Palabras para vivir
Somos bendecidos en esta vida y en la venidera al enfrentar con éxito los desafíos de la vida y mantener la mira en los verdaderos propósitos de la misma.
El mundo está lleno de palabras, muchas de ellas estridentes, acusadoras y sarcásticas; juntas son sólo ruido y confusión y no les prestamos atención ni les damos importancia. Pero, de vez en cuando, emergen palabras de valor, como en esta conferencia, palabras para vivir.
El presidente Thomas S. Monson, en la conferencia general de abril de 1988, dijo:
“Apreciamos este inspirado pensamiento:
“Dios es un padre,
el hombre, un hermano.
La vida es una misión
y no una profesión”.
(Véase “Una invitación a la exaltación”, Liahona, julio de 1988, pág. 53).
Ésas son palabras para vivir.
Dios es nuestro Padre Celestial; somos Sus hijos espiritualmente engendrados. El saber cuál es nuestra relación con Dios nos ayuda a entender mejor de dónde vinimos y cuáles son nuestras posibilidades eternas. Al conocer a nuestro Padre Celestial, aprendemos la mejor manera de acercarnos a Él y cómo debemos vivir para complacerle. Nuestra jornada terrenal es parte de un plan divino de felicidad diseñado por Él, que nos llama a vivir por la fe, a obtener experiencias terrenales y a reunir los requisitos, mediante la obediencia y el poder de la Expiación, para regresar a Su presencia para siempre.
Vivimos en un mundo de marcadas diferencias: tierras, culturas, razas y lenguas diferentes. Por lo menos hasta cierto grado, debemos creer que ésa es la manera que Dios lo dispuso. El Evangelio nos enseña que a pesar de tales diferencias, todos somos hijos del mismo Padre Celestial. La raza humana es una familia y, por lo tanto, todos somos hermanos y hermanas.
Como hermanos y hermanas, debemos ver que nuestro Padre Celestial ama a Sus hijos por igual, como lo haría cualquier buen padre terrenal. La cortesía, la bondad, la generosidad y el perdón son elementos de la conducta apropiada que debe existir entre los miembros de una familia. Imagínense la desilusión que siente un Padre perfecto y amoroso que ve que Sus hijos se tratan mal.
La vida es corta; “ciertamente es neblina que se aparece por un poco de tiempo, y luego se desvanece” (Santiago 4:14). En el precioso tiempo que tenemos en la tierra, hay muchas cosas por hacer; algunas son más importantes que otras, por lo que debemos tomar decisiones sabias. Es obvio que algunas cosas son malas, otras son buenas, pero algunas son vitales si hemos de cumplir con las expectativas de nuestro Padre y tener éxito en nuestra probación terrenal.
Las expectativas del Padre son más que el sólo idear una manera de ganarse la vida o el entregarse a disfrutar de la belleza y los placeres de esta tierra, aunque el Señor nos ha asegurado: “Y complace a Dios haber dado estas cosas al hombre; porque para este fin fueron creadas, para usarse con juicio, no en exceso, ni por extorsión” (D. y C. 59:20).
Somos bendecidos en esta vida y en la venidera al enfrentar con éxito los desafíos de la vida y mantener la mira en los verdaderos propósitos de la misma. Ser obedientes a los mandamientos, guardar los sagrados convenios y “estar anhelosamente consagrados a una causa buena” (D. y C. 58:27) nos permite participar del gozo que constituye el propósito de nuestra existencia terrenal (2 Nefi 2:25).
El Señor nos ha dado esta seguridad adicional: “Aprended, más bien, que el que hiciere obras justas recibirá su galardón, sí, la paz en este mundo y la vida eterna en el mundo venidero” (D. y C. 59:23).
Por lo tanto, nuestra misión terrenal no tiene mucho que ver con nuestras ocupaciones terrenales; sin embargo, tiene todo que ver con la preparación para nuestro destino inmortal.
Testifico que una vida recta nos llevará de nuevo al Padre, quien nos dio la vida aquí y nos recibirá de nuevo en la vida eterna.
Muchos de los hijos de Dios viven como si no hubiese un juicio final; se ocupan de buscar comodidades, ganancia y placer. De tales personas, Nefi dijo: “Sí, y habrá muchos que dirán: Comed, bebed y divertíos, porque mañana moriremos; y nos irá bien” (2 Nefi 28:7). Muchos complican su error cuando sacan en conclusión: “No obstante, temed a Dios, pues él justificará la comisión de unos cuantos pecados; sí, mentid un poco, aprovechaos de alguno por causa de sus palabras, tended trampa a vuestro prójimo; en esto no hay mal; y haced todas las cosas, porque mañana moriremos; y si es que somos culpables, Dios nos dará algunos azotes, y al fin nos salvaremos en el reino de Dios” (2 Nefi 28:8).
Como resultado de esa equivocada manera de pensar, el mundo está lleno de atracciones morbosas y lascivas. Vemos a jovencitos que no quieren casarse; a jovencitas que en forma insensata renuncian a su virtud en su búsqueda de relaciones lujuriosas; a parejas que a propósito rehúsan tener niños o que optan por el “hijo que exponen como trofeo” porque una “familia” interferiría con los planes de aventuras, diversión o máxima ganancia financiera.
Sin embargo, hay millones de hermanos y hermanas fieles por todo el mundo que a diario se esfuerzan: “[Por vivir] de toda palabra que sale de la boca de Dios” (D. y C. 84:44). Ellos planifican su vida y la viven de acuerdo con la voluntad revelada de nuestro Padre Celestial; trabajan duro, estudian mucho y oran con ahínco. Saben ser serios y saben divertirse; escuchan la Palabra y la obedecen; conocen el significado de la ley de sacrificio y las bendiciones que reciben al vivirla. Esas personas fieles ayudan a los demás y los respetan; aman a los pequeños y a los ancianos y los cuidan; se destacan por sus buenos modales y elevadas normas morales y guían por medio del ejemplo en su hogar, en su vecindario y en su comunidad. Dios los ama y los bendice. Las palabras de Él son palabras para vivir, palabras que “…son ciertas y no fallarán…” (D. y C. 64:31).
Las palabras para vivir por lo general son sencillas y concisas; nos ayudan a recordar; nos mantienen en el sendero y nos llevarán de nuevo a nuestro Padre Celestial y a Su reposo.
Ruego que recordemos:
Dios es un padre,
el hombre, un hermano.
La vida es una misión,
y no una profesión.
En el nombre de Jesucristo. Amén.