El llamado al valor
Tengamos el valor de desafiar la opinión popular, el valor de defender lo que sea justo. El tener valor y no transigir es lo que trae la aprobación de Dios.
Hermanos, es una inspiración verles; es algo maravilloso el pensar que en miles de capillas por todo el mundo, a esta hora, sus compañeros en el sacerdocio de Dios están recibiendo este programa mediante una transmisión vía satélite. Las nacionalidades varían y los idiomas son muchos, pero nos une algo en común: Se nos ha confiado poseer el sacerdocio y actuar en el nombre de Dios. Se nos ha conferido una sagrada responsabilidad y es mucho lo que se espera de nosotros.
Hace mucho, el renombrado escritor Charles Dickens escribió acerca de las oportunidades que nos aguardan en el futuro. En el libro clásico titulado Grandes Esperanzas, Dickens describió a un niño llamado Philip Pirrip, más comúnmente conocido como “Pip”. Pip nació en circunstancias poco comunes: era huérfano y deseaba de todo corazón llegar a ser erudito y caballero. No obstante, todas sus ambiciones y esperanzas parecían estar destinadas al fracaso. Jóvenes, ¿no se sienten así a veces? ¿Pensamos los que somos mayores de esa misma manera?
Entonces un día, un abogado londinense llamado Jaggers se acercó al pequeño Pip y le dijo que un bienhechor desconocido le había heredado una fortuna. El abogado pasó su brazo alrededor del hombro de Pip y le dijo: “Hijo, tienes grandes esperanzas”.
Esta noche, al verlos a ustedes, jovencitos, y al darme cuenta de quiénes son y de lo que pueden llegar a ser, declaro: “Ustedes tienen grandes esperanzas”, no como resultado de un bienhechor desconocido, sino como resultado de un bienhechor conocido, sí, nuestro Padre Celestial, y se esperan grandes cosas de ustedes.
La jornada de la vida no se viaja por una autopista libre de obstáculos, dificultades y trampas; por el contrario, es un sendero marcado por bifurcaciones y curvas. Constantemente tenemos que tomar decisiones y, a fin de tomarlas con prudencia, se necesita valor, el valor para decir “No” y el valor para decir “Sí”, ya que las decisiones determinan el destino.
El llamado al valor nos llega constantemente a cada uno de nosotros; siempre ha sido así, y siempre lo será.
Un joven soldado de infantería que vestía el uniforme gris de la Confederación durante la Guerra Civil de los Estados Unidos anotó en un registro en cuanto al valor de un líder militar. Con estas palabras describe la influencia del General J. E. B. Stuart:
“[En un momento crítico de la batalla], levantó la mano hacia el enemigo y exclamó: ‘¡Adelante, hombres! ¡Adelante! ¡Sólo síganme!’.
“Con valor y determinación, [ellos lo siguieron] como un inmenso torrente embravecido”, se apoderaron del objetivo y lo retuvieron1.
En una época anterior, y en una tierra muy distante, otro líder emitió la misma súplica: “Venid en pos de mí”2. No era un general de guerra, sino el Príncipe de Paz, el Hijo de Dios. Los que lo siguieron entonces, y los que lo siguen hoy, ganan una victoria mucho más importante, con consecuencias eternas. La necesidad del valor es constante.
Las Santas Escrituras representan la evidencia de esa verdad. José, hijo de Jacob, el mismo que fue vendido para Egipto, manifestó la firme determinación de valor cuando a la esposa de Potifar, que intentó seducirlo, le declaró: “¿cómo… haría yo este grande mal, y pecaría contra Dios?… y no escuchándola él… huyó y salió”3.
En nuestros días, un padre aplicó este ejemplo de valor a la vida de sus hijos, al declarar: “Si alguna vez se encuentran donde no debieran estar: ¡salgan de inmediato!”.
¿Quién no se siente inspirado por los 2.000 hijos jóvenes de Helamán que enseñaron y demostraron la necesidad de tener valor para seguir las enseñanzas de los padres y el valor para ser castos y puros?4
Tal vez el ejemplo de Moroni sobrepase al de todos ellos; ya que él tuvo el valor de perseverar hasta el fin en rectitud5.
Todos se sintieron fortalecidos por las palabras de Moisés: “Esforzaos y cobrad ánimo; no temáis, ni tengáis miedo… porque Jehová tu Dios es el que va contigo; no te dejará, ni te desamparará”6. Él no los dejó ni nos dejará a nosotros; no los desamparó ni nos desamparará a nosotros.
Esta dulce seguridad es la que puede guiarnos, a ustedes y a mí, en nuestra época, en nuestros días, en nuestras vidas. Sin duda, sentiremos temor, soportaremos burlas y experimentaremos oposición. Tengamos el valor de desafiar la opinión popular, el valor de defender lo que sea justo. El tener valor y no transigir es lo que trae la aprobación de Dios. El valor llega a ser una virtud real y atractiva cuando no sólo se considera como el estar dispuesto a morir con hombría, sino también como una determinación de vivir con decencia. Un cobarde moral es el que tiene miedo de hacer lo que sabe que es correcto porque otros puedan estar en su contra o burlarse de él. Recuerden que todos los hombres tienen sus temores, pero los que enfrentan sus temores con dignidad también son valientes.
