Capítulo 26
La progenie repugnante de la guerra
El 24 de agosto de 1939, ocho días antes de la invasión de Polonia, la Primera Presidencia ordenó que 320 misioneros norteamericanos en las misiones británica, francesa, alemana occidental, alemana oriental y checoslovaca evacuaran a Dinamarca, Suecia, Noruega o los Países Bajos —cualquiera fuera el país neutral más cercano1. El apóstol Joseph Fielding Smith, quien había estado visitando a los santos en Europa ese verano con su esposa Jessie, se quedó en Dinamarca para coordinar la evacuación desde Copenhague2.
Después de recibir la orden de marcharse, Norman Seibold, un misionero de Idaho de veintitrés años que servía en la Misión de Alemania Occidental, se aseguró de que todos los misioneros norteamericanos de su distrito abandonaran el país de inmediato. Luego, en lugar de ir directamente a los Países Bajos, se dirigió a la casa de la misión en Fráncfort.
Cuando llegó, Norman encontró a su presidente de misión, Douglas Wood, enfermo de preocupación. El presidente Wood había enviado telegramas instruyendo a todos los misioneros que evacuaran, pero las líneas de comunicación en toda Alemania estaban desbordadas. Solo Norman y unos pocos misioneros habían confirmado haber recibido el mensaje. Para empeorar las cosas, los funcionarios del gobierno en los Países Bajos habían prohibido a los no ciudadanos ingresar al país a menos que solo estuvieran de paso. Ahora, decenas de misioneros estaban probablemente varados en Alemania occidental con boletos de tren inútiles a los Países Bajos y sin dinero para comprar otros nuevos3.
El presidente Wood y su esposa, Evelyn, estaban yendo a supervisar la evacuación de un grupo de élderes que ya habían llegado a la casa misional y necesitaban que alguien se quedara en Alemania para localizar a los misioneros restantes.
—Será su misión encontrarlos y asegurarse de que salgan —le dijo el presidente Wood a Norman—. Siga completamente sus impresiones. No sabemos en qué ciudades estarán estos treinta y un élderes4.
A última hora de la noche, Norman salió de Fráncfort en un tren abarrotado, en dirección norte a lo largo del río Rin. Tenía pasajes para Dinamarca y dinero para los misioneros con los que se cruzara, si tan solo supiera dónde encontrarlos. Además, tenía que darse prisa; el gobierno alemán acababa de anunciar que los militares necesitaban los ferrocarriles para transportar soldados, por lo que pronto escasearían los asientos para cualquier civil que viajara en tren.
Cuando el tren se detuvo en la ciudad de Colonia, Norman sintió que debía salir y se abrió paso a codazos para salir del vagón de pasajeros. La estación estaba repleta de gente, así que se subió a un carrito de equipaje para ver por encima de la multitud, pero no reconoció a ningún misionero. Entonces recordó el “silbido de los misioneros”, la melodía de “Haz tú lo justo”, que todos conocían en la misión. Norman no tenía mucho talento para la música, pero apretó los labios y silbó las primeras notas lo mejor que pudo5.
La gente lo notó de inmediato, y pronto Norman vio a un misionero y a un santo alemán local que se acercaban a él. Continuó silbando, y más élderes y una pareja de misioneros mayores también lo encontraron. Envió a los misioneros a un destino seguro, y luego abordó un tren a otra ciudad.
Unas horas más tarde, en la ciudad de Emmerich, Norman encontró más misioneros. Cuando les dio dinero de parte del presidente de misión, atrajo la atención de un oficial de policía, que parecía pensar que los misioneros estaban tratando de sacar de contrabando dinero en efectivo de Alemania. El oficial les exigió que le entregaran su dinero y le dijeran lo que estaban haciendo. Cuando Norman se negó a cooperar, el oficial lo agarró y amenazó con llevarlo a las autoridades de la ciudad.
Por lo general, Norman hacía caso a la policía, pero no quería ir con el oficial a la ciudad. “Usted debería quitarme las manos de encima —le dijo—, o podría haber una pelea”.
