Capítulo 28
Nuestros esfuerzos mancomunados
En la primavera de 1942, las industrias de todo Estados Unidos brindaban su apoyo al esfuerzo bélico. En Cincinnati, las fábricas suministraban piezas de maquinaria y motores. Otras empresas de la ciudad producían cortinas opacas, paracaídas y transmisores de radio. En las tiendas de comestibles, como la que poseía la familia Bang, los artículos se racionaban cuidadosamente ya que cada vez se destinaban más y más productos a alimentar y equipar a los soldados1.
Al escasear los materiales cotidianos, Paul y Connie Bang se preguntaban si la rama Cincinnati podría edificar su nuevo centro de reuniones. Después de vender su antigua capilla, los santos habían trasladado sus reuniones a una sala alquilada en unas instalaciones cercanas de la Asociación Cristiana de Jóvenes, o YMCA (por sus siglas en inglés). Paul y Connie eran miembros del comité de construcción de la rama, y habían estado recaudando dinero para el nuevo centro de reuniones desde antes de la guerra. Pero ahora, con tantas carencias, el comité tenía pocas esperanzas de seguir adelante con sus planes hasta que terminara la contienda2.
Por esa época, Paul y su cuñado, Milton Taylor, estaban pensando en llevar a sus familias al templo. La guerra separaba a las familias por todas partes. Esposos y esposas, hijos e hijas dejaban sus hogares para servir a su país. Como jóvenes de veintitantos años, Paul y Milton se habían inscrito en el servicio militar y podían ser reclutados para la guerra en cualquier momento. En medio de esa gran incertidumbre, el matrimonio eterno y los convenios del templo les proporcionaban seguridad a ellos y a sus jóvenes familias3.
Un día, Paul y Milton se enteraron de que su amigo Vaughn Ball, miembro de la Rama Cincinnati, pero oriundo de Salt Lake City, quería hacer un viaje a Utah. Si los Bang y los Taylor viajaban a Utah con él, podrían cumplir su sueño de ser investidos y sellados en el templo. Y al viajar juntos, podrían ahorrar en gastos4.
El único problema era encontrar la manera de llegar. Habían pasado casi dos años desde la boda de Paul y Connie Bang, y ahora tenían una hija de diez meses, Sandra. Milton y su esposa, Esther, también tenían una hija pequeña, llamada Janet, de dos años5.
Milton conocía a un hombre que tenía un coche fiable con suficientes asientos, y accedió a alquilárselo. Mientras las generaciones anteriores de santos habían ido al oeste en carreta, carro de mano o tren, los Bang, los Taylor y Vaughn Ball conducirían un DeSoto Touring Sedan de 19396.
El grupo partió hacia Utah la última semana de abril. Dado que la gasolina no era tan escasa como el caucho en medio del racionamiento de la guerra, el grupo podía hacer su viaje a través del país a conciencia, siempre y cuando condujeran despacio para evitar desgastar los neumáticos demasiado rápido7.
Mientras el DeSoto cruzaba los Estados Unidos, los viajeros se beneficiaron de las numerosas carreteras pavimentadas y estaciones de servicio que habían hecho su aparición en los últimos treinta años. Por la noche se alojaban en moteles de carretera, donde siempre conseguían convencer a los propietarios para que los dejaran alojarse por unos pocos dólares menos del precio anunciado.
Aparte de Vaughn, nadie en el coche había estado antes tan al oeste, así que el cambiante paisaje era nuevo para ellos. Disfrutaron del paisaje hasta que aparecieron las Montañas Rocosas y las carreteras se volvieron más empinadas y peligrosas. A Vaughn le encantaba subir y superar los hermosos pasos de montaña, pero todos los demás parecían aterrorizados de que las escarpadas laderas cedieran y los enterraran vivos. Se sintieron aliviados cuando llegaron sanos y salvos al valle del Lago Salado8.
