“Nada que temer de los inicuos”, capítulo 34 de Santos: La historia de la Iglesia de Jesucristo en los últimos días, tomo II, Ninguna mano impía, 1846–1893, 2020
Capítulo 34: “Nada que temer de los inicuos”
Capítulo 34
Nada que temer de los inicuos
El 8 de marzo de 1885 era un día soleado cuando Ida Udall se despertó, cumplía veintisiete años. Aun cuando estaba agradecida por un día cálido al final del invierno, Ida sabía que tenía que andar con mucho cuidado si iba a salir afuera. La mayoría de los días, tenía que permanecer dentro de la casa hasta que el sol se ocultara, para no correr el riesgo de que un alguacil de los Estados Unidos la reconociera1.
Habían transcurrido ocho meses desde que Ida había huido de su hogar en St. Johns, Arizona, para pasar a la “clandestinidad”, un término que los santos comenzaban a utilizar para describir la vida escondidos de la ley. En aquel momento, su esposo, David, había sido acusado de poligamia y había ido a juicio junto con otros cinco santos. Cerca de cuarenta hombres habían testificado en los juicios y varios de ellos habían dado falso testimonio contra los santos. “No parece haber ni ley ni justicia para los mormones en Arizona”, le había escrito David a Ida en esa ocasión2.
Al concluir el juicio, cinco de los seis hombres fueron sentenciados por poligamia. Tres hombres fueron sentenciados a cumplir tres años y medio en la penitenciaría de Detroit, Michigan, que quedaba a más de tres mil kilómetros de distancia. David fue el único que quedó sin sentencia, pero solo porque su caso fue aplazado por seis meses mientras la fiscalía buscaba más testigos en su contra, entre ellos, a Ida3.
Luego de salir de Arizona, Ida se había mudado a la casa del padre y la madrastra de David, quienes vivían en Nephi, un poblado a unos 130 kilómetros al sur de Salt Lake City. Solo los familiares y amigos más cercanos conocían su paradero.
Ida nunca antes había pasado tiempo con sus suegros, por lo que al principio se sentía como si viviera con extraños, pero ya les había tomado cariño y había hecho amigos entre sus nuevos vecinos, entre ellos, otras esposas plurales que se estaban escondiendo para proteger a sus familias. El asistir a las reuniones de la Iglesia y socializar con las amistades era lo que le ayudaba a iluminar sus largos y solitarios días4.
El día del cumpleaños de Ida, sus amigos y familiares en Nephi le hicieron una fiesta, pero las personas que le eran más queridas —sus padres, David y la primera esposa de este, Ella— se hallaban a cientos de kilómetros de distancia. Ida no había visto a David en casi seis meses; y su ausencia era particularmente difícil de sobrellevar, porque estaba embarazada de su primer bebé, el cual nacería en unas pocas semanas5.
Poco tiempo después de su fiesta de cumpleaños, Ida recibió un ejemplar de un periódico de Arizona. Al abrir el periódico, quedó atónita al leer un titular que anunciaba el fallecimiento de su madre, Lois Pratt Hunt. Lois apenas tenía cuarenta y ocho años; Ida no estaba preparada para perderla.
Los amigos de Ida tomaron con amabilidad el periódico de sus manos y se sentaron con ella hasta el anochecer. Unas horas más tarde, ella inició trabajo de parto y dio a luz a una niña de ojos azules, a quien llamó Pauline.
Las semanas que siguieron estuvieron teñidas de tristeza y alegría, pero Ida agradecía el tener a Pauline con ella. “He sido bendecida con una querida hijita que es realmente mía”, escribió ella en su diario. “Agradecí a Dios que ahora ya tenía algo por qué vivir y esforzarme”6.
Esa primavera, al norte de Utah, Sagwitch, su esposa Moyogah y otros dieciséis shoshones ascendieron la colina que lleva al templo de Logan7. El templo había sido concluido y dedicado el año anterior; era un testamento de la fe y la esforzada labor de los santos del norte de Utah y sur de Idaho. Sagwitch y otros santos shoshones estaban entre los que habían trabajado incansablemente para edificar el templo8.
Los shoshones habían recorrido un largo trayecto para llegar al templo. Habían pasado doce años desde que Sagwitch y más de doscientos shoshones se unieran a la Iglesia. Ellos adoraban en su propio barrio y en su lenga nativa9. Sagwitch y Moyogah habían sido sellados en la Casa de Investiduras10 y el hijo de Sagwitch, Frank Timbimboo Warner, había sido llamado como misionero entre los shoshones11.