Para entonces, se había formado una multitud, y el policía miró a las personas nervioso. Soltó a Norman y lo llevó a un oficial militar en la estación de tren para que le explicara quién era y lo que estaba haciendo. El oficial escuchó la historia de Norman, no vio razón para detenerlo e incluso escribió una carta explicativa para que pudiera entregar a cualquier otra persona que lo detuviera durante sus viajes6.
Norman continuó, deteniéndose a buscar misioneros cada vez que el Espíritu lo dirigía. En un pueblo remoto, casi nadie estaba sobre el andén del ferrocarril y parecía una tontería buscar misioneros allí. Sin embargo, Norman sintió que debía bajarse del tren, así que decidió ir a la ciudad. Pronto llegó a un pequeño restaurante y encontró a dos élderes bebiendo jugo de manzana comprado con las últimas monedas en sus bolsillos7.
Después de días de búsqueda, Norman había localizado a diecisiete misioneros. Para llegar a Dinamarca, él y sus compañeros tuvieron que tomar trenes incautados para el transporte de tropas, engañando a los conductores y evitando a los policías durante toda la ruta. Cuando Norman llegó a Copenhague, un día después de la invasión de Polonia, todos los misioneros norteamericanos en las misiones alemanas estaban a salvo.
Al día siguiente, el 3 de septiembre, Francia y Gran Bretaña declararon la guerra a Alemania8.
“La muy temida y amenazante guerra ha estallado”, anunció el presidente Heber J. Grant en la Conferencia General de octubre de 1939. Durante años, había observado con alarma y aprensión cómo Hitler conducía a Alemania por un camino violento y peligroso, desatando miseria y derramamiento de sangre en el mundo. Ahora las potencias del Eje, lideradas por la Alemania nazi, estaban enfrascadas en combate con las naciones aliadas bajo el Reino Unido y Francia.
“Dios está afligido por la guerra —dijo el presidente Grant a los santos—. El sujetará a los que la practiquen injustamente a los castigos eternos de Su voluntad”. El profeta instó a los líderes del mundo, y a todas las personas en todas partes, a buscar soluciones pacíficas a sus diferencias.
“Condenamos toda la progenie repugnante de la guerra: avaricia, codicia, miseria, carestía, enfermedad, crueldad, odio, inhumanidad, salvajismo, muerte”, declaró. Al profeta le dolía pensar en los millones de personas que sufrían y se lamentaban debido al conflicto. Muchos miles de ellos eran Santos de los Últimos Días y algunos ya estaban en peligro. Dijo: “Rogamos encarecidamente a todos los miembros de la Iglesia que amen a sus hermanos y hermanas, y a todos los pueblos, quienesquiera que sean y dondequiera que estén, que desarraiguen el odio de sus vidas, que llenen su corazón de caridad, paciencia, longanimidad y perdón”9.
En las semanas y meses posteriores a la conferencia general, los pensamientos sobre la guerra pesaban mucho en la mente del profeta. Le escribió a su hija Rachel en diciembre sobre la innecesaria pérdida de vidas. “Me duele el corazón —escribió—. Parece que el Señor debería borrar de la tierra a las personas que generan y comienzan guerras, como Hitler”10.
En el invierno de 1940, el presidente Grant viajó a Inglewood, un vecindario de Los Ángeles, donde los santos esperaban tener noticias suyas en la conferencia de estaca. Al llegar a la capilla, se sintió mareado y le costaba hablar. Cuando salió del automóvil, sus piernas estaban inestables y le costó mucho llegar a la puerta del centro de reuniones. El mareo pareció pasar poco después de que se sentara en el estrado. Aun así, pidió ser excusado de hacer sus comentarios.
