Historia de la Iglesia
7 Conservar el buen ánimo


“Conservar el buen ánimo”, capítulo 7 de Santos: La historia de la Iglesia de Jesucristo en los últimos días, tomo II, Ninguna mano impía, 1846–1893, 2019

Capítulo 7: “Conservar el buen ánimo”

Capítulo 7

Conservar el buen ánimo

unas gaviotas devoran a los grillos

La primavera de 1848 trajo días más cálidos y unas pocas lluvias torrenciales sobre el valle de Lago Salado. El agua se filtraba por los techos y el suelo se puso blando y fangoso. Las serpientes se deslizaban por las cabañas, tomando desprevenidos a los adultos y aterrorizando a los niños. Pequeños ratones, con dientes tan afilados como agujas, correteaban por los suelos de las cabañas y roían los sacos de los alimentos, los baúles y las mangas de los abrigos. Algunas noches, los santos despertaban con sobresalto al escabullirse los ratones por entre ellos1.

Uno de los hombres de más edad en el valle era John Smith, de sesenta y seis años. Él era el tío del profeta José Smith y padre del apóstol George A. Smith. Luego de bautizarse en 1832, John había servido en el sumo consejo de Kirtland y había presidido las estacas de Misuri e Illinois. Ahora prestaba servicio como presidente de la Estaca Salt Lake, por lo que era responsable del bienestar del asentamiento2.

Su estado de salud no era bueno, pero John cumplía con sus nuevas responsabilidades con la ayuda de sus consejeros —Charles Rich y John Young, que eran más jóvenes— y de un sumo consejo recientemente constituido3. Como presidente de la estaca, John supervisaba la planificación de la ciudad, la distribución de tierras y la construcción de edificios públicos4. Por motivos de salud, a veces no podía asistir a las reuniones de consejo; no obstante, él estaba al tanto de todo lo que estaba pasando en el valle y respondía rápido a los problemas5.

En las cartas que le escribía a Brigham, John hablaba con un tono esperanzador acerca de los santos de Salt Lake City. “Considerando todas las circunstancias, impera entre nosotros una gran unión y armonía”, señalaba. En el asentamiento, las personas se ocupaban cultivando las tierras o haciendo mesas, sillas, camas, tinas, mantequeras y otros utensilios para el hogar. Ahora muchas familias tenían cabañas dentro o alrededor del fuerte. En los campos adyacentes a los arroyos y los canales de irrigación había brotado el trigo de invierno y se habían sembrado otros acres para el verano6.

Sin embargo, John también se expresaba abiertamente acerca de los desafíos en la ciudad. Varios santos, descontentos con la vida en el valle, habían partido hacia California. Ese invierno, unos cuantos indígenas que habían estado cazando desde hacía tiempo en el valle de Utah, ahuyentaron y luego mataron varias cabezas de ganado de los santos. Casi se produjo un estallido de violencia, pero los santos y los indígenas negociaron la paz7.

La mayor preocupación, sin embargo, era la escasez de alimentos. En noviembre, John había autorizado que una compañía de hombres viajara hasta California para comprar ganado, granos y otros suministros, pero la compañía aún no había vuelto y las provisiones se estaban agotando. Había unos mil setecientos santos que alimentar y otros miles se hallaban en camino. La pérdida de una cosecha podría poner al asentamiento al borde de la muerte por inanición8.

John tenía fe en el plan del Señor para el valle y confiaba en que Él al final proveería para Su pueblo9. Pero la situación en Salt Lake City seguía siendo muy precaria. Si algo sucediera que alterara su tenue paz y estabilidad, los santos podrían estar en serias dificultades.


“¡Oro!”, gritaba Sam Brannan mientras corría por las calles de San Francisco. “¡Oro del río American!”. Agitaba frenéticamente su sombrero en el aire y sostenía una pequeña botella con arena que brillaba al sol. “¡Oro!”, gritaba. “¡Oro!”10.

Por varias semanas, Sam y los santos en California habían escuchado rumores de que se había hallado oro en un lugar llamado Sutter’s Mill, junto al río American, a unos 225 kilómetros de San Francisco. Pero él no sabía si eran ciertos los rumores hasta que habló con un grupo de antiguos miembros del Batallón Mormón que habían estado presentes cuando se descubrió el oro. Él mismo fue a ver el sito rápidamente y halló a varios hombres agachados en las aguas poco profundas, introduciendo cestas y bateas en el fangoso lecho del río. En el lapso de cinco minutos, observó cómo alguien extraía oro del río por un valor de ocho dólares11.

