“Sin dudar ni desesperar”, capítulo 16 de Santos: La historia de la Iglesia de Jesucristo en los últimos días, tomo II, Ninguna mano impía, 1846–1893, 2019
Capítulo 16: “Sin dudar ni desesperar”
Capítulo 16
Sin dudar ni desesperar
Mientras las primeras partidas de rescate se apresuraban rumbo al este, la compañía de Edward Martin acampó cerca de la compañía de carromatos de Jesse Haven y Hodgetts en el fuerte Laramie, un puesto militar que se hallaba a mitad de camino entre Florence y Salt Lake City. Las provisiones de alimentos de los emigrantes disminuían y no se avistaba ningún grupo de socorro que viniera del valle.
El hombre a cargo del fuerte abrió su almacén a los santos, quienes vendieron sus relojes y otros bienes para comprar un poco más de harina, tocino y arroz; pero ni aun con esas provisiones tendrían suficiente para cubrir sus necesidades en los ochocientos kilómetros de recorrido que restaban1.
Jesse Haven temía por los santos de la compañía de carros de mano. Medio kilo de harina al día no era suficiente para sostener a una persona que tiraba de un carro de mano por senderos arenosos y colinas rocosas, y esa escasa ración pronto tendría que ser reducida. El esfuerzo físico era particularmente difícil para los santos de mayor edad, que habían comenzado a morir en cantidades alarmantes.
“Son un pueblo realmente pobre y afligido”, le informaba Jesse a Brigham Young en una carta. “Se me parte el corazón por ellos”2.
Los emigrantes continuaron esforzándose. La compañía de carromatos de Jesse viajaba cerca de la de Martin, ofreciendo la ayuda que podían, pero los emigrantes con carros de mano se desplazaban más lentamente. Poco después de haber partido del fuerte, a Aaron Jackson, el británico que trabajaba la seda, le dio fiebre. La enfermedad socavó sus fuerzas y pareció perder la determinación de seguir avanzando.
Aaron quería comer una porción mayor que su ración, pero no había comida sobrante. Luego de comprobar la provisión de alimentos de la compañía, el capitán Martin redujo la ración diaria a poco más de 300 gramos de harina por persona. La familia de Aaron y sus amigos trataron de que se mantuviera en movimiento, pero el esfuerzo lo agotó aún más3.
La mañana del 19 de octubre, Aaron se sentó a descansar junto al camino mientras los de la compañía continuaron avanzando hacia el río North Platte. Hacia el mediodía aún se sentía demasiado débil para caminar. Las temperaturas habían descendido drásticamente en los últimos días y había comenzado a nevar. Si no se levantaba pronto y se reunía con su compañía, moriría congelado.
Más tarde, dos hombres de la compañía lo encontraron, lo pusieron en un carromato junto con otros santos enfermos y lo llevaron hasta el río North Platte. Encontró a su familia a la orilla del río, preparándose para cruzarlo con su carro de mano. Debido a que los bueyes del carromato estaban demasiado débiles para tirar de la carga con seguridad a través de la corriente, Aaron se bajó del carromato para cruzar el río a pie.
Entró sin fuerzas en las gélidas aguas mientras su esposa, Elizabeth, y su cuñada, Mary, se quedaron junto a los niños y el carro de mano. Logró recorrer una corta distancia, pero tropezó con un banco de arena y cayó debido al agotamiento. Mary entró rápidamente al río y logró ponerlo de pie, y un hombre a caballo se acercó, lo levantó y lo transportó hasta la otra orilla4.
Se levantó un viento del norte sobre la compañía y comenzó a granizar. Mary regresó al carro de mano y junto con Elizabeth tiraron del carro a través del río. Mientras los emigrantes se esforzaban por cruzar, hubo mujeres y hombres que regresaban al río para rescatar a sus amigos. Algunos cargaron a los que eran muy ancianos o demasiado jóvenes o que estaban muy enfermos para cruzarlo. Sarah Ann Haigh, de diecinueve años, se adentró en las gélidas aguas una y otra vez y ayudó a varias personas a cruzar.
