Presentarnos sin mancha ante el Señor
Gracias a la expiación de Jesucristo, todos podemos presentarnos ante el Señor sin mancha, puros y blancos.
Hace años, mi aventurero hijo Jeff y yo nos encontrábamos a la una de la mañana en un viejo autobús que se bamboleaba en un camino de tierra de América Central. Habíamos tomado el autobús que salía más temprano porque era el único que había ese día. Media hora después, el conductor paró para dejar subir a dos misioneros; al verlos, les preguntamos con curiosidad a dónde iban a esa hora tan temprana. ¡A una conferencia de zona! Y estaban resueltos a hacer cualquier cosa por llegar a ella. A las dos de la mañana, otros dos élderes subieron al autobús y abrazaron con entusiasmo a sus compañeros de misión. Esa escena se repitió cada media hora mientras el vehículo subía por el remoto camino montañoso. Para las cinco de la mañana, teníamos a 16 escogidos del Señor como compañeros de viaje y disfrutábamos del Espíritu que trajeron a bordo.
De pronto, el autobús se detuvo haciendo chirriar los frenos, ya que un enorme deslizamiento de barro había cubierto el camino. Jeff me preguntó: “¿Qué hacemos ahora, papá?”. Nuestros amigos Stan, Eric y Allan tenían la misma preocupación. Entonces, el líder de zona gritó a los demás: “¡Vamos, élderes, nada nos va a detener!”, y todos salieron apresurados del autobús. Nosotros nos miramos y dijimos: “Sigamos a los élderes”, y salimos todos chapoteando en el barro tratando de seguir a los misioneros. Dio la casualidad de que había un camión del otro lado y todos subimos. Pero menos de dos kilómetros más adelante nos encontramos con otro deslizamiento, y una vez más, los élderes cruzaron entre el lodo mientras nosotros los seguíamos de cerca, pero esa vez no encontramos a ningún camión. El líder de zona dijo: “Vamos a llegar a donde tenemos que estar aunque tengamos que ir a pie el resto del camino”. Años más tarde, Jeff me dijo que aquellos misioneros y la foto que se tomaron lo habían inspirado y motivado enormementecuando sirvió al Señor en Argentina.
Aunque pudimos atravesar los montones de barro, quedamos todos sucios. Los misioneros estaban un poco nerviosos pensando en presentarse ante el presidente de la misión el día de la conferencia de zona, cuando él y la esposa estarían examinando cuidadosamente su aspecto.
Al atravesar nosotros los deslizamientos de tierra de la vida, inevitablemente recibiremos algunas manchas de lodo a lo largo del camino, y no queremos presentarnos embarrados ante el Señor. Cuando el Salvador estuvo en la antigua América, dijo: “…Arrepentíos, todos vosotros, extremos de la tierra, y venid a mí y sed bautizados en mi nombre, para que seáis santificados por la recepción del Espíritu Santo, a fin de que en el postrer día os presentéis ante mí sin mancha” (3 Nefi 27:20).
Alma nos advierte sobre algunas de las maneras en que podemos mancharnos con barro: “Porque nuestras palabras nos condenarán, sí, todas nuestras obras nos condenarán; no nos hallaremos sin mancha, y nuestros pensamientos también nos condenarán…” (Alma 12:14).
Y Alma también dijo lo siguiente:
“…no podéis ser salvos; porque nadie puede ser salvo a menos que sus vestidos hayan sido lavados hasta quedar blancos; sí, sus vestidos deben ser purificados hasta quedar limpios de toda mancha… ¿Cómo se sentirá cualquiera de vosotros, si comparecéis ante el tribunal de Dios, con vuestros vestidos manchados de sangre y de toda clase de inmundicia?” (Alma 5:21–22).
Y además habla de: “…todos los santos profetas, cuyos vestidos están limpios y se hallan sin mancha, puros y blancos…” (Alma 5:24).
Después, pregunta en qué situación estamos al atravesar los lodazales de la vida: “¿Habéis caminado, conservándoos irreprensibles delante de Dios? Si os tocase morir en este momento, ¿podríais decir… que vuestros vestidos han sido lavados y blanqueados mediante la sangre de Cristo…?” (Alma 5:27).
Gracias al arrepentimiento y a la expiación de Jesucristo, nuestros vestidos pueden ser sin mancha, puros, hermosos y blancos. Moroni suplicó, diciendo: “Volveos, pues, oh incrédulos, volveos al Señor; clamad fervientemente al Padre en el nombre de Jesús, para que quizá se os halle sin mancha, puros, hermosos y blancos, en aquel grande y postrer día, habiendo sido purificados por la sangre del Cordero” (Mormón 9:6).
En 1 Samuel leemos esto: “…No mires a su parecer, ni a lo grande de su estatura, porque… el hombre mira lo que está delante de sus ojos, pero Jehová mira el corazón” (16:7).
Los nefitas se fijaban en el aspecto exterior de los lamanitas; por eso, Jacob les dijo: “Por tanto, os doy un mandamiento, el cual es la palabra de Dios, que no los injuriéis más a causa del color obscuro de su piel…” (Jacob 3:9).
Nuestro Padre conoce y ama a Sus hijos de todo el mundo, desde Boston a Okinawa, desde San Antonio a España, desde Italia a Costa Rica. En Ghana, hace poco tiempo, el presidente Gordon B. Hinckley agradeció al Señor: “…la hermandad que existe entre nosotros, que ni el color de la piel ni la nacionalidad pueden separarnos como Tus hijos e hijas” (Oración dedicatoria del Templo de Accra, Ghana, en “Brotherhood Exists”, Church News, 17 de enero de 2004, pág. 17).