San Francisco enloqueció con el polvo de oro que había en la botella de Sam. Los hombres renunciaban a sus empleos, vendían sus tierras y corrían hacia el río. Mientras tanto, Sam tramaba cómo iba a hacerse de su propia fortuna. California tenía oro para dar y regalar y, para hacerse rico, él no necesitaba dedicarse a la dura y muchas veces infructuosa labor de la extracción del oro. Lo único que necesitaba hacer era vender palas, bateas y otros suministros a los buscadores de oro. La demanda de estos materiales siempre sería alta mientras durara la fiebre del oro12.

Al igual que muchos otros santos en California, Addison Pratt estuvo buscando oro en un lugar llamado Mormon Island [la Isla Mormona], mientras esperaba a que se derritiera la nieve en la ruta que atravesaba las montañas de Sierra Nevada. Para hacer más dinero, Sam había convencido a los antiguos miembros del Batallón que le entregaran el 30 por ciento de todo el oro que se descubriera en esa zona, supuestamente para comprar ganado para los santos en el valle de Lago Salado.

Addison dudaba de que algo del dinero de Mormon Island llegara alguna vez a usarse para ayudar a la Iglesia. En los meses que había pasado en San Francisco, Addison había observado que a pesar de todas las expresiones de fe y devoción, Sam se estaba interesando cada vez más por alcanzar protagonismo y hacerse rico que por el Reino de Dios.

Afortunadamente, Addison no tuvo que esperar demasiado: cuatro días después se enteró de que los pasos de montaña ya estaban despejados. Obtuvo un carromato y una yunta de animales para su tracción, y rápidamente emprendió el viaje hacia el valle en compañía de unos cincuenta santos provenientes del Brooklyn y del Batallón Mormón13.


Cuando Harriet Young llegó al valle de Lago Salado con la compañía de avanzada, ella contempló consternada el nuevo lugar de recogimiento. Tenía un aspecto reseco, árido y solitario. “Con lo débil y exhausta que estoy”, dijo ella, “preferiría continuar caminando mil kilómetros más antes que permanecer en un sitio tan abandonado como este”14. Su esposo, Lorenzo, pensaba lo mismo. “Mis sentimientos fueron tales que no los puedo describir”, anotó él en su diario. “Todo tenía un aspecto sombrío y me sentí muy abatido”15.

Harriet y Lorenzo construyeron una casa cerca del terreno del templo durante el moderado invierno y salieron del abarrotado fuerte. A comienzos de marzo, plantaron trigo de primavera, avena, maíz, papas, frijoles y guisantes para alimentar a su familia. Pocas semanas después, se vivió una helada muy intensa en el valle, la cual dañó cultivos y comprometió el éxito de la cosecha. La helada se mantuvo hasta bien entrado el mes de mayo pero, trabajando juntos, los Young lograron salvar la mayor parte de su cultivo16.

“Aún conservamos el buen ánimo y esperamos lo mejor”, escribió Lorenzo en su diario. Como sucedía con los demás habitantes del valle, sus provisiones se estaban agotando y necesitaban una cosecha abundante para reponer sus reservas de alimentos17.

No obstante, el 27 de mayo de 1848, enjambres de grillos sin alas descendieron de las montañas al valle, barriendo la granja de los Young a una velocidad alarmante. Los grillos eran grandes y negros, con un caparazón como una armadura y largas antenas. En cuestión de minutos habían devorado el cultivo de frijoles y guisantes de los Young. Harriet y Lorenzo intentaron ahuyentar a los grillos usando matorrales o arbustos a modo de cepillos, pero había demasiados18.

Pronto, los insectos se esparcieron a lo largo y ancho, alimentándose vorazmente de los cultivos de los santos, dejando solo tallos secos donde antes hubo maíz o trigo. Los santos probaron todo lo que se les ocurrió para detener a los grillos. Los aplastaban; los quemaban; golpeaban ollas y sartenes, con la esperanza de que el estruendo los espantara. Cavaron trincheras profundas y trataron de ahogarlos o de bloquear su paso. Oraron pidiendo ayuda. Nada parecía funcionar19.

Mientras seguía la destrucción, el presidente John Smith evaluó las pérdidas. La helada y los grillos habían barrido campos de cultivo enteros y ahora había más santos que consideraban seriamente la opción de abandonar el valle. Uno de sus consejeros lo instó a que escribiera inmediatamente a Brigham. “Dile que no traiga a la gente hasta acá”, dijo el consejero, “porque si lo hace, todos ellos morirán de hambre”.

John guardó silencio por un momento, sumido en sus pensamientos. “El Señor nos guio hasta aquí”, dijo finalmente, “y Él no nos guio hasta aquí para morir de hambre”20.


