2000–2009
Su influencia personal
Abril 2004


Su influencia personal

Al seguir al Varón de Galilea, el Señor Jesucristo, nuestra influencia personal surtirá un efecto positivo allí donde estemos, cualesquiera que sean nuestros llamamientos.

Mis queridos hermanos y hermanas, tanto los aquí presentes como los que se hallan congregados en todo el mundo: solicito sus oraciones y su fe para responder a mi asignación y privilegio de dirigirles la palabra.

Hace más de cuarenta años, cuando el presidente David O. McKay me llamó a servir en el Quórum de los Doce Apóstoles, me recibió cálidamente con una sincera sonrisa y un tierno abrazo. Entre los sagrados consejos que me dio se hallaba la siguiente exposición: “Existe una responsabilidad de la que nadie puede huir, a saber: el efecto de la influencia personal”.

El llamamiento de los primeros apóstoles reflejaba la influencia del Señor. Cuando Él buscó a un hombre de fe, no lo hizo entre la multitud de los que se consideraban justos y que se hallaban casi siempre en la sinagoga, sino que lo llamó de entre los pescadores de Capernaum. Pedro, Andrés, Santiago y Juan oyeron el llamado: “Venid en pos de mí, y os haré pescadores de hombres”1. Y fueron en pos de Él. Simón, el vacilante, llegó a ser Pedro, apóstol de fe.

Cuando el Salvador tuvo que escoger un misionero lleno de fervor y de poder, no lo halló entre Sus seguidores, sino entre Sus adversarios: Saulo de Tarso, el perseguidor, llegó a ser Pablo, el proselitista. El Redentor escogió a hombres imperfectos para enseñar el camino que conduce a la perfección. Lo hizo entonces y lo hace en la actualidad.

Él les llama a ustedes, y me llama a mí, para servirle aquí y nos asigna las tareas que desea que cumplamos. El compromiso es total y no podemos dudar de que estamos haciendo lo correcto.

Al seguir al Varón de Galilea, el Señor Jesucristo, nuestra influencia personal surtirá un efecto positivo allí donde estemos, cualesquiera que sean nuestros llamamientos.

Puede que la tarea que se nos señale nos parezca insignificante, innecesaria o que pase inadvertida. Algunos tal vez se sientan tentados a preguntar:

“Padre, ¿qué puedo hacer por Ti?”,

y mi corazón de amor por Él rebosó.

Me dijo: “Cuida ese sitio para mí”,

y un insignificante lugar me señaló.

“¡No! ¡No! Ese rincón no quiero.

Lo que yo haga nadie jamás verá;

aun cuando trabaje con esmero

mi obra inadvertida pasará”.

Me habló, y su voz no era severa:

“¿Lo haces por mí o para que te vean?

Sabes que Nazaret pequeña era

y que también lo era Galilea”2.

La familia es el lugar idóneo para enseñar y un laboratorio donde aprender. La noche de hogar brinda progreso espiritual a cada miembro de la familia.

“El hogar es el fundamento de una vida recta y ningún otro medio puede ocupar su lugar ni cumplir sus funciones esenciales”3. Esta verdad la han enseñado muchos Presidentes de la Iglesia.

Es en el hogar donde los padres y las madres pueden enseñar a sus hijos a llevar una vida próvida. El compartir las tareas y el ayudarse mutuamente constituye un modelo para las futuras familias a medida que los niños crezcan, se casen y partan del hogar paterno. Las lecciones que se aprenden en el hogar son las más duraderas. El presidente Gordon B. Hinckley sigue haciendo hincapié en que se eviten las deudas innecesarias, en que no se caiga en el error de llevar una vida que los ingresos no permitan ni en la tentación de que nuestros deseos se conviertan en nuestras necesidades.

La exhortación del apóstol Pablo a su bienamado Timoteo proporciona un consejo que permite que nuestra influencia personal anide en el corazón de las personas con las que nos relacionamos: “…sé ejemplo de los creyentes en palabra, conducta, amor, espíritu, fe y pureza”4.