De mi experiencia personal con el valor, permítanme compartir con ustedes un ejemplo del servicio militar.
El entrar en la Marina de los Estados Unidos durante los últimos meses de la Segunda Guerra Mundial fue una experiencia difícil para mí. Me enteré de hazañas valerosas, actos de valor y ejemplos de valentía. Uno de los que recuerdo mejor fue el callado valor de un joven marinero de dieciocho años, que no era de nuestra fe, y que no se avergonzaba de orar. De los 250 hombres de la compañía, él era el único que todas las noches se arrodillaba al lado de su cama, a veces entre las bromas de los curiosos y la burla de los incrédulos y, con la cabeza inclinada, oraba a Dios. Nunca vacilaba ni titubeaba. Tenía valor.
Me encantan las palabras de la poetisa Ella Wheeler Wilcox:
Fácil es ser agradable,
cuando la vida es placentera.
Pero el que sonríe es el que vale
cuando todo mal le sale7. (Traducción libre.)
Así era Paul Tingey. Hace sólo un mes asistí a los servicios funerarios de él, aquí, en Salt Lake City. Paul se crió en un buen hogar Santo de los Últimos Días y sirvió una misión honorable para el Señor en Alemania. Uno de sus compañeros en el campo misional fue el élder Bruce D. Porter, del Primer Quórum de los Setenta. El élder Porter describió al élder Tingey como uno de los misioneros más dedicados y de más éxito que haya conocido.
Al concluir su misión, el élder Tingey volvió a casa, terminó sus estudios en la universidad, contrajo matrimonio con su novia, y juntos criaron a su familia. Él prestó servicio como obispo y tuvo éxito en su vocación.
Entonces, sin ninguna advertencia, los síntomas de la temible enfermedad esclerosis múltiple atacaron su sistema nervioso. Viéndose esclavizado a ese mal, Paul Tingey luchó valientemente, pero el resto de su vida tuvo que estar confinado en un centro donde se le atendía, lugar donde hizo sentir a los demás que es bueno vivir8. Siempre que yo asistía a las reuniones de la Iglesia allí, Paul elevaba mi espíritu, como lo hacía con el de todos los demás.
Cuando las Olimpíadas mundiales se llevaron a cabo en Salt Lake City en 2002, Paul fue seleccionado para portar la antorcha olímpica un trecho del recorrido. Cuando se hizo el anuncio de ello en el centro de salud, los pacientes vitorearon de alegría, y un fuerte aplauso resonó por los pasillos. Cuando felicité a Paul, respondió con su limitada dicción: “Espero no dejar caer la antorcha”.
Hermanos, Paul Tingey no dejó caer la antorcha olímpica; sino aún más que eso: con valentía portó la antorcha que le fue dada en la vida y lo hizo hasta el día de su muerte.
Espiritualidad, fe, determinación, valor: Paul Tingey poseía esas cualidades.
Alguien ha dicho que el valor no es la ausencia del temor, sino el dominio del mismo9. A veces se necesita valor para levantarnos del fracaso y hacer un nuevo intento.
Cuando era jovencito, participé en un juego de básquetbol de la Iglesia. Cuando el entrenador se dio cuenta de que tal vez íbamos a perder el partido, me puso a jugar inmediatamente después del segundo tiempo. Recibí un pase, me abrí paso hacia el área de tiro y lancé la pelota en dirección al cesto. En el momento en que la pelota salía de mis dedos, me di cuenta de la razón por la que no había habido ninguna oposición de la defensa del equipo contrario: ¡Había lanzado un tiro al cesto equivocado! Ofrecí una oración en silencio: “Padre, por favor, no permitas que la pelota caiga dentro del cesto”. La pelota rodó por todo el aro y luego cayó fuera.
En seguida, oí un cántico que llegaba de las gradas: “¡Queremos a Monson, queremos a Monson, queremos a Monson… fuera!”. El entrenador les concedió su deseo.
Muchos años más tarde, siendo miembro del Consejo de los Doce, otras Autoridades Generales y yo visitamos una capilla recientemente terminada donde, a modo de experimento, probábamos una alfombra de tejido bastante ajustado instalada en el piso del gimnasio.
Mientras algunos de nosotros examinábamos el piso, el obispo Richard Clarke, que integraba el Obispado Presidente, de pronto me tiró la pelota y dijo: “¡No creo que pueda encestar desde donde está!”.
Yo me encontraba algo retirado de la línea profesional que marca el área de los tres tantos, y nunca en mi vida había acertado encestar desde esa distancia. El élder Mark E. Petersen les dijo a los demás: “¡Yo creo que sí puede hacerlo!”.
Mis pensamientos se volvieron a aquella situación embarazosa de hacía muchos años en que lancé la pelota al aro equivocado. No obstante, apunté hacia el objetivo y lancé la pelota al aire. ¡Y cayó dentro del cesto!