En la ciudad, Paul, Connie y Sandra se alojaron con la madre de Marion Hanks, un misionero que estaba sirviendo en Cincinnati, mientras que los Taylor se quedaron con la madre de Vaughn Ball. Ambas familias visitaron varias veces la Manzana del Templo y tomaron fotos de los edificios y monumentos del lugar. También visitaron a Charles y Christine Anderson, que habían dirigido la rama Cincinnati durante más de dos décadas. Los Anderson sentían un inmenso amor por las dos parejas y hacía tiempo que esperaban verlas selladas9.
El 1 de mayo, Paul y Connie entraron en el Templo de Salt Lake con Milton y Esther. Después de recibir su investidura, las parejas fueron conducidas a una de las cinco salas de sellamiento del templo. El apóstol Charles A. Callis, que había servido una vez como presidente de misión sobre Cincinnati, tomó a cada pareja por turno y los selló mientras el presidente Anderson actuaba como testigo. Llevaron a Janet y a Sandra a la sala, vestidas de blanco, y fueron selladas a sus padres10.
Pocos días después de sus sellamientos, Paul, Connie, Milton y Esther volvieron para otra sesión de investidura. Mientras Paul y Connie recorrían las numerosas salas y pasillos del templo, se maravillaban de su tamaño y belleza. Estaban encantados de estar allí, seguros de que ellos y su hija estaban sellados por el tiempo y por toda la eternidad11.
Aquella primavera, cerca de La Haya (Países Bajos), Hanna Vlam, de treinta y siete años, se despidió de su esposo, Pieter, cuando este se dirigía a la estación de tren. Durante los dos últimos años, la Alemania nazi había ocupado los Países Bajos. Como antiguo oficial de la marina holandesa, Pieter debía registrarse regularmente ante los oficiales nazis, y ahora se dirigía a una ciudad cercana a la frontera alemana para hacerlo.
—Nos vemos mañana —le dijo a Hanna antes de partir12.
La invasión alemana había tomado a Hanna y a Pieter por sorpresa. Hitler había prometido no invadir los Países Bajos, una nación neutral, y Pieter lo había creído. Entonces, una noche de mayo de 1940, el sonido de los aviones de combate lanzando bombas los sacó de la cama. Pieter se vistió rápidamente con su uniforme y partió para ayudar a defender a su país; pero después de cinco días de lucha, el ejército holandés se había rendido ante la abrumadora fuerza alemana13.
Vivir bajo el régimen nazi era difícil. Pieter perdió su retribución militar, pero había conseguido un empleo civil para mantener a su familia. Los ocupantes alemanes permitieron que los santos holandeses siguieran reuniéndose mientras que los oficiales nazis pudieran escuchar lo que decían. Y los santos tenían que reunirse durante el día para cumplir con las restricciones eléctricas. Como segundo consejero en la presidencia de la Misión Países Bajos, Pieter pasaba casi todos los fines de semana viajando con el presidente Jacob Schipaanboord y el primer consejero Arie Jongkees, ambos compatriotas, para visitar las ramas por todo el país14.
La tragedia había golpeado a los Vlam en marzo de 1941, cuando un tren atropelló y mató a su hija de cuatro años, Vera. El único consuelo de Hanna y Pieter era saber que era suya para la eternidad. Cuando Vera era solo un bebé, los Vlam y sus tres hijos se habían sellado en el Templo de Salt Lake al regresar a casa de una misión militar en Indonesia. Ese conocimiento los ayudó a aferrarse a sus convenios y hallar consuelo en los días oscuros que siguieron15.
La mañana en que Pieter se fue a registrar ante los oficiales nazis, Hanna esperaba que su separación no durara más que sus viajes de fin de semana con la presidencia de la misión. Pero más tarde ese día, su hija mayor, Grace, de once años, entró corriendo por la puerta de casa.
—¿Es cierto? —gritó. Corrían rumores de que los nazis habían arrestado a los exmilitares que se presentaron a registrarse, le dijo a su madre. Los habían metido en vagones de ganado y se dirigían a un campo de prisioneros.
Hanna estaba demasiado conmocionada como para poder hablar. Al día siguiente, recibió una notificación por correo confirmando que Pieter había sido llevado a Alemania. Ahora era un prisionero de guerra16.