Sin embargo, el ataque que realizó el ejército de Estados Unidos contra su campamento junto al río Bear aún atormentaba a los sobrevivientes; y otras dificultades continuaban asolándolos. Luego de unirse a la Iglesia, Sagwitch y su pueblo recibieron tierras en el sur de Idaho para establecer su asentamiento y cultivarlas, pero unos meses después de la llegada de los shoshones, los habitantes de una población cercana, que no eran miembros de la Iglesia, comenzaron a temer que los santos blancos estuvieran incitando a los indígenas a atacarlos. La gente del lugar amenazó a los shoshones y los forzaron a abandonar su tierra cuando estaban comenzando la cosecha. Los shoshones regresaron al año siguiente, pero los saltamontes y el ganado extraviado invadieron sus campos y devoraron sus granos12.
Actuando bajo la dirección del presidente John Taylor, los líderes de la Iglesia prontamente dispusieron otras tierras para los shoshones en la zona limítrofe de Utah por el norte13. Ahora su pequeño pueblo, Washakie, ya contaba con varias casas, corrales, un taller de herrería, una tienda cooperativa y una escuela14.
Construir una nueva vida era una labor exigente, pero eso no impidió que Sagwitch y su pueblo ayudaran a edificar el templo. A pesar del poco tiempo del que disponían, los hombres de la comunidad viajaban en carromatos o por tren hasta Logan, donde ayudaban a transportar las piedras. Otras veces, preparaban el cemento que sostenía las paredes del templo o mezclaban yeso para recubrir las paredes interiores. Para el tiempo en que se dedicó el templo, los shoshones habían donado miles de horas de trabajo para edificar la estructura sagrada15.
Sagwitch cubría sus turnos también, a pesar de que estaba envejeciendo y su mano tenía cicatrices de la masacre del río Bear. La masacre era un tema que no se apartaba de los pensamientos de su pueblo. Muchos sobrevivientes ahora calculaban el tiempo según la cantidad de años que habían transcurrido desde ese terrible acontecimiento16. No podían olvidar a sus padres, hermanos, esposos, esposas, hijos y nietos que habían perecido.
El día de la masacre, Sagwitch no había estado en capacidad de impedir que los soldados matasen a los de su pueblo pero, en la primavera de 1885, él y otros shoshones pasaron cuatro días en el templo, efectuando ordenanzas a favor de sus parientes fallecidos; entre ellos, muchos de los que fueron muertos en el río Bear17.
En junio de 1885, Joseph Smith III y su hermano Alexander llegaron al Territorio de Utah en otra misión de la Iglesia Reorganizada de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Tal como lo habían intentado otros misioneros de su iglesia previamente, los hermanos deseaban convencer a los santos en Utah y otras partes de que el profeta José Smith nunca había practicado el matrimonio plural18.
Entre los santos que notaron su llegada estaba Helen Whitney, la hija de cincuenta y seis años de Heber y Vilate Kimball. Helen estaba familiarizada con el mensaje de los hermanos. De hecho, ella había publicado una vez un folleto, Plural Marriage as Taught by the Prophet Joseph [El matrimonio plural como lo enseñó el profeta José], en respuesta a las afirmaciones de Joseph III acerca de su padre. Habiéndose casado ella misma en matrimonio plural con José Smith, Helen sabía de seguro que el profeta había practicado el matrimonio plural19.
Helen tenía catorce años cuando su padre le enseñó el principio y le preguntó si ella quería ser sellada a José. Al principio, sintió repulsión y respondió con indignación a sus palabras. Pero en el transcurso del día, mientras pensaba lo que debía hacer, recordó que su padre la amaba demasiado como para enseñarle algo que fuese contrario a la voluntad de Dios. Ella accedió al sellamiento, creyendo que la unión contribuiría a su exaltación y la de su familia y la enlazaría a José Smith por las eternidades.
El acuerdo había sido poco convencional en casi todos los sentidos. Helen era joven para casarse, aunque en esa época se casaron en los Estados Unidos algunas mujeres de su edad. Al igual que algunas de las otras esposas de José, ella fue sellada al Profeta solo por la eternidad. Ella y José rara vez interactuaron socialmente, y ella nunca indicó que tuviesen una relación física íntima. Ella continuó viviendo en casa de sus padres y mantuvo su sellamiento en privado, al igual que otras mujeres que participaron en matrimonios plurales en Nauvoo, pero tenía la edad en que algunas mujeres jóvenes comenzaban a pensar en el cortejo, lo que le dificultaba explicar a sus amigas por qué dejó de asistir a algunas reuniones sociales20.