Invitamos a los hombres y las mujeres de todas partes, sea cual fuere su lenguaje o cultura, a venir a Cristo, “… y participen de su bondad; y a nadie de los que a él vienen desecha, sean negros o blancos, esclavos o libres, varones o mujeres… [porque] todos son iguales ante Dios…” (2 Nefi 26:33).
Venimos a este mundo en muchos colores, formas y circunstancias. Para ser salvos en el reino de Dios, no tenemos que ser ricos, altos, delgados, muy inteligentes ni hermosos; sólo tenemos que ser puros. Debemos ser obedientes al Señor Jesucristo y guardar Sus mandamientos. Y eso es algo que todos podemos hacer, sea cual sea nuestro lugar de residencia o nuestro aspecto.
Cuando los cuatro hijos de Mosíah enseñaron el Evangelio a los salvajes y feroces lamanitas, tuvo lugar en éstos un fuerte cambio de corazón:
“…cuantos lamanitas creyeron en su predicación y fueron convertidos al Señor, nunca más se desviaron.
“Porque se convirtieron en un pueblo justo; abandonaron las armas de su rebelión de modo que no pugnaron más en contra de Dios, ni tampoco en contra de ninguno de sus hermanos” (Alma 23:6–7).
Actualmente, hay muchos de sus descendientes que leen estas cosas en su propio ejemplar del Libro de Mormón y deciden seguir a Cristo. Me gusta encontrarme con los descendientes de Lehi, vestidos de inmaculado blanco, en los muchos templos del Área de México Sur donde estoy prestando servicio. Siento lo que sintió el presidente Gordon B. Hinckley al dedicar el Templo de la Ciudad de Guatemala:
“Bondadoso y misericordioso Padre, nuestros corazones están llenos de gratitud por haberte Tú acordado de los hijos y las hijas de Lehi, de las muchas generaciones de nuestros padres y madres que sufrieron tanto y anduvieron tan largo tiempo en la oscuridad. Tú has oído sus clamores y has visto sus lágrimas. Ahora se abrirán para ellos las puertas de la salvación y de la vida eterna” (Oración dedicatoria del Templo de la Ciudad de Guatemala, Guatemala, en “Their Cries Heard, Their Tears Seen”, Church News, 23 de diciembre de 1984, pág. 4).
He visto a humildes descendientes de Lehi bajar de las montañas para ir a ese templo y llorar abiertamente al contemplarlo maravillados. Una vez, uno de ellos me dio un abrazo y me pidió que llevara ese abrazo de amor, gratitud y hermandad a todos los amados misioneros que les habían llevado el Evangelio, y a todos los santos que por su fidelidad al diezmo habían puesto a su alcance las bendiciones del templo. Gracias a la expiación de Jesucristo, todos podemos presentarnos ante el Señor sin mancha, puros y blancos.
Con gran gratitud, elevo mi voz junto con la de Nefi: “Y hablamos de Cristo, nos regocijamos en Cristo, predicamos de Cristo, profetizamos de Cristo y escribimos según nuestras profecías, para que nuestros hijos, [y nuestros nietos], sepan a qué fuente han de acudir para la remisión de sus pecados” (2 Nefi 25:26).
A mi esposa y a mí nos gusta tanto este versículo, que ella lo pintó en una pared de nuestra sala, bajo una hermosa estatua de Cristo de porcelana blanca. Esas palabras son un constante recordatorio de que debemos centrar nuestra vida en Cristo.
Un día, nuestro hijo estaba leyendo las Escrituras con su familia y nuestro nieto de siete años leyó: “Y hablamos de Cristo, nos regocijamos en Cristo…” y exclamó: “¡Eh! ¡Eso es lo que abuelita y abuelo tienen en la pared!”. Ahora es uno de sus pasajes favoritos.
En otra ocasión, estábamos en el centro de visitantes de la Manzana del Templo con esos mismos nietos; Ashley, de dos años, estaba cansada y quería irse. Mi esposa le preguntó si le gustaría ver a un Jesús grande, como el que teníamos en casa, en la pared, y ella preguntó: “¿Es grande como yo?”. “Más grande”, le contestó mi esposa. Cuando esa pequeñita levantó los ojos para mirar la majestuosa estatua de Cristo, corrió a pararse frente a los pies y la contempló con reverencia durante unos minutos. Cuando su papá le dijo que era hora de irse, ella respondió: “¡No, no, papá! ¡Él me ama y quiere darme un abrazo!”.
El camino de la vida está lleno de lodazales espirituales. Sean cuales fueren nuestros pecados e imperfecciones, ataquémoslos con el mismo celo misional que tuvieron aquellos élderes para luchar contra los lodazales que ellos encontraron. Y agradezcamos diariamente a nuestro Padre el habernos enviado a Su Hijo Jesucristo para que nos perdone las manchas de barro a fin de que nos presentemos sin mancha ante Él. Mi nieta Ashley tenía razón: Él nos ama y en aquel gran día nos dirá: “Bien, buen siervo y fiel… entra en el gozo de tu señor” (Mateo 25:21).
Testifico que Él vive y que nos ama. Él es nuestro Salvador y Redentor. En el nombre de Jesucristo. Amén.