De muchacho, mi familia vivía en el Barrio Seis-Siete de la Estaca Pioneer. La población del barrio la conformaba gente que estaba de paso, lo cual generaba frecuentes cambios en los maestros de la Escuela Dominical. Cuando los jóvenes de entonces, muchachos y niñas, acabábamos de familiarizarnos con un maestro determinado y comenzábamos a apreciarle, el superintendente de la Escuela Dominical iba a nuestra clase y nos presentaba a un nuevo maestro o maestra; eso nos hacía sentir muy desilusionados y se perdía la disciplina en el aula.

Los candidatos a maestros, sabedores del desagradable comportamiento de nuestra clase, declinaban amablemente o sugerían la posibilidad de instruir a otra clase con alumnos más manejables. Nosotros nos deleitábamos con nuestra recién adquirida fama y decidimos no defraudar los temores de los maestros.

Un domingo por la mañana, una joven encantadora entró en la sala de clase acompañada del superintendente, que la presentó diciéndonos que ella había pedido tener la oportunidad de enseñarnos. Supimos que había sido misionera y que tenía afecto a los jóvenes. Se llamaba Lucy Gertsch; era hermosa, tenía una voz suave y nos demostraba su interés. Pidió a cada uno de nosotros que se presentara, y luego nos hizo algunas preguntas que le ayudaron a comprender mejor los antecedentes de cada alumno. Nos habló de su niñez en Midway, Utah, y al describir ese hermoso valle, nos hizo sentir la belleza del lugar y el deseo de contemplar los verdes prados que ella tanto amaba.

Cuando Lucy nos enseñaba, hacía que las Escrituras cobraran vida para nosotros; conocimos personalmente a Samuel, a David, a Jacob, a Nefi, a José Smith y al Señor Jesucristo. Nuestro conocimiento del Evangelio aumentó; nuestra conducta mejoró; nuestro amor por Lucy Gertsch no tenía límites.

Comenzamos a proyectar una fiesta de Navidad gigantesca y a ahorrar los centavos para hacerla; la hermana Gertsch llevaba un concienzudo registro de nuestro progreso. Como jovencitos de excelente apetito, mentalmente convertíamos el total monetario en pasteles, galletitas y helado. Iba a ser una ocasión gloriosa, la fiesta más grande de todas. Ninguno de nuestros maestros había siquiera sugerido una fiesta como la que pensábamos hacer.

Pasaron los meses de verano y llegó el otoño, y el otoño se tornó en invierno. Ya teníamos lo necesario para la fiesta. Habíamos progresado espiritualmente y prevalecía un buen espíritu.

Ninguno de nuestro grupo olvidará aquella gris mañana en la que nuestra querida maestra nos anunció la muerte de la madre de uno de nuestros compañeros; pensamos en lo mucho que significaba nuestra propia madre para nosotros y todos sentimos pesar por Billy Devenport y por su gran pérdida.

Aquel domingo, la lección se basó en el capítulo 20, versículo 35, del libro de Hechos: “…se debe… recordar las palabras del Señor Jesús, que dijo: Más bienaventurado es dar que recibir”. Al terminar de enseñar su bien preparada lección, Lucy Gertsch nos habló de la situación económica de la familia de Billy. Era la época de la Depresión Económica y el dinero escaseaba. Con un brillo especial en los ojos, nos preguntó: “¿Les gustaría seguir esa enseñanza del Señor? ¿Qué piensan con respecto a tomar los fondos que tienen para la fiesta y darlos a los Devenport como una expresión de nuestro afecto por ellos?”. La decisión fue unánime; contamos cuidadosamente el dinero, lo colocamos en un sobre y compramos una bonita tarjeta en la que anotamos nuestros nombres.

Aquel sencillo acto de bondad nos ligó como si fuéramos uno. Por experiencia propia, supimos que ciertamente es más bienaventurado dar que recibir.