Luego de la muerte del Profeta, Helen se casó con Horace Whitney, un hijo de Newell y Elizabeth Ann Whitney. Helen tenía diecisiete años y Horace, veintidós, y estaban muy enamorados. El día de su matrimonio, ellos prometieron ser fieles y permanecer juntos por el resto de sus vidas y, de ser posible, por las eternidades. No obstante, ante el altar del templo de Nauvoo, ellos fueron casados solo por esta vida, ya que Helen se había sellado a José Smith por la eternidad21.
Posteriormente, ya establecidos en Utah, Helen había aceptado los matrimonios de Horace con Lucy Bloxham y Mary Cravath. Lucy falleció poco tiempo después, pero Mary y Helen vivieron una al lado de la otra y disfrutaron de una buena relación. Helen y Horace estuvieron felizmente casados durante treinta y ocho años, y ella dio a luz a once hijos22. Horace falleció el 22 de noviembre de 1884 y Helen dedicaba ahora parte de su tiempo a escribir para Deseret News y Woman’s Exponent23.
El matrimonio plural nunca fue algo sencillo para Helen, pero ella lo defendía vigorosamente. “Si no hubiera sido por un poderoso testimonio del Señor”, escribió ella, “no creo que me hubiera sometido a ello ni por un instante”.
Pocos años después de haber escrito Plural Marriage as Taught by the Prophet Joseph [El matrimonio plural como lo enseñó el profeta José], Helen había publicado un segundo folleto, Why We Practice Plural Marriage [Por qué practicamos el matrimonio plural], en el cual abordaba objeciones comunes a la práctica. “No puede haber mal alguno”, les decía a sus lectores, “en una cosa que inspira a orar, expulsa el egoísmo del corazón y expande los sentimientos humanos, llevando a la persona a realizar mayores actos de bondad fuera de su pequeño círculo”24.
Aunque el escribir agotaba a Helen, sus ingresos permitían pagar su suscripción al periódico y otros gastos25. En sus editoriales, reprendía a quienes perseguían a la Iglesia porque, por una parte, defendían la libertad y la libertad religiosa, y por la otra, orquestaban una campaña despiadada en contra de la Iglesia. Sus palabras también brindaban aliento a sus compañeros, los santos.
“Si este pueblo hace su parte, los poderes del Todopoderoso se manifestarán a su favor”, aseguraba a sus lectores en agosto de 1885. “No tenemos nada que temer de los inicuos”26.
Helen consideraba los esfuerzos de Joseph III por distanciar a su padre del matrimonio plural como un ataque a la verdad27. Un día, mientras viajaba en tren por la parte central de Utah, se fijó en un hombre que abordó el tren y se sentó enfrente de ella. No tenía aspecto de ser miembro de la Iglesia, por lo que Helen se preguntaba si sería un oficial del gobierno asignado allí para hacer cumplir las leyes antipoligamia. No fue sino hasta que el forastero descendió del tren que Helen se enteró, para su consternación, que él era Joseph Smith III.
“De haber sabido que era él”, escribió en su diario, “me habría envalentonado para criticarlo y me habría sentido tentada a darme a conocer”28.
Aunque ella pasó la mayor parte de su vida casada con Horace, sabía que había sido sellada al profeta José Smith. No siempre tenía claro cómo iban a funcionar sus relaciones en la vida venidera, pero se proponía reclamar para sí todas las bendiciones eternas que Dios había prometido a su familia. Dios siempre la había rescatado del horno de la aflicción y ella continuaba confiando en que Él haría que las cosas se enderezaran al final.
“Desde hace mucho tiempo aprendí a dejar las cosas en Sus manos, porque Él conoce mejor que nosotros qué es lo que nos hará felices”, escribió29.
Pocos meses después del nacimiento de su hija, Ida Udall nuevamente estaba en movimiento. Viajando con un nombre falso, se quedaba unas pocas semanas en las casas de diversos amigos y parientes en Utah30. David iría a juicio en agosto de 1885. Como no fueron capaces de armar un caso convincente en su contra por poligamia, sus acusadores habían retomado una acusación falsa de perjurio que le habían hecho sus enemigos en St. John hacía un tiempo31.
Ida y David se habían visto por última vez en mayo de 1885, dos meses después de haber nacido Pauline. Desde entonces, Ida había recibido una carta de David en la que él expresaba su remordimiento por todo lo que ella tenía que soportar por causa de él.
“Mejor hubiera sido, así lo siento a veces, que yo hubiera sufrido encarcelación, a que tú uses otro nombre y andes corriendo de un sitio al otro con miedo a ser reconocida”, escribió él32.