Más tarde, después de una siesta, se sintió lo suficientemente fuerte como para hablar en la sesión de la tarde de la conferencia. De pie en el podio, se dirigió a los santos durante casi cuarenta minutos. Sin embargo, esa noche, varias veces cuando intentó levantarse, estuvo a punto de caerse. A la mañana siguiente, su lado izquierdo se sentía entumecido y no podía levantar el brazo ni mover los dedos de ese lado. Cuando intentó ponerse de pie, había desaparecido la fuerza de su pierna izquierda. Sentía que tenía la lengua más grande de lo normal y las palabras se arrastraban juntas cuando hablaba.
Con la ayuda de su familia y amigos, el presidente Grant fue a un hospital cercano, donde los médicos descubrieron que había sufrido un derrame cerebral11. Pasó los siguientes meses en California, recuperando lentamente su fortaleza y movilidad. Su médico le advirtió que descansara más, comiera mejor y evitara cualquier actividad extenuante. En abril, el profeta estaba lo suficientemente bien como para regresar a Salt Lake City.
“He sido bueno y no hecho nada, siguiendo las instrucciones del médico —le informó a su hija Grace poco después de su regreso—. No sé cuánto tiempo podré seguir así”12.
El 28 de junio de 1940, la guerra en Europa estaba lejos de la mente de los santos de Cincinnati, Ohio. Esa noche, Connie Taylor, de veintiún años, escuchó las notas iniciales del “Coro nupcial” de Wagner, su señal para comenzar a caminar por el pasillo del centro de reuniones de la Rama Cincinnati. La capilla estaba llena de familiares y amigos, todos reunidos para celebrar su matrimonio con Paul Bang13.
Connie y Paul llevaban comprometidos poco más de un año. Querían sellarse, pero al igual que muchas parejas Santos de los Últimos Días que viven lejos de un templo, primero habían decidido casarse por lo civil en la capilla del centro de reuniones14.
Mientras Connie se dirigía al frente de la sala, vio a su padre sentado entre los invitados. En las bodas en los Estados Unidos, los padres tradicionalmente llevaban a sus hijas por el pasillo, pero como su padre tenía problemas para caminar, su hermano Milton caminó con ella. Connie estaba contenta de que su padre estuviera allí. Su bendición patriarcal le había prometido que algún día él disfrutaría con ella de las bendiciones del Evangelio. Ese día aún no había llegado, pero había asistido una vez a una reunión sacramental el domingo de Pascua, y eso era una buena señal15.
Cuando Connie llegó hasta donde estaba Paul, en la parte frontal de la capilla, su presidente de rama, Alvin Gilliam, realizó la ceremonia. Para muchas personas en la sala, la velada marcó el final de una era. Aparte de las reuniones del siguiente domingo, la boda fue la última vez que la Rama Cincinnati se reuniría en la pequeña capilla que habían comprado hacía once años. El viejo edificio se estaba cayendo a pedazos, por lo que la rama, que cada vez crecía más, lo había vendido recientemente y compró un terreno al norte de la ciudad para construir un nuevo centro de reuniones16.
Los recién casados partieron a la tarde siguiente hacia las Cataratas del Niágara, Nueva York, en la camioneta del padre de Paul. Se llevaron tres canastas de comida de la tienda familiar, algo de ropa y alrededor de sesenta dólares en efectivo.
De camino, Connie y Paul visitaron el Templo de Kirtland. El edificio ahora se usaba como centro de reuniones de la Iglesia Reorganizada de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. La puerta del templo estaba cerrada con llave cuando llegaron, pero un hombre con una llave abrió el edificio y les permitió pasar una hora recorriéndolo por su cuenta. Exploraron cada centímetro del templo, incluido el campanario, desde donde contemplaron la pequeña aldea donde cientos de santos fieles habían vivido hacía más de un siglo17.
De Kirtland, viajaron a las Cataratas del Niágara. La ciudad turística era un popular destino de luna de miel en la frontera de Estados Unidos y Canadá, pero la guerra en Europa había puesto a todos en alerta. Aunque Estados Unidos no había entrado en conflicto, Canadá era parte de la Commonwealth británica y había declarado la guerra a Alemania después de la invasión de Polonia. Antes de que Connie y Paul pudieran cruzar a Canadá, los inspectores fronterizos los revisaron cuidadosamente para asegurarse de que no fueran espías.