Los años han volado. La capilla ya no existe, víctima de la industrialización. Pero los jovencitos y las jovencitas que aprendimos, reímos y crecimos bajo la dirección de aquella inspirada maestra de la verdad, jamás hemos olvidado su amor ni sus lecciones. Su influencia personal para el bien resultó contagiosa.

Una Autoridad General cuya influencia personal se percibió por doquier fue el difunto presidente Spencer W. Kimball. Él sí que fue determinante en la vida de innumerables personas.

Cuando era obispo, una noche sonó el teléfono. La persona que llamaba se identificó como el élder Spencer W. Kimball. Y me dijo: “Obispo Monson, en los límites de su barrio hay un predio de casas rodantes y, en una de las casas rodantes que hay allí, la más pequeña de todas, hay una encantadora viuda navajo: Margaret Bird. ¿Podría hacer que la presidenta de la Sociedad de Socorro la visitara y la invitara a asistir a la Sociedad de Socorro y a participar junto con las hermanas?”. Lo hicimos, y Margaret Bird asistió y recibió una cálida bienvenida.

El élder Kimball me llamó en otra ocasión. “Obispo Monson”, me dijo, “me he enterado de que hay dos muchachos samoanos que viven en un hotel del centro de la ciudad y que se van a meter en líos. ¿Les haría integrarse como miembros de su barrio?”.

Me encontré a los dos jóvenes a medianoche, sentados en la escalinata del hotel tocando el ukelele y cantando. Llegaron a ser miembros de nuestro barrio y con el tiempo se casaron en el templo y sirvieron con valor. Ejercieron una gran influencia para bien.

La primera vez que fui obispo, me di cuenta de que nuestro registro de suscripciones a la Revista de la Sociedad de Socorro en el Barrio 67 era muy bajo. Con oración, analizamos los nombres de personas a las que podríamos llamar como representante de la revista, y la inspiración nos dictó que se concediera la asignación a Elizabeth Keachie. Como obispo suyo, le extendí esta tarea, a lo que ella respondió: “Obispo Monson, lo haré”.

Elizabeth Keachie era descendiente de escoceses, y cuando dijo “lo haré”, supe sin duda que así iba a ser. Ella y su cuñada, Helen Ivory, (ninguna de las dos medía más de metro y medio) comenzaron a ponerse en contacto con todos los del barrio, casa por casa, calle por calle, manzana por manzana. El resultado fue fenomenal: tuvimos más subscripciones para la Revista de la Sociedad de Socorro que las registradas por todas las demás unidades de nuestra estaca juntas.

Un domingo por la tarde felicité a Elizabeth Keachie y le dije: “Su tarea ha terminado”.

Ella me contestó: “Todavía no, obispo; hay dos manzanas enteras que todavía no hemos cubierto”.

Cuando me dijo cuáles eran las manzanas, le dije: “Hermana Keachie, nadie vive por allí; es una zona industrial”.

“No importa”, me dijo, “me sentiré mejor si Nell y yo vamos, y lo comprobamos por nosotras mismas”.

En un día lluvioso, ella y Nell recorrieron esas dos manzanas finales. No notaron ninguna casa en la primera, ni tampoco en la segunda; y mientras se preparaban para dar por finalizada su búsqueda, notaron la entrada de un garaje cubierto de charcos de barro debido a una tormenta reciente. La hermana Keachie miró hacia esa entrada, que estaba al lado de un taller, quizás a una distancia de unos treinta metros, y divisó un garaje. No se trataba de un garaje normal, pues la ventana tenía unas cortinas.

Se volvió a su compañera y le dijo: “Nell, ¿y si lo investigamos?”.

Las dos dulces hermanas caminaron por la entrada llena de lodo hacia un lugar desde donde se veía todo el garaje. Entonces distinguieron una puerta por uno de los costados del garaje y que no se divisaba desde la calle; además, vieron una chimenea que despedía humo.