Mientras tanto, en Winter Quarters, Louisa Pratt pensaba que no podía permitirse hacer el viaje al valle de Lago Salado esa primavera, pero Brigham Young le dijo que ella tenía que ir. Las mujeres en Winter Quarters le habían prometido a ella que el Señor la reuniría con su esposo en el valle. Y en el pasado otoño, Addison le había escrito a ella y a Brigham acerca de su plan de partir hacia Salt Lake City en la primavera. Él se desilusionaría mucho si su familia no estuviera ahí21.

“Espero ver a mi querida familia”, había escrito Addison. “Esta ha sido una larga y dolorosa separación para mí, pero el Señor me ha sostenido hasta ahora y aún vivo con la esperanza de verla”22.

Brigham le pidió a Louisa que aportara todo lo que pudiera para sostener a su familia y él le prometió ayudarla con el resto. Ella comenzó a vender artículos que ya no necesitaba y oraba constantemente para tener las fuerzas y el coraje para hacer el viaje. Tras cinco años de estar separados, Louisa estaba ansiosa de ver a Addison nuevamente. Cinco años era un período excepcionalmente largo para una misión en la Iglesia. La mayoría de los élderes se ausentaban por no más de uno o dos años a la vez. Ella se preguntaba si él podría reconocer a su familia. Ellen, Frances, Lois y Ann habían crecido mucho durante su ausencia. Solo Ellen, la mayor, tenía recuerdos vívidos de su padre. Ann, la más joven, no podía acordarse de él para nada.

Seguramente, las hijas no podrían distinguirlo a él de otros hombres en la calle. Y la propia Louisa, ¿podría reconocerlo?23.

Louisa pudo vender sus pertenencias por un buen precio. Considerando su pobreza y siendo consciente de los grandes sacrificios que ella y Addison habían hecho, Brigham hizo que se le preparara su carromato e incluyó cuatrocientos cincuenta kilos de harina y otra yunta de bueyes. Él contrató además a un hombre para que condujera el carromato y le dio a ella cincuenta dólares en artículos de la tienda, entre otras cosas, nuevos vestidos para ella y sus hijas24.

En la primera semana de junio, Brigham estaba listo para guiar a una compañía hacia el oeste. La mayoría de sus esposas e hijos partían con él. Al mismo tiempo, Heber Kimball partía de Winter Quarters con una compañía de unas setecientas personas, entre las que estaba su familia. Willard Richards les seguiría un mes más tarde con una compañía de casi seiscientas personas25.

Aunque estaba bien abastecida para su viaje, Louisa sentía temor por el largo trayecto que tenían por delante. Sin embargo, ella adoptó una expresión animada, le cedió su cabaña a un vecino y emprendió el viaje al oeste. Su compañía se desplazaba en tres columnas de carromatos, una al lado de la otra, y la caravana se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Al principio, el viaje no le producía ninguna satisfacción a Louisa; mas pronto comenzó a deleitarse ante la vista de las verdes praderas cubiertas de pasto, las coloridas flores silvestres y los terrenos moteados en las riberas de los ríos.

“La tristeza que había en mi mente se fue desvaneciendo gradualmente”, escribió ella, “y luego, no había en toda la compañía una mujer más feliz que yo”26.


A principios de junio, los grillos aún continuaban devorando los cultivos en el valle de Lago Salado. Muchos de los santos oraban y ayunaban pidiendo liberación, pero otros comenzaron a preguntarse si no debían dejar su labor, cargar los carromatos y abandonar el asentamiento. “He parado la construcción de mi molino”, le informó un hombre a John Smith. “No habrá grano para moler”.

“No vamos a ser destruidos”, dijo John con firmeza. “Continúa con tu molino y, si lo haces, serás bendecido, y va a ser una fuente perdurable de gozo y provecho para ti”27.

Sin embargo, los santos continuaban hablando de marchar a California. En dos meses se hacía la ruta con carromato hasta la bahía de San Francisco y, para algunos, emprender otro largo viaje sonaba mejor que morirse lentamente de hambre28.

Charles Rich, consejero de John, simpatizaba con los que deseaban marcharse. Si los grillos seguían devorando sus cultivos, los santos tendrían muy poco para comer. De por sí, algunos santos apenas lograban sobrevivir comiendo raíces, tallos de cardo y sopas hechas de hervir el cuero de bueyes.

Un día de reposo, Charles convocó a los santos a una reunión. El cielo era claro y azul; no obstante, había un ambiente sombrío en la multitud. En los campos cercanos, los grillos estaban aferrados tenazmente a los tallos de trigo y maíz, devorando las mazorcas. Charles se subió sobre un carromato descubierto y elevó su voz. “No queremos que ustedes se vayan con sus carromatos y yuntas de animales”, les dijo, “porque podríamos necesitarlos”.