Después de recorrer las Cataratas del Niágara, la pareja viajó ciento sesenta kilómetros al este hasta Palmyra y Manchester, Nueva York18. A lo largo de los años, la Iglesia había adquirido varios sitios históricos en el área, entre ellos el Cerro Cumorah, la Arboleda Sagrada y la casa de madera de Lucy y Joseph Smith, padre. Reconociendo el potencial de los sitios históricos para la obra misional, la Iglesia había comenzado a abrirlos a los visitantes y a anunciar su significado histórico y espiritual en los letreros de las carreteras. A principios de la década de 1920, bajo la dirección de B. H. Roberts, se llevaron a cabo conferencias para toda la misión en el Cerro Cumorah, y desde entonces se convirtieron en un espectáculo anual al aire libre abierto al público19.
Mientras estaban en Manchester, Connie y Paul pasaron la noche en la casa de los Smith por una pequeña tarifa. Subieron al Cerro Cumorah y pensaron en las planchas de oro que estuvieron enterradas allí durante tanto tiempo. En la cima del cerro había un nuevo monumento del ángel Moroni, y se detuvieron para tomar fotografías y apreciar la magnífica vista de los alrededores. Posteriormente, dieron un paseo por la Arboleda Sagrada, disfrutando de la santidad y belleza del lugar. Antes de irse, se arrodillaron juntos en oración20.
Los recién casados hicieron una breve visita a Washington, D. C., donde asistieron a un servicio en un enorme centro de reuniones de mármol que la Iglesia había dedicado en 1933. La Iglesia había experimentado un crecimiento significativo en la ciudad desde 1920, cuando el apóstol Reed Smoot y un pequeño grupo de santos organizaron una rama allí. De hecho, poco antes de la visita de Paul y Connie, el apóstol Rudger Clawson había organizado una estaca en Washington, llamando a Ezra Taft Benson, de cuarenta años, como presidente21.
Después de unos días en Washington, Connie y Paul regresaron a Cincinnati, donde se instalaron en un apartamento, por el que se colaba el aire frío, no lejos de la tienda de comestibles de la familia Bang. Habían gastado prácticamente todo su dinero en la luna de miel, pero Paul todavía tenía trabajo con su padre. En unos años, después de haber ahorrado algo de dinero, podrían emprender un viaje por carretera aún más largo, esta vez a Salt Lake City y al templo22.
En una fría noche de diciembre de 1940, el zumbido amenazante de los bombarderos nazis llenó el cielo sobre Cheltenham, una ciudad del suroeste de Inglaterra. La fuerza aérea alemana, la Luftwaffe, había estado bombardeando Gran Bretaña con incansables ataques aéreos durante seis meses. Los ataques se habían centrado primero en bases aéreas y puertos, pero desde entonces los bombarderos se habían trasladado a zonas civiles en Londres y más allá23. Cheltenham era un lugar tranquilo con hermosos parques y jardines; ahora era un objetivo.
Nellie Middleton, una Santo de los Últimos Días de cincuenta y cinco años, vivía en la ciudad con su hija de seis años, Jennifer. Para preparar su casa contra los ataques aéreos, había utilizado su modesto salario como modista para amueblar un área en su sótano como refugio, con comida, agua, lámparas de aceite y una pequeña cama de hierro para Jennifer. Siguiendo las instrucciones del gobierno, Nellie también había cubierto sus ventanas con redes para atrapar fragmentos de vidrio voladores en caso de un ataque24.
Ahora bien, por todo Cheltenham, las bombas silbaban por el aire y estallaban contra el suelo con rugidos atronadores. El espantoso ruido se fue aproximando cada vez más a la casa de Nellie hasta que una tremenda explosión en una calle cercana sacudió las paredes, destrozó las ventanas y llenó la malla de vidrios afilados.