Como Aaron Jackson no podía dar un paso más, lo pusieron sobre un carro de mano y, con los pies colgando del carro, lo transportaron hasta el sitio donde acamparon esa noche. Elizabeth y Mary le seguían más atrás, prestas para atenderlo apenas llegasen al campamento. Tras ellos, los santos marchaban tambaleantes en el ocaso de la tarde, con sus ropas harapientas congeladas sobre sus cuerpos5.
Esa noche, Elizabeth ayudó a su esposo a acostarse y se quedó dormida a su lado. Cuando se despertó unas horas más tarde, intentó escuchar la respiración de Aaron, mas no oyó nada. Alarmada, lo palpó y halló que su cuerpo estaba frío y rígido.
Elizabeth gritó pidiendo ayuda, pero no había nada que los demás pudieran hacer. Pensó en encender fuego para ver a Aaron, pero no tenía con qué.
Acostada al lado del cuerpo inerte de su esposo, Elizabeth no lograba dormir. Esperó, oró y lloró mientras aguardaba las primeras luces del alba. Las horas transcurrían lentamente. Sabía que aún tenía que atender a sus hijos y que tenía a su hermana Mary para ayudarla, pero Mary también estaba enfermando. El Señor era el único en quien podía confiar realmente. Esa noche, le pidió ayuda y confió en que Él la consolaría y ayudaría a sus hijos.
Al amanecer, los emigrantes se desalentaron al ver la tierra cubierta de varios centímetros de nieve. Un grupo de hombres se llevaron a Aaron junto con otros trece que habían muerto durante la noche. Como el terreno estaba muy duro para poder cavar, envolvieron los cuerpos en mantas y los cubrieron con nieve6.
A pesar del clima, el capitán Martin dio orden a la compañía de continuar la marcha. Los emigrantes empujaron y tiraron de sus carros de mano unos pocos kilómetros a través de la espesa nieve y los vientos cortantes. La nieve húmeda se adhería a las ruedas, haciendo que los carros de mano fuesen más pesados y difíciles de empujar7.
Al día siguiente, la compañía anduvo fatigosamente sobre nieve aún más profunda8. Muchos no contaban con el calzado adecuado ni con botas que los protegieran del frío. Sus pies se despellejaban y sangraban debido al congelamiento. Los santos intentaron mantener el ánimo cantando himnos9, pero cuatro días después de haber cruzado el río North Platte era poco lo que habían avanzado.
Débiles y demacrados, los emigrantes se esforzaron por mantenerse en movimiento. Casi no les quedaba harina; el ganado se moría y las reses estaban tan delgadas que apenas aportaban alimento. Algunas personas no tenían fuerzas ni para armar sus tiendas, por lo que dormían sobre la nieve10.
El 23 de octubre, el capitán Martin decidió que la compañía descansara en un lugar llamado Red Buttes. La situación empeoraba conforme pasaban los días. La temperatura seguía descendiendo y pronto fueron más de cincuenta los fallecidos en el campamento. De noche, los lobos se acercaban al campamento, excavaban las tumbas y se alimentaban de los cuerpos11.
Cada día, el capitán Martin reunía a los santos para orar para que fuesen librados y pedir una bendición sobre los enfermos y los que sufrían en el campamento. Se veía cansado y afligido, pero le aseguró a los santos que llegaría ayuda12.
La noche del 27 de octubre, Elizabeth se sentó en una roca y abrazó a sus hijos. Hallándose a miles de kilómetros de Inglaterra, indigentes y atascados en la nieve en un paraje montañoso y rocoso, comenzó a sentirse abatida. Ahora era viuda y sus hijos eran huérfanos de padre. No tenían nada para protegerse de las tormentas de invierno, tan solo tenían unas ropas raídas y unas mantas.
En algún momento de la noche, se quedó dormida y soñó que Aaron estaba de pie a su lado. “Anímate, Elizabeth”, le dijo, “la salvación está cerca”13.