Lanzándome la pelota, el obispo Clarke me retó nuevamente: “¡Estoy seguro de que no lo puede volver a hacer!”.
El élder Petersen contestó: “¡Claro que puede!”.
Las palabras del poeta resonaron en mi corazón: “Sácanos de las sombras, gran Moldeador de hombres, para esforzarnos una vez más”10. Lancé la pelota; voló hacia el cesto y cayó dentro de él.
Eso concluyó la visita de inspección.
Durante el almuerzo, el élder Petersen me dijo: “Tú podrías haber sido una estrella en la NBA”.
El ganar o perder en el básquetbol se esfuma de nuestros pensamientos al contemplar nuestros deberes como poseedores del sacerdocio de Dios, tanto del Aarónico como del Melquisedec. Tenemos el solemne deber de prepararnos mediante la obediencia a los mandamientos del Señor, y de responder a los llamamientos que recibamos de servirle.
Nosotros, que hemos sido ordenados al sacerdocio de Dios, podemos hacer sentir nuestra influencia. Cuando nos hacemos acreedores de la ayuda del Señor, podemos edificar a jóvenes, corregir a hombres y obrar milagros en Su santo servicio. Las oportunidades que tenemos son ilimitadas.
Aun cuando la tarea parezca muy grande, nos fortalece esta verdad: “La fuerza más grande del mundo hoy en día es el poder de Dios que se manifiesta por medio del hombre”. Si nos encontramos en el servicio del Señor, tenemos derecho a recibir Su ayuda. Esa ayuda divina, sin embargo, depende de nuestra dignidad. Para navegar a salvo los mares de esta vida terrenal, para llevar a cabo una misión de rescate humano, necesitamos la guía del Marinero Eterno: el gran Jehová. Para recibir ayuda celestial levantamos la vista a Dios y extendemos las manos para ayudar a otros.
¿Extendemos manos limpias? ¿Son puros nuestros corazones? Al mirar hacia atrás en las páginas de la historia, encontramos una lección de dignidad en las palabras del agonizante rey Darío. A Darío, por medio de los ritos debidos, se le había reconocido como el legítimo rey de Egipto; a su adversario, Alejandro Magno, se le había declarado hijo legítimo de Amón. Él también era faraón. Alejandro, al encontrar al derrotado Darío al borde de la muerte, le puso las manos sobre la cabeza para curarlo, mandándole ponerse de pie y asumir nuevamente su posición de rey, diciéndole: “Juro ante ti, Darío, por todos los dioses, que hago esto con sinceridad y sin engaños”. Darío le reprochó suavemente: “Alejandro… ¿crees que puedes tocar los cielos con esas manos?”11.
Hermanos, al aprender nuestro deber y magnificar los llamamientos que hemos recibido, el Señor guiará nuestros esfuerzos y tocará el corazón de aquellos a quienes sirvamos.
Hace muchos años, al visitar a una anciana viuda, Mattie, a la que conocía desde hacía mucho tiempo y de la cual había sido yo su obispo, el corazón se me encogía al ver su terrible soledad. Un hijo, al que ella quería mucho, vivía muy lejos y hacía años que no la visitaba. Mattie pasaba largas horas mirando por la ventana y esperando. Tras la raída cortina que abría con frecuencia, la desilusionada madre se decía: “Dick vendrá; Dick vendrá”.
Pero Dick no llegó. Los años pasaron uno tras otro, hasta que un día, como un rayo de sol, Dick se volvió activo en la Iglesia; él vivía en Houston, Texas, lejos de su madre. Viajó entonces a Salt Lake para hablar conmigo. Me llamó por teléfono al llegar y, entusiasmado, me contó del cambio que había experimentado; me preguntó si yo tenía tiempo para verle si iba directamente a mi oficina. Si bien mi reacción fue de alegría, le dije: “Dick, ve primero a ver a tu madre y después ven a verme a mí”. De buena gana hizo lo que le pedí.
Antes de que Dick llegara a mi oficina, me telefoneó Mattie, su madre, y entre sollozos de alegría me dijo: “Obispo, sabía que Dick vendría; le dije a usted que vendría. Le vi por la ventana cuando llegaba”.
Unos años después, en el funeral de Mattie, Dick y yo recordamos con ternura aquella experiencia. Habíamos presenciado el poder sanador de Dios a través de la ventana de la fe que una madre tenía en su hijo.
El tiempo sigue su curso; el deber marca el paso en esa marcha; el deber no opaca ni disminuye; conflictos catastróficos vienen y van, pero la guerra emprendida por las almas de los hombres continúa sin menguar. Como el llamado del clarín llega la palabra del Señor a ustedes, y a mí, y a todos los poseedores del sacerdocio en todas partes: “Por tanto, aprenda todo varón su deber, así como a obrar con toda diligencia en el oficio al cual fuere nombrado”12.
Que cada uno tenga el valor para hacerlo, lo ruego en el nombre de Jesucristo. Amén.