Por la mañana, las calles de la ciudad se hallaban colmadas de escombros. Las bombas habían matado a veintitrés personas y habían dejado a más de seiscientas sin hogar25.
Nellie y otros santos de Cheltenham hicieron todo lo posible por perseverar después del ataque. Cuando el presidente de la Misión Británica, Hugh B. Brown, y otros misioneros norteamericanos dejaron el país casi un año antes, la pequeña rama y otras similares habían tenido dificultades para cubrir los llamamientos y hacer que funcionaran los programas de la Iglesia. Luego, los hombres del lugar partieron a la guerra, lo que las dejó sin ningún poseedor del sacerdocio para bendecir la Santa Cena o dirigir formalmente los asuntos de la rama. En poco tiempo, la rama se vio obligada a disolverse.
Arthur Fletcher, un hombre mayor que poseía el Sacerdocio de Melquisedec, vivía a unos 32 kilómetros de distancia y viajaba en su bicicleta oxidada para visitar a los santos de Cheltenham cada vez que le era posible. No obstante, la mayoría de las veces era Nellie, la expresidenta de la Sociedad de Socorro de la Rama Cheltenham, quien asumía la responsabilidad del bienestar espiritual y temporal de los santos de la zona. Dado que la rama estaba cerrada, las miembros de la Iglesia ya no podían reunirse en el salón alquilado que usaban los domingos, por lo que la sala de la casa de Nellie se convirtió en el lugar donde las hermanas de la Sociedad de Socorro oraban, cantaban y estudiaban Jesús el Cristo y Los Artículos de Fe juntas26.
Nellie también se aseguró de que su hija aprendiera sobre el Evangelio. Tenía casi cincuenta años y nunca se había casado, cuando adoptó a Jennifer. Ahora, la niña se unía a las mujeres cuando se reunían para estudiar, y tenían cuidado de hablar del Evangelio de una manera que Jennifer pudiera entender. Nellie y otras hermanas de la Sociedad de Socorro también llevaban a Jennifer cuando visitaban a los enfermos o ancianos. Nadie en la rama tenía teléfono ni automóvil, por lo que hacían sus visitas a pie, llevando una olla de mermelada o un trozo de tarta junto con un mensaje27.
Pero una vez que se ponía el sol, cesaban todas las visitas. Para dificultar que los bombarderos alemanes vieran sus objetivos, los pueblos y ciudades de todo el Reino Unido desconectaban las luces de las calles y apagaban los letreros iluminados. La gente cubría sus ventanas con tela oscura y desenroscaba las bombillas en sus entradas.
En Cheltenham, los santos se retiraban a sus hogares. Cualquier rayo de luz podría ponerlos en peligro a ellos y a sus vecinos28.
El año siguiente, el presidente de la Rama Viena, Alois Cziep, encontraba su llamamiento cada vez más difícil. La guerra había cortado los canales habituales de comunicación entre las Oficinas Generales de la Iglesia y las ramas en las zonas ocupadas por el Eje. Der Stern, la revista en alemán de la misión, había dejado de publicarse. El presidente interino de la misión, un miembro alemán llamado Christian Heck, estaba haciendo todo lo posible para que la Iglesia siguiera funcionando en medio del caos. Alois hacía lo mismo con su rama.
Si bien la destrucción física y la devastación de la guerra aún no habían llegado a las fronteras de Austria, Alois sabía que la Real Fuerza Aérea Británica había atacado ciudades alemanas. La Unión Soviética también estaba ahora en guerra con el Tercer Reich. Al igual que Gran Bretaña al otro lado del conflicto, Austria estaba bajo órdenes de apagón nocturno para protegerse de los aviones enemigos que pudieran estar volando en círculos29.
