Un testimonio viviente
Decir que a mi esposo y a mí nos tomó por sorpresa saber que, a la edad de cuarenta años, esperábamos un bebé, sería quedarse cortos. Las complicaciones durante el embarazo hicieron que los médicos no tardaran en mandarme reposo absoluto. Mi esposo me dio una bendición del sacerdocio en la que se me prometió que todo iría bien si hacía lo que me decían los médicos.
Sin embargo, el reposo se convirtió en una prueba difícil mientras intentaba atender a las necesidades de nuestros dos hijitos y mantenerme ocupada.
Cuando los miembros del barrio se dieron cuenta de que iba a estar confinada durante todo el embarazo, las cenas empezaron a llegar con regularidad. Las amigas solían llevarse a mi hijo de tres años para pasar el día con ellas, y cuando el otro hijo de seis años regresaba a casa de la escuela, siempre aparecía alguien que venía para ver cómo estaba. Las hermanas venían con frecuencia a limpiar la casa y lavar la ropa, y solían terminar sentadas en mi cama para charlar conmigo.
Más de dos meses antes de la fecha del alumbramiento empecé a tener contracciones y nació nuestro pequeño y frágil hijo. Estaba tan enfermo que los médicos nos dijeron que debíamos hacer los arreglos necesarios y preparar el funeral. Entramos a ver a nuestro hijito, cubierto de cables y tubos, en una incubadora. Derramando abundantes lágrimas, mi esposo y otros dos hermanos ungieron y bendijeron a nuestro bebé, John, el cual respondió comenzando a luchar por su vida.
Mientras mi esposo y yo pasamos muchos días y noches en el hospital, los miembros de nuestro barrio continuaban con sus muchos actos de servicio y amor por nuestra familia; más de una vez durante el embarazo y al menos en dos ocasiones tras el nacimiento del bebé, todo el barrio ayunó y oró por nosotros.
En una ocasión, en la que se nos permitió llevar a John a la capilla aunque todavía estaba con oxígeno, una madre se acercó a nosotros con su hijo de ocho años. En voz baja, y casi de manera reverente, nos preguntó si su hijo podía ver al bebé. Nos explicó que su hijo había obtenido un testimonio del valor de servir y amar a los demás mediante el ayuno y la oración, y quería ver cómo habían recibido respuesta su fe y sus oraciones. Vio al bebé y lloró; le dijo a su madre que se sentía feliz por poder orar y ayunar. “Después de todo”, dijo, “mira lo que hizo nuestro Padre Celestial”.
Hoy día, John es un joven de diecisiete años de edad, activo y lleno de vitalidad; es un testimonio viviente para los miembros de aquel barrio generoso y su dedicación a la fe y la caridad. Las palabras no pueden expresar la gratitud que sentimos por ellos y por nuestro Padre Celestial.
Helen Sturdevant es miembro del Barrio Parkwood, Estaca Oak Hills, Austin, Texas.