Mientras Charles hablaba, la multitud oyó un sonido estridente proveniente del cielo. Al mirar al cielo, vieron a una pequeña bandada de gaviotas que venían del Gran Lago Salado y volaban sobre el valle. Pocos minutos después, vino una bandada mayor y se lanzó en picada aterrizando sobre los campos y huertos de los santos. Al principio, dio la sensación de que las aves consumían el resto de la cosecha, completando la devastación iniciada por la helada y los grillos. Pero al mirar más detenidamente, los santos vieron que las gaviotas engullían a los grillos y regurgitaban lo que no podían digerir para luego regresar a comer más de ellos29.

“Las gaviotas han venido en grandes bandadas desde el lago y barren con los grillos a su paso”, informaba John Smith a Brigham el 9 de junio. “Parece que la mano del Señor está a nuestro favor”30. Había más grillos de los que las gaviotas podían comer, pero las aves mantuvieron a raya a los insectos. Los santos vieron en las gaviotas a ángeles enviados de Dios y dieron gracias al Señor por responder sus oraciones a tiempo para salvar sus campos deteriorados y volver a plantar sus cultivos31.

“Los grillos siguen siendo bastante numerosos y están ocupados comiendo”, observó John dos semanas más tarde, “pero entre las gaviotas, nuestros esfuerzos y el crecimiento de nuestros cultivos, vamos a poder cosechar mucho a pesar de ellos”. La cosecha no sería tan grande como habían esperado, pero nadie en el valle moriría de hambre. Y la compañía que John había enviado a California en noviembre había regresado con casi doscientas cabezas de ganado, diversas frutas y algunas semillas para la siembra.

“Estamos obteniendo un caudal de conocimiento”, informó John con satisfacción, “y, en su gran mayoría, los santos nos sentimos alentados y muy satisfechos”32.


A los dos meses de haber partido, Louisa y sus hijas se detuvieron en Independence Rock, un macizo de granito monolítico que se alzaba como un enorme caparazón de tortuga junto al río Sweetwater. Con esfuerzo ascendieron hasta la cima de la roca, donde vieron los nombres de los viajeros grabados y pintados en la roca. Al avanzar por la ruta, sin ver a nadie más aparte de los de su compañía, Louisa había considerado a menudo que los santos se hallaban solos en medio de toda esa naturaleza. Pero el ver los nombres, tantos y tan poco familiares, le hizo pensar que ellos no eran los primeros que pasaban por ahí, ni serían los últimos, probablemente.

Entonces, no se sintió más como una desterrada, aunque su familia había sido expulsada de Nauvoo. Habían recibido bendiciones en su exilio. Ella entendió que si los santos no hubiesen huido al desierto, no habrían contemplado cuánta belleza había en la naturaleza.

Desde donde estaba, Louisa podía ver con claridad las tierras a su alrededor. La compañía de Brigham había acampado a lo largo de la base de la roca, con los carromatos en formación circular como se acostumbraba. Más allá de ellos, el río Sweetwater serpenteaba por la llanura con su superficie azul plata, hasta desaparecer detrás de Devil’s Gate, un par de imponentes acantilados que se elevaban al oeste, a ocho kilómetros.

Ella pensó que Dios había creado un mundo hermoso para que Sus hijos lo disfrutaran. “Todas las cosas que de la tierra salen“, decía una de las revelaciones, “son hechas para el beneficio y el uso del hombre, tanto para agradar la vista como para alegrar el corazón”.

Louisa y otros miembros de su compañía grabaron sus nombres en Independence Rock; luego, se introdujeron por una hendidura y anduvieron por un pasaje estrecho hasta llegar a una fuente natural de agua fresca y fría. Ellos bebieron y bebieron, agradecidos de que no era el agua turbia de río que habían tenido que beber desde que salieron de Winter Quarters. Satisfechos, dejaron la fuente y volvieron al campamento.

En las semanas siguientes, Louisa y sus hijas viajaron a través de cañones muy altos, profundos lodazales y arbustos de sauce. Sus hijas se comportaban a la altura y cada día se hacían más independientes, no eran una carga para nadie. Una mañana, Frances, de trece años, se levantó y encendió fuego antes que ninguna otra persona del campamento. Los demás vinieron a su hoguera y la felicitaron y tomaban una llama para encender sus propias hogueras.

“Avanzamos lentamente, cada día un poco más”, escribió Louisa en su diario. “Ahora me siento como si pudiera andar otros mil kilómetros”33.