Elizabeth Keachie llamó a la puerta, y un hombre de sesenta y ocho años, William Ringwood, las atendió; ellas le hablaron en cuanto a la necesidad de que cada hogar tuviera la Revista de la Sociedad de Socorro. William Ringwood les contestó: “Mejor pregúntenle a mi padre”. Entonces, Charles W. Ringwood, de 94 años, se acercó a la puerta y también escuchó el mensaje; ¡y se suscribió!

Elizabeth Keachie me informó de la presencia de esos dos hombres en nuestro barrio. Cuando solicité sus certificados de miembro a las Oficinas Generales de la Iglesia, recibí una llamada del secretario del Departamento de Miembros de la Oficina del Obispado Presidente, quien me dijo: “¿Está usted seguro de que Charles W. Ringwood vive en su barrio?”.

Le contesté que sí, tras lo cual me informó de que el certificado de miembro de ese hermano había permanecido en el archivo de “perdidos y desconocidos” de la Oficina del Obispado Presidente durante dieciséis años.

El domingo por la mañana, Elizabeth Keachie y Nell Ivory llevaron a Charles y a William Ringwood a nuestra reunión del sacerdocio; era la primera vez que ponían un pie en una capilla en muchos años. Charles Ringwood era el diácono de más edad que había conocido en mi vida y su hijo era el miembro varón de más edad que no poseía el sacerdocio que yo había conocido.

Tuve la oportunidad de ordenar al hermano Charles Ringwood a los oficios de maestro, de presbítero y luego de élder. Nunca olvidaré la entrevista para la recomendación del templo que tuve con él. Me dio un dólar de plata que extrajo de un viejo y gastado monedero de cuero, y me dijo: “Ésta es mi ofrenda de ayuno”.

Le contesté: “Hermano Ringwood, usted no debe ninguna ofrenda de ayuno; usted es el que la necesita”.

“Deseo recibir las bendiciones y no guardar el dinero”, me respondió.

Mía fue la oportunidad de llevar a Charles Ringwood al Templo de Salt Lake y de asistir con él a la sesión de investidura.

Charles W. Ringwood falleció a los pocos meses. Durante el servicio funerario, noté que su familia estaba sentada en el banco de enfrente de la capilla de la funeraria; pero también vi a dos encantadoras y dulces damas sentadas en la parte de atrás de la capilla: Elizabeth Keachie y Helen Ivory.

Al contemplar a esas dos fieles y dedicadas mujeres y reflexionar sobre lo positivo de su influencia personal, la promesa del Señor hizo rebosar mi alma: “Yo, el Señor, soy misericordioso y benigno para con los que me temen, y me deleito en honrar a los que me sirven en rectitud y en verdad hasta el fin. Grande será su galardón y eterna será su gloria”5.

Hay Alguien, superior a todos, cuya influencia personal abarca los continentes, se expande sobre los océanos y penetra en el corazón de los verdaderos creyentes. Él expió los pecados del género humano.

Testifico que Él es el Maestro de la verdad, pero es algo más que un maestro. Es el Ejemplo de una vida perfecta, pero es más que un ejemplo. Es el Gran Médico, pero es más que un médico. Es, literalmente, el Salvador del mundo, el Hijo de Dios, el Príncipe de Paz, el Santo de Israel, el Señor resucitado, que dijo:

“…soy Jesucristo, de quien los profetas testificaron que vendría al mundo… Yo soy la luz del mundo”6.

“Soy el primero y el último; soy el que vive, soy el que fue muerto; soy vuestro abogado ante el Padre”7.

Como testigo Suyo, ¡testifico que Él vive! En Su santo nombre, sí, Jesucristo, el Salvador. Amén.

  1. Mateo 4:19.

  2. Meade McGuire, “Father, Where Shall I Work Today?”, en Best-Loved Poems of the LDS People, compilado por Jack M. Lyon y otros, 1996, pág. 152.

  3. Carta de la Primera Presidencia, 11 de febrero de 1999; citada en Liahona, diciembre de 1999, pág. 1.

  4. 1 Timoteo 4:12.

  5. D. y C. 76:5–6.

  6. 3 Nefi 11:10–11.

  7. D. y C. 110:4.