Al día siguiente, luego de tomar su escaso desayuno, los emigrantes divisaron a tres personas que descendían a caballo por una colina cercana. Al acercarse, los santos reconocieron a Joseph Young, el hijo de veintidós años de Brigham Young que había servido tres años como misionero en Inglaterra. Le acompañaban Daniel Jones y Abel Garr, dos hombres del valle del Lago Salado. Los jinetes llegaron al campamento y reunieron a todos para repartir la comida y los suministros que cargaban en sus animales.
“Vienen de camino abundantes provisiones y ropa para ustedes”, anunció José, “pero mañana por la mañana deben marcharse de aquí”. A setenta kilómetros se hallaban otros rescatistas con carromatos surtidos de comida, ropa y mantas. Si los emigrantes seguían avanzando, los alcanzarían en unos pocos días14.
Los emigrantes dieron vivas, abrazaron a esos hombres y besaron sus mejillas. Las familias rieron y se abrazaron unos a otros, al tiempo que lloraban profusamente. “¡Amén!”, gritaron.
Cuando llegó la noche, los de la compañía cantaron un himno y se retiraron a sus tiendas. A la mañana siguiente partirían hacia el oeste15.
Tres días después, el 31 de octubre, la compañía de Martin se reunió con los otros rescatistas en la ruta. George D. Grant, líder de ese pequeño grupo, se quedó atónito por lo que vio. Unos quinientos o seiscientos santos tiraban de sus carros de mano, o los empujaban, en una fila irregular que se extendía por unos cinco o seis kilómetros. Vio lo agotados que estaban tras tirar de sus carros todo el día por entre la nieve y el barro. Algunas personas yacían en los carros, demasiado enfermas o exhaustas para moverse. Los niños lloraban, algunos de ellos mientras se esforzaban por caminar junto a sus padres en la nieve. Todos estaban entumecidos y las extremidades de algunas personas estaban rígidas y sangrando por el contacto con la nieve16.
En los días siguientes, los rescatistas ayudaron a la compañía de Martin a seguir avanzando hacia el oeste. Esperando poder guarecerlos del clima, querían llevar a los emigrantes hasta una cueva que estaba cerca de dos altos precipicios llamados Devil’s Gate [la Puerta del Diablo]; pero para poder llegar allí, tenían que cruzar el helado río Sweetwater. Siendo aún reciente en sus mentes el horror que experimentaron en el último río que habían cruzado, muchos emigrantes se sintieron aterrorizados. Algunos de ellos pudieron cruzar el río en los carromatos; otros lo hicieron a pie. Varios rescatistas y algunos de los emigrantes cargaron a las personas mientras cruzaban la helada corriente de agua. Cinco jóvenes rescatistas —David P. Kimball, George W. Grant, Allen Huntington, Stephen Taylor e Ira Nebeker— pasaron horas en las gélidas aguas ayudando heroicamente a la compañía a cruzar el río.
Una vez que ubicaron a los emigrantes en la cueva, que luego llamarían Martin’s Cove [la cueva de Martin], comenzó a nevar nuevamente. El frío en el campamento se hizo insoportable y murieron más personas. Uno de los emigrantes describió la cueva como una “tumba abarrotada”17.
El 9 de noviembre, Jesse Haven y los otros santos de las dos compañías de carromatos restantes se unieron a la compañía de Martin en la cueva. El clima se había despejado y los rescatistas decidieron hacer avanzar a la compañía hacia el oeste, a pesar de no contar con suficientes suministros y provisiones para sostener a cada emigrante en el trayecto restante de 523 kilómetros hasta Salt Lake City. Los emigrantes se deshicieron de la mayoría de los carros de mano y de casi todas sus posesiones, y conservaron solo lo que tenían para protegerse del frío. Tan solo una tercera parte de los santos de la compañía de Martin podía caminar. Los rescatistas ubicaron al resto en los carromatos18.