La mayoría de los hombres de la Rama Viena habían sido reclutados para el ejército alemán cuando comenzó la guerra. Como Alois había perdido un ojo a causa de una enfermedad unos años antes, estaba exento del servicio militar. A pesar de los crecientes desafíos, tuvo la suerte de tener dos consejeros, varios jóvenes poseedores del Sacerdocio Aarónico y su esposa, Hermine, para ayudarlo. Como presidenta de la Sociedad de Socorro, Hermine llevaba gran parte de la carga emocional de las mujeres de la rama, que a menudo se sentían abrumadas, solas y asustadas, especialmente si recibían noticias de que sus seres queridos habían sido hechos prisioneros o habían muertos en batalla.
Hermine los animaba a confiar en Dios y a seguir adelante, y ella trató de hacer lo mismo30.
Incluso cuando la rama se hizo más pequeña después del comienzo de la guerra, las divisiones entre sus miembros continuaron, a pesar de los esfuerzos de Alois por apartar la política de las reuniones. En una ocasión, al comienzo de una reunión de la Iglesia, un visitante de Alemania ofreció una oración por Adolf Hitler. “Hermano —dijo Alois después de que el hombre terminó—, en este lugar no rezamos por Hitler”.
Habiendo miembros y simpatizantes del partido nazi en la rama, Alois a menudo debía tener más cuidado con lo que decía. Los informadores y los espías podrían estar en cualquier lugar, dispuestos a denunciarlo a él y a su familia ante el gobierno. Si bien él y Hermine creían en honrar la ley del país, a veces hacerlo era doloroso31.
Dos miembros de la rama, Olga Weiss y su hijo adulto Egon, eran judíos conversos que servían en la rama cada semana con sus talentos musicales. Pero cuando los nazis invadieron Austria, los Weiss sabían que tenían que abandonar el país o correr el riesgo de caer presa del violento antisemitismo del régimen. Aunque la familia ya no practicaba el judaísmo, los nazis los consideraban “racialmente judíos” debido a su ascendencia.
Algunos meses después de la anexión alemana de Austria, los Weiss escribieron cartas urgentes a la Primera Presidencia y a los exmisioneros que conocían, con la esperanza de encontrar a alguien que pudiera ayudarlos, y algunos de sus familiares emigraron a los Estados Unidos. “Las condiciones aquí son terribles para nosotros, los judíos —escribió Egon en su carta—. Debemos salir de aquí”32.
Como muchas personas en todo el mundo, el presidente Grant había recibido informes contradictorios sobre la hostilidad de Hitler hacia los judíos y el alcance del peligro al que se enfrentaban en Alemania. El profeta había denunciado tal antisemitismo en público y en privado33. Sin embargo, los líderes de la Iglesia no estaban en capacidad de ayudar a los Weiss ni a ningún otro individuo europeo que deseara emigrar. Observaron que la ley de los Estados Unidos ya no permitía que las organizaciones religiosas patrocinaran a inmigrantes, y durante muchos años la Iglesia había rechazado todas las solicitudes de dicha asistencia34. A medida que la guerra en Europa se intensificaba, la Primera Presidencia expresó con frecuencia su consternación por el hecho de que el gobierno de los Estados Unidos no les permitiera ayudar a los refugiados migrantes. Cuando el presidente Grant y sus consejeros recibieron cartas como la de Egon, no pudieron hacer más que responder con simpatía, recomendando a veces a organizaciones que ellos esperaban que pudieran ayudar35.
En septiembre de 1941, Egon y Olga todavía estaban en Viena. En ese momento, los nazis exigían que todos los judíos austriacos se identificaran con una estrella de David amarilla en la ropa. Cuando los funcionarios nazis descubrieron que había judíos que asistían a las reuniones en la Rama Viena, le ordenaron a Alois que les prohibiera asistir. Si se negaba, los santos serían desalojados de su lugar de reunión.
Alois decidió que tenía que cumplir con la demanda. Sintiéndose en conflicto y lleno de remordimiento, se reunió con los Weiss y les dijo que ya no podían asistir a las reuniones. Sin embargo, él y otros miembros de la rama continuaron visitando fielmente a la familia, hasta que, un día, no pudieron encontrar a Olga y Egon por ningún lado36.