Mientras las semanas pasaban lentamente, Hanna oraba para tener paz y fortaleza. Pedía al Señor que velara por su esposo y lo mantuviera a salvo. Después de casi seis semanas esperando noticias, finalmente recibió una pequeña tarjeta de Pieter, con la letra apretada para aprovechar todo el espacio.
“Estoy bien de cuerpo y espíritu”, escribió Pieter. Los nazis lo tenían en una prisión llamada Langwasser, en la ciudad alemana de Núremberg, y a pesar de que los guardias lo trataban mal a él y a sus compañeros, se las arreglaba. “Mis pensamientos están constantemente con todos ustedes —escribió—. En mi mente, te abrazo fuertemente, mi querida Hanny”.
Le pidió a Hanna que le enviara comida y sus Escrituras. Hanna no podía estar segura de que los libros pasaran la censura nazi, pero decidió que al menos lo intentaría.
—Sé valiente —la instó Pieter—. Dios nos reunirá de nuevo”17.
El 5 de julio de 1942, David Ikegami asistió a una conferencia de la Misión Japonesa en el tabernáculo de la Estaca Oahu de Hawái. Para David, esta reunión dominical fue diferente a la mayoría. No solo sería ordenado al oficio de maestro en el Sacerdocio Aarónico, sino que se le había pedido que hablara durante la primera sesión de la conferencia. Con una asistencia de más de doscientas personas, sería mucho más grande que las reuniones de la Escuela Dominical a las que estaba acostumbrado18.
David basó su discurso en Doctrina y Convenios 38:30: “si estáis preparados, no temeréis”. Casi siete meses después del ataque a Pearl Harbor, el miedo y la incertidumbre aún se cernían sobre Hawái. El ejército de los Estados Unidos había tomado los hoteles y había cercado las playas con alambre de espino. Los soldados hacían cumplir el estricto toque de queda, y las personas que lo infringían se arriesgaban a recibir un disparo. La escuela de David había empezado las clases de nuevo, pero tenía que llevar una máscara antigás, y los alumnos realizaban a menudo simulacros en preparación para los ataques aéreos y de gas19.
Como japoneses estadounidenses, David y su familia también tuvieron que soportar las crecientes sospechas de sus vecinos no japoneses. Algunas personas, incluidos muchos funcionarios gubernamentales y militares, asumieron sin ninguna prueba que los japoneses-estadounidenses intentarían socavar el esfuerzo bélico estadounidense debido a su lealtad ancestral hacia Japón. A principios de ese año, el gobierno estadounidense había comenzado a reubicar a más de cien mil hombres, mujeres y niños japoneses estadounidenses, desde sus hogares en California y otros estados de la Costa Oeste, a campos de confinamiento en estados del interior, como Utah20.
El gobierno no llevó a cabo confinamientos tan generalizados en Hawái, donde casi el cuarenta por ciento de la población era de ascendencia japonesa. Pero los funcionarios detuvieron a unos mil quinientos miembros de la comunidad japonesa que ocupaban posiciones de autoridad o eran considerados sospechosos. Y la mayoría de estos detenidos se convirtieron en prisioneros en los campos de las islas21.
Para demostrar su lealtad a los Estados Unidos y ayudar en el esfuerzo bélico, David se había unido a un grupo de voluntarios llamado Kiawe Corps para construir senderos y despejar matorrales de árboles kiawe puntiagudos para los campamentos militares. Su padre, mientras tanto, había comenzado a trabajar con sus ayudantes en la Escuela Dominical japonesa para organizar una recaudación de fondos para los militares estadounidenses, entre cuyas filas se encontraban miembros de su propia Escuela Dominical22.
Cuando David se puso de pie ante el púlpito durante la conferencia misional, compartió las palabras del último discurso de la conferencia general del élder John A. Widtsoe. “El temor es una de las principales armas de Satanás para hacer infeliz a la humanidad”, había enseñado el apóstol a los santos, recordándoles que aquellos que vivían justa y solidariamente no tenían necesidad de temer. “Hay seguridad —había declarado—, dondequiera que el pueblo del Señor viva tan dignamente como para reclamar el sagrado título de ciudadanos de la Sion de nuestro Señor”23.