Sin embargo, Ida tenía la esperanza de que su sacrificio valdría la pena el esfuerzo, en especial porque muchas personas creían que David sería absuelto. Mientras aguardaba las noticias del juicio en Arizona, ella hallaba consuelo en cuidar de Pauline. En ocasiones, atender las necesidades de la bebé era la única cosa que la distraía del suspenso agotador33.
El 17 de agosto llegó la noticia de que David había sido condenado por el cargo de perjurio y sentenciado a tres años de prisión. Ida estaba consternada, pero tenía la esperanza de que al menos podría volver con su familia en Arizona. Sin embargo, el apóstol George Teasdale le recomendó que no saliera de la clandestinidad. Si David era perdonado en el endeble caso del perjurio, sus enemigos intentarían condenarlo nuevamente por poligamia.
Ida siguió el consejo del apóstol y no regresó a Arizona34, pero con cada día que pasaba, ella sentía mayor ansiedad por recibir noticias de David desde la prisión. Él solo podía escribir una carta al mes a su familia, por lo que Ida dependía de que Ella le enviara copias de sus cartas. Por su parte, Ella enfrentaba sus propios desafíos, en especial luego de que su hija más pequeña, Mary, falleciera en octubre de 1885.
Durante tres meses, Ida no recibió cartas de David. Cuando finalmente recibió un paquete de cartas, descubrió que él había comenzado a usar un nombre clave para referirse a ella. Por temor a incriminarse a sí mismo, David ahora se refería a ella por el nombre de su madre, Lois Pratt35.
Ese otoño, hallándose escondido de los alguaciles al sur de Salt Lake City, el presidente Taylor llamó a Jacob Gates a otra misión a Hawái. Habían transcurrido seis años desde que Jacob había vuelto de su primera misión a las islas. En ese tiempo, se había casado con Susie Young, que ahora usaba el nombre de Susa. Ellos vivían en Provo, estaban criando tres hijos y esperaban a otro. Bailey, el hijo de Susa de su primer matrimonio, también vivía con ellos. Su hija, Leah, aún vivía con la familia de su padre al norte de Utah.
El llamado misional inesperado de Jacob había puesto muy ansiosa a Susa y tenía muchas interrogantes. En la carta se pedía a Jacob que partiera para Hawái en tan solo tres semanas, lo que le dejaba muy poco tiempo para arreglar sus asuntos de negocios. No indicaba si podía llevar a su familia con él, como a veces se permitía a los misioneros.
Susa deseaba ir con él y llevar a los niños, pero no albergaba esperanzas. “Por el tono de la notificación que recibió Jacob, él no cree que se espera que yo vaya”, escribió a su madre al día siguiente. “Así que ya podrás imaginarte mis perspectivas para los próximos tres años”36.
Jacob aceptó prontamente su llamamiento a la misión, pero preguntó al presidente Taylor si Susa y los niños podrían ir con él. “Yo preferiría que ellos vinieran conmigo”, escribió. Él le recordó al profeta que Susa ya había estado antes en Hawái y que conocía bien el área37.
No llegó respuesta inmediatamente y Susa se preparó para enviar a Jacob solo. Ella se enteró de que otros tres misioneros ya habían recibido permiso para llevar a sus familias a Laie, donde la capacidad de hospedaje era limitada, por lo que no esperaba la misma bendición. Entonces, justo una semana antes de la fecha de partida de Utah, Jacob recibió una carta en la que se le otorgaba permiso para llevar a su familia38.
Susa y Jacob se apuraron a hacer los preparativos. Entre otras cosas, le escribieron a Alma Dunfort, el exmarido de Susa, para preguntarle si Bailey, de diez años, podía ir con ellos a Hawái. En lugar de contestar por escrito, Alma esperó a que la familia estuviera partiendo hacia Hawái. Los confrontó en la estación de trenes de Salt Lake City con un alguacil adjunto y una orden de la corte invocando su derecho a retener a Bailey con él en Utah.
Aunque Bailey siempre había vivido con Susa, la orden de la corte la dejaba sin recursos para evitar que Alma se lo quitara. Al despedirse Susa de su hijo, el niño rompió a llorar desconsoladamente e intentó volver con ella39.
Poco tiempo después, Susa y Jacob navegaban hacia Hawái con sus otros hijos. Durante la travesía, Susa se sentía devastada y enferma. Cuando el barco atracó en Honolulú, Joseph F. Smith, quien vivía en el exilio en la isla para evitar ser arrestado, les dio la bienvenida. A la mañana siguiente, fueron a Laie, donde una gran multitud de santos los agasajó con una cena y un concierto40.
