene en cuenta nuestras decisiones, de las cuales somos responsables. En medio de los comunicados fragmentados y terrenales, y las noticias de última hora de los diversos conflictos humanos, Dios vive en una actualidad eterna en donde el pasado, el presente, y el futuro están continuamente delante de Él (véase D. y C. 130:7). Sus determinaciones divinas son inquebrantables puesto que cualquier cosa que Él “disponga en su corazón hacer”, sin duda la hará (véase Abraham 3:17). ¡Él conoce el fin desde el principio! (véase Abraham 2:8). Dios es perfectamente “capaz de hacer Su obra” y de lograr que se cumplan Sus propósitos, algo que no sucede ni en los planes más perfectos del hombre, porque ¡muchas veces erramos al emplear nuestro albedrío! (véase 2 Nefi 27:20).
Dios nos ha asegurado lo siguiente:
“Yo os guiaré” (D. y C. 78:18).
“Estaré en medio de vosotros” (D. y C. 49:27).
Él estará con nosotros, hermanos y hermanas “en todo momento de dificultad” (D. y C. 3:8), incluso mediante la guía de Su profeta viviente, el presidente Gordon B. Hinckley.
Entretanto, los momentos definitivos de la “vida del alma” continúan presentándose, ya sea que reaccionemos con indulgencia o con abnegación en nuestras cotidianas opciones personales entre la bondad y la ira, la misericordia y la injusticia, la generosidad y el egoísmo.
Las guerras no dejan sin efecto el segundo mandamiento; éste no conoce fronteras y sus adherentes no llevan una insignia nacional ni tienen la piel de un color particular.
Podemos sentir hambre, por ejemplo, pero aun así, podemos responder como la viuda que utilizó lo último que tenía de alimentos para dar de comer a Elías (véase 1 Reyes 17:8–16). Esa capacidad de compartir en medio de la privación y la pobreza es siempre conmovedora. Un maravilloso obispo de mi juventud, M. Thirl Marsh, siendo joven trató varias veces de conseguir trabajo en las minas durante la Depresión; aunque era menor de edad persistió y al final lo tomaron por su gran estatura; pero no contrataron a varios de sus amigos. Según parece, en más de una oportunidad, después de un día de dura faena, aquel joven generoso repartía sus ganancias en partes iguales entre los amigos, hasta que a ellos también los contrataron. No es de extrañar que, más tarde, fuera un bondadoso pastor del rebaño.
Al meditar sobre “la vida del alma”, es bueno que nos esforcemos por lograr nuestra propia conversión absoluta puesto que la semilla del Evangelio cae primero “en buena tierra”, que Jesús define como los que tienen un “corazón bueno” (Lucas 8:15). En consecuencia, el “que oye la palabra… con gozo”, la “entiende… y da fruto”, y persevera aprendiendo lo que es tener “hambre y sed de justicia” (Mateo 13:20, 23; Traducción de José Smith en inglés, Mateo 13:21; Mateo 5:6). Éste es “un potente cambio” (Mosíah 5:2). La conversión representa básicamente la transformación del “hombre natural” al “hombre de Cristo” (Mosíah 3:19; Helamán 3:29; véase también 2 Corintios 5:17). Es una labor que lleva un poco más de una tarde.
El resultado de ese proceso continuo lleva implícito el no tener “más disposición a obrar mal, sino a hacer lo bueno continuamente” (Mosíah 5:2). No es de extrañar, pues, que el proceso habilite a los así convertidos a “confirmar a [sus] hermanos” (Lucas 22:32) y a elevar a los demás estando “siempre preparados para presentar defensa… ante todo el que os demande razón de la esperanza que hay en vosotros” (1 Pedro 3:15). Esos seres justos llevan a cabo otro servicio vital pero modesto a la humanidad: llegan a formar parte del importante grupo de personas que pueden invocar las bendiciones de Dios sobre todo el género humano.
Los discípulos verdaderamente convertidos, aun cuando todavía sean imperfectos, procurarán “la vida del alma” todos los días, en todas las décadas y en medio de cualquier decadencia o destrucción. Ese proceso constituye estar en los “negocios de [su] Padre” (véase Lucas 2:49; véase también Moisés 1:39).
Puesto que de todos modos debe efectuarse esa conversión completa, los acontecimientos implacables y el tumulto pueden incluso ayudarnos haciéndonos retomar el camino o apresurarnos en él.
Mis hermanos, en medio de los volátiles e irritantes afanes del mundo debemos, como se nos ha enseñado, afanarnos “por la vida del alma”. Gracias a la gloriosa expiación de Jesucristo, la vida de esa alma inmortal sobrepasa la inmensa longevidad de cualquier estrella, y, por lo tanto, la breve duración de los acontecimientos terrenales temporarios, ¡por muy tétricos que sean!
¡Lo testifico en el santo nombre de Jesucristo, amén!