George D. Grant se dio cuenta de que los emigrantes necesitaban más ayuda de la que podían ofrecerles sus hombres. “Seguimos haciendo todo lo que podemos, sin dudar ni desesperar”, informó a Brigham en una carta. “Nunca había visto tal energía y fe entre los ‘muchachos’, ni un espíritu tan bueno como el que hay entre los que vinieron conmigo”.
“Hemos orado sin cesar”, testificaba, “y la bendición del Señor ha estado con nosotros”19.
Ephraim Hanks, Arza Hinckley y otros rescatistas encontraron a la compañía al oeste de Martin’s Cove y proveyeron a los emigrantes de alimentos y suministros. Diez carromatos de rescate auxiliaron a los emigrantes en un lugar llamado Rocky Ridge, el cual aún distaba unos 400 kilómetros de Salt Lake City. Hasta ese momento, unos 350 hombres habían partido del valle y se habían aventurado en la espesa nieve para brindar socorro. Instalaron campamentos a lo largo de la ruta, despejaron la nieve, encendieron hogueras y proveyeron más carromatos para que nadie tuviera que caminar. Además, los rescatistas cocinaron alimentos para los emigrantes, y bailaron y cantaron para distraerlos de sus sufrimientos20.
El clima siguió siendo hostil, pero los santos sintieron que Dios los apoyaba. “Casi cada día se levantaban furiosas tormentas que lucían amenazadoras y, a juzgar por su apariencia, uno pensaría que no íbamos a ser capaces de resistir la tempestad”, le escribió Joseph Simmons, uno de los rescatistas, a un amigo en el valle. “Sin la ayuda del cielo, hacía tiempo que debíamos haber quedado atrapados por la nieve en las montañas”21.
Conforme Brigham recibía más informes sobre los santos que aún se hallaban en la ruta, más se esforzaba por mantenerse centrado solo en los padecimientos de ellos. “Mi mente está allá, en la nieve”, dijo a la congregación el 12 de noviembre. “No puedo salir ni entrar sin que a cada minuto mi mente se vuelva hacia ellos”22.
El 30 de noviembre, mientras presidía una reunión de día de reposo en Salt Lake City, Brigham se enteró de que los carromatos de socorro que transportaban a los miembros de la compañía de Martin llegarían ese día. Rápidamente canceló el resto de las reuniones del día. “Cuando lleguen esas personas”, dijo, “deseo que se las reparta por la ciudad entre las familias que tengan casas buenas y cómodas”23.
Los emigrantes llegaron a la ciudad al mediodía en condiciones de pobreza extrema. Más de cien personas habían fallecido en la compañía. Muchos de los sobrevivientes tenían manos y pies congelados, y algunos necesitaron amputación. Si los rescatistas no hubieran llegado en el momento en que lo hicieron, habrían fallecido muchísimas más personas.
Los santos del territorio acogieron a los emigrantes en sus hogares. Elizabeth Jackson y sus hijos se instalaron en la casa de su hermano Samuel en Ogden, al norte de Salt Lake City, donde descansaron y se recuperaron del brutal viaje24.
Jesse Haven, que llegó a Salt Lake City dos semanas después de la compañía de Martin, lloró cuando vio el valle por primera vez en cuatro años. Se fue directamente a ver a sus esposas, Martha y Abigail, y a su hijo, Jesse, que había nacido mientras se encontraba en Sudáfrica. Posteriormente visitó a Brigham Young y agradeció al profeta el haber enviado brigadas de rescate para salvar a los santos.
“Recordaré por mucho tiempo el otoño de 1856”, escribió en su diario poco después de su llegada al valle. “He estado en esta Iglesia por diecinueve años, pero este otoño he visto sufrimiento entre los santos como nunca antes”25.
Patience Loader, miembro de la compañía de Martin, recordó después cómo el Señor la bendijo con fortaleza para poder soportar el viaje. “Puedo decir que pusimos nuestra confianza en Dios”, testificó. “Él escuchó nuestras oraciones y las contestó; nos libró y nos trajo hasta los valles”26.