Susa y Jacob pronto se habituaron a la vida en Laie. Susa admiraba los hermosos paisajes a su alrededor, pero le costaba adaptarse a las residencias misionales que estaban infestadas de alimañas. “Si alguna vez me siento sola”, escribió ella en un artículo humorístico para el Woman’s Exponent, “tengo abundante compañía de ratones, ratas, escorpiones, ciempiés, cucarachas, pulgas, mosquitos, lagartijas y millones de hormigas”41.
Ella sentía mayormente nostalgia por Utah42, pero unos pocos meses después de su llegada, recibió una carta de Bailey. “Desearía que estuvieras aquí”, le escribía él. “Pienso en ti en mis oraciones”43.
Al menos, en esas oraciones, Susa podía hallar consuelo.
Cuando John Taylor ocultó su paradero a principios de 1885, ya George Q. Cannon había entrado en la clandestinidad unas semanas antes. Hasta ahora, habían encontrado refugio en las casas de algunos santos fieles en Salt Lake City y sus alrededores, trasladándose a otro lugar cada vez que los vecinos comenzaban a sospechar o John se sentía intranquilo. Debido a que los alguaciles siempre andaban tras sus pasos, nunca podían bajar la guardia44.
Imposibilitados de poder reunirse en persona con los santos, la Primera Presidencia trataba de manejar los asuntos de la Iglesia por carta. Cuando ciertos asuntos no podían resolverse de ese modo, se reunían secretamente con otros líderes de la Iglesia en Salt Lake City. Todos los viajes a la ciudad eran peligrosos. Ningún líder de la Iglesia que practicara la poligamia estaba a salvo45.
En noviembre, unos alguaciles federales arrestaron al apóstol Lorenzo Snow, quien tenía setenta y un años y se hallaba en una condición frágil de salud46. Antes de su arresto, Lorenzo había decidido vivir con una sola de sus familias para evitar el cargo de cohabitación ilegal, pero uno de los jueces participantes en el caso dijo que él tenía que dejar de ser por completo el esposo de sus esposas. “Preferiría morir unas mil muertes”, manifestó Lorenzo, “que renunciar a mis esposas y violar estas obligaciones sagradas”47.
En enero de 1886, el juez condenó a Lorenzo a dieciocho meses de cárcel por tres cargos de cohabitación ilegal. Al mes siguiente, el alguacil Elwin Ireland y varios subalternos allanaron la granja de George Q. Cannon y entregaron citaciones a miembros de la familia que vivían allí. Luego, Ireland emitió una recompensa de $500 dólares estadounidenses por el arresto de George48.
Cuando George se enteró de la recompensa, supo que una manada de “sabuesos humanos” iban a ir en su búsqueda. Para no poner al profeta en peligro, decidió separarse de John por un tiempo. John estuvo de acuerdo y le aconsejó que se marchara a México. Pocos días después, George se afeitó la barba y abordó un tren con la esperanza de poder salir de Utah sin ser visto49.
No obstante, de algún modo se corrió la voz de que George había salido de la ciudad, y un sheriff abordó el tren y lo arrestó. El alguacil Ireland vino entonces a escoltar a George de regreso a Salt Lake City.
Amparado por el ruido del traqueteo del tren, un miembro de la Iglesia se le acercó y le susurró que un grupo de santos estaba planeando rescatarlo antes de que el tren llegara a la ciudad. George se levantó y se dirigió a una plataforma exterior de uno de los vagones. Él no quería que arrestaran —o asesinaran— a nadie por causa de él.
George observó el paisaje de invierno y pensó en saltar del tren; pero el desierto del oeste era un lugar desolado. Si saltaba en el momento equivocado podría terminar a kilómetros de distancia del pueblo más cercano. Atravesar a pie este territorio árido podía ser mortal, especialmente para alguien de casi sesenta años.
De repente, el tren se sacudió y lanzó a George por la borda. Se golpeó la cabeza y el brazo contra el piso, mientras el tren siguió avanzando hasta perderse de vista a la distancia.
Tendido sobre la tierra congelada y apenas consciente, George sintió un dolor que le recorría todo el cuerpo desde la cabeza. El tabique nasal estaba roto y hacia un lado. Tenía un corte profundo a través de una las cejas que llegaba directo al cráneo, y la cara y la ropa cubierta de sangre.
Levantándose, George comenzó a caminar junto a los rieles. Al poco tiempo, vio a un alguacil adjunto que venía hacia él. El alguacil Ireland había notado su ausencia y había ordenado detener el tren. George fue cojeando hasta el adjunto, quien lo escoltó hasta un poblado cercano.
Allí, George envió un telegrama solicitando que ningún santo interfiriera con su arresto. Ahora él se hallaba en las manos del Señor50.