En las semanas siguientes a la conferencia misional, el padre de David continuó recaudando dinero para los soldados estadounidenses. La recaudación de fondos, llamada “Estamos unidos por la victoria”, proporcionó los medios para que un comité de cincuenta japoneses de la isla imprimiera miles de invitaciones y sobres de donativos para distribuir entre sus amigos y vecinos. En pocos meses, habían recaudado 11 000 dólares. Los líderes militares de las islas expresaron su agradecimiento por el dinero, que se utilizaría para comprar libros, cursos de idiomas en fonógrafo y dos proyectores de cine y pantallas para ayudar a elevar la moral de los soldados24.
Los santos de la Misión Japonesa se alegraron de ayudar. Su patriotismo y lealtad se mostraban claramente en las invitaciones distribuidas por toda la comunidad. “Deseamos hacer todo lo que podamos para ayudar a asegurar la libertad que amamos —decían—. Los militares serán felices gracias a nuestros esfuerzos mancomunados”25.
Unos meses después, en una prisión de Hamburgo, Alemania, Karl-Heinz Schnibbe esperaba a ser juzgado por traición. Poco después de su detención, había visto a su amigo Helmuth Hübener en una larga y blanca sala de espera con docenas de otros prisioneros. A todos los prisioneros se les había ordenado que mantuvieran la nariz pegada a la pared, pero cuando Karl-Heinz pasó por delante, su amigo inclinó la cabeza, sonrió y le hizo un pequeño guiño. Helmuth, al parecer, no lo había incriminado. El rostro magullado e hinchado del joven sugería que había sido golpeado duramente por resistirse26.
Poco después, Karl-Heinz vio también a su amigo Rudi Wobbe en la sala de espera. Los tres muchachos de la rama habían sido detenidos.
Durante los primeros meses de su encarcelamiento, Karl-Heinz soportó interrogatorios, amenazas y palizas a manos de la Gestapo. Los interrogadores no podían imaginar que Helmuth Hübener, un chico de diecisiete años, fuera quien estaba detrás de semejante conspiración, y exigieron conocer los nombres de los adultos implicados. Por supuesto, no había nombres de adultos que ofrecer27.
En la mañana del 11 de agosto de 1942, Karl-Heinz se cambió el uniforme de la cárcel por un traje y una corbata enviados desde casa. El traje colgaba de su delgado cuerpo como si estuviera en una percha del armario. Luego fue llevado al Tribunal Popular, tristemente célebre en la Alemania nazi por juzgar a los presos políticos y dictar terribles castigos. Ese día, Karl-Heinz, Helmuth y Rudi serían juzgados por conspiración, traición y colaboración con el enemigo28.
En la sala del tribunal, los acusados se sentaron en una plataforma elevada frente a los jueces, que estaban vestidos con túnicas rojas adornadas con un águila dorada. Durante horas, Karl-Heinz escuchó cómo los testigos y los agentes de la Gestapo detallaban las pruebas de la conspiración de los muchachos. Los folletos de Helmuth, repletos de lenguaje que denunciaba a Hitler y exponía las falsedades nazis, fueron leídos en voz alta. Los jueces se enfurecieron29.
Al principio, el tribunal se centró en Karl-Heinz, Rudi y otro joven que había sido compañero de trabajo de Helmuth. Luego, dirigieron su atención al propio Helmuth, que no parecía intimidado por los jueces.
—¿Por qué hiciste lo que hiciste? —preguntó un juez.
—Porque quería que la gente supiera la verdad —respondió Helmuth. Dijo a los jueces que no creía que Alemania pudiera ganar la guerra. La sala del tribunal estalló de ira e incredulidad30.
Cuando llegó el momento de anunciar el veredicto, Karl-Heinz temblaba mientras los jueces volvían al estrado. El juez principal los llamó “traidores” y “escoria”. Dijo: “Las alimañas como ustedes deben ser exterminadas”.
Luego se dirigió a Helmuth y lo condenó a muerte por alta traición, y por conspiración, y colaboración con el enemigo. La sala se quedó en silencio. “¡Oh, no! —susurró un visitante de la sala—. ¿La pena de muerte para el muchacho?”31.
El tribunal condenó a Karl-Heinz a cinco años de prisión y a Rudi a diez. Los muchachos estaban atónitos. Los jueces les preguntaron si tenían algo que decir.
—Me matan sin ninguna razón —dijo Helmuth—. No he cometido ningún crimen. Lo único que he hecho es decir la verdad. Ahora me toca a mí, pero ya llegará su turno.
Esa tarde, Karl-Heinz vio a Helmuth por última vez. Al principio se dieron la mano, pero luego Karl-Heinz envolvió a su amigo en un abrazo. Los grandes ojos de Helmuth se llenaron de lágrimas.
—Adiós —dijo32.
El día después de que los nazis ejecutaran a Helmuth Hübener, Marie Sommerfeld se enteró por el periódico. Ella era miembro de la rama de Helmuth. Helmuth y su hijo Arthur habían sido amigos, y él la consideraba como una segunda madre. Ella no podía creer que él ya no estuviera más33.
Todavía lo recordaba como un niño, brillante y lleno de potencial. “Llegará el día en que oirás algo realmente grande sobre mí”, le dijo una vez. Marie no pensó que Helmuth estuviera presumiendo cuando lo dijo. Simplemente había querido utilizar su inteligencia para hacer algo significativo en el mundo34.
Ocho meses antes, Marie se había enterado de la detención de Helmuth, incluso antes del anuncio del presidente de la rama desde el púlpito. Había sido un viernes, el día en que normalmente ayudaba a Wilhelmina Sudrow, la abuela de Helmuth, a limpiar el centro de reuniones. Al entrar en la capilla, Marie había visto a Wilhelmina arrodillada ante el púlpito, con los brazos extendidos, suplicando a Dios.
—¿Qué ocurre? —le preguntó Marie.
—Ha ocurrido algo terrible —respondió Wilhelmina. Luego describió cómo los agentes de la Gestapo se habían presentado a su puerta con Helmuth, habían registrado el apartamento y se habían llevado algunos de sus papeles, su radio y la máquina de escribir de la rama35.
Horrorizada por lo que le contaba Wilhelmina, Marie había pensado inmediatamente en su hijo Arthur, que había sido reclutado recientemente para el servicio de trabajo nazi en Berlín. ¿Podría haber participado en el plan de Helmuth antes de marcharse?
En cuanto pudo, Marie viajó a Berlín para preguntarle a Arthur si había participado de alguna manera. Ella se sintió aliviada al saber que, aunque había escuchado ocasionalmente la radio de Helmuth, no tenía ni idea de que él y los otros muchachos distribuían material antinazi36.
Algunos miembros de la rama habían orado por Helmuth durante su encarcelamiento. Otros estaban enfadados con los jóvenes por ponerlos a ellos y a otros santos alemanes en peligro y por poner en peligro la capacidad de la Iglesia de celebrar reuniones en Hamburgo. Incluso los miembros de la Iglesia que no simpatizaban con los nazis se preocupaban de que Helmuth los hubiera puesto a todos en riesgo de ir a la cárcel o algo peor, especialmente porque la Gestapo estaba convencida de que Helmuth había recibido ayuda de adultos37.
El presidente de la rama, Arthur Zander, creía que tenía que actuar rápidamente para proteger a los miembros de su rama y demostrar que los Santos de los Últimos Días no estaban conspirando contra el gobierno. Poco después del arresto de los muchachos, él y el presidente interino de la misión, Anthon Huck, habían excomulgado a Helmuth. El presidente del distrito y algunos miembros de la rama se habían enfadado por la acción. Los abuelos de Helmuth estaban destrozados38.
Unos días después de la ejecución de Helmuth, Marie recibió una carta que él le había escrito unas horas antes de su muerte. “Mi Padre Celestial sabe que no he hecho nada malo —le decía—. Sé que Dios vive, y Él será el juez apropiado de este asunto”.
“Hasta nuestro feliz reencuentro en ese mundo mejor —escribió—, sigo siendo tu amigo y hermano en el Evangelio”39.
Durante meses, Pieter Vlam se preguntaba por qué el Señor había permitido que los nazis lo encerraran en un campo de prisioneros, lejos de su familia.
Las destartaladas barracas del campo estaban infestadas de piojos, pulgas y chinches, y Pieter y los demás prisioneros se aventuraban a veces a salir a descansar en una pequeña zona de hierba. Un día, mientras estaban tumbados mirando al cielo, un hombre le preguntó a Pieter si podían hablar de asuntos espirituales. Sabía que Pieter era Santo de los Últimos Días, y tenía preguntas sobre el mundo más allá de este. Pieter comenzó a enseñarle el evangelio40.
Pronto, otros prisioneros buscaron la guía espiritual de Pieter. Los guardias no permitían que los hombres hablaran en grupos grandes, así que Pieter tomaba a dos hombres cada vez, uno por cada lado, y salía a caminar por el patio. No todos los hombres creían en lo que Pieter enseñaba, pero apreciaban su fe y adquirían una mejor comprensión de la Iglesia41.
Luego de pasar unos meses en el campo alemán, Pieter y sus compañeros holandeses fueron trasladados al Stalag 371, un campo de prisioneros en la Ucrania ocupada por los nazis. Sus nuevas dependencias se encontraban en un gélido edificio de piedra, pero las condiciones allí eran algo mejores que las que habían soportado en Alemania. Sintiéndose más fuerte en cuerpo y espíritu, Pieter continuó dando paseos con cualquier persona interesada en lo que estaba enseñando. Caminaba tanto que escribió a su esposa, Hanna, pidiéndole que le enviara unos zapatos de madera nuevos para sustituir su maltrecho calzado42.
Al poco tiempo, un grupo de unos diez hombres animó a Pieter a organizar una escuela dominical, y él aceptó. Como los nazis prohibían este tipo de reuniones, se reunían en secreto en un edificio vacío en un rincón del campo. Cubrieron la ventana con una manta vieja y encontraron una caja de jabón para usarla como púlpito. Milagrosamente, las Escrituras y el himnario que Hanna había enviado a Pieter luego de su arresto habían pasado la censura sin ser confiscados. Pieter enseñaba con la Biblia y el Libro de Mormón, pero el grupo no se atrevía a cantar. En su lugar, Pieter leía los himnos en voz alta. A la conclusión de sus reuniones, los hombres se escabullían por la puerta, uno por uno para evitar ser detectados43.
Un ministro protestante del Stalag 371 se dio cuenta de que los hombres caminaban y hablaban con Pieter. Se llevó a cada uno de ellos a un lado, les mostró un folleto lleno de distorsiones sobre la Iglesia, y les dijo que Pieter estaba engañado. Sin embargo, en lugar de persuadirlos para que abandonaran a Pieter y sus enseñanzas, los esfuerzos del ministro solo hicieron que los hombres sintieran más curiosidad por el Evangelio restaurado.
Después de leer el folleto, un hombre llamado Callenbach decidió unirse al grupo. “No quiero convertirme —le dijo a Pieter—. Solo he venido a escuchar tu historia”44.
Un domingo, Pieter decidió enseñar el principio del ayuno. Les dijo a los hombres que debían dar la pequeña taza de frijoles que habían recibido ese día a otra persona.
—Si no pueden dormir por la noche —les dijo Pieter—, deben orar a Dios y preguntarle si las cosas que han escuchado de mí son verdaderas45.
El domingo siguiente, los hombres se pusieron de pie para compartir sus testimonios. El señor Callenbach fue el último en hablar. Con lágrimas en los ojos, relató su experiencia con el ayuno.
“Esa noche yo tenía mucha hambre —dijo—. Entonces recordé lo que el señor Vlam había dicho sobre la oración”. Contó cómo oró fervientemente para saber si las cosas que enseñaba Pieter eran correctas. “Me invadió un sentimiento de paz indescriptible —dijo— y supe que había oído la verdad”46.