Cocodrilos espirituales
Siempre he tenido interés en los animales y en los pájaros. Cuando aprendí a leer, buscaba libros sobre éstos y llegué a saber mucho en cuanto al tema. De adolescente podía nombrar a casi todos los animales africanos y podía distinguir un antílope de un impala, o una gacela de un ñu.
Siempre había querido ir a África y ver los animales de cerca y, por fin, un día se me presentó la oportunidad. A la hermana Packer y a mí se nos asignó viajar por Sudáfrica. Teníamos un horario muy agotador y habíamos dedicado ocho capillas en siete días.
El presidente de la misión fue poco explícito acerca del programa para el 10 de septiembre, que es el día de mi cumpleaños. Yo pensaba que regresaríamos a Johannesburgo, Sudáfrica, pero él tenía otros planes. “A algo de distancia hay un parque zoológico”, explicó; “he alquilado un auto y mañana, para festejar su cumpleaños, lo recorreremos para ver de cerca los animales africanos”.
Debo aclarar que en esos parques zoológicos de África la situación es diferente: allí las personas son quienes están en “jaulas”, y a los animales los dejan sueltos en completa libertad. Para ello, los visitantes llegan ya avanzada la tarde a unos refugios donde pasan la noche, protegidos por altas verjas. Después del amanecer se les permite salir en auto a recorrer el parque, pero está prohibido bajarse del vehículo.
La cena se retrasó un poco y, por lo tanto, hacía buen rato que había oscurecido cuando nos pusimos en camino para dirigirnos a nuestra aislada cabaña. Habíamos recorrido una distancia relativamente corta por la angosta senda, cuando el motor dejó de funcionar. Encontramos una linterna en el auto y me bajé por un momento para ver si podía darme cuenta de lo que tenía. Al bajarme, la luz de la linterna iluminó el suelo, ¡y lo primero que vi fueron las inconfundibles huellas de un león!
De vuelta en el auto, nos dimos por satisfechos con pasar la noche allí. Afortunadamente, fuimos rescatados por el conductor de un camión de combustible que había salido tarde del refugio porque había tenido un problema.
A la mañana siguiente nos llevaron de regreso al refugio. No teníamos automóvil y no podíamos disponer de otro sino hasta esa tarde. Nuestro día en el parque se había quedado en nada, y yo le dije adiós al sueño de toda mi vida.
Me puse a hablar con un joven guarda del parque y él se sorprendió mucho al ver que yo conocía y distinguía muchas de las aves africanas, y se ofreció a ayudarnos. “Estamos edificando un nuevo punto de observación cerca de una charca. Queda a unos 32 km del refugio”, dijo. “Aunque todavía no está terminado, es un lugar seguro. Les llevaré hasta allá con el almuerzo. Desde allí podrán ver muchos animales más que si hubieran recorrido el parque en auto”.
Mientras nos dirigíamos al lugar, se ofreció a mostrarnos algunos leones. Manejó por entre la maleza y rápidamente localizó un grupo de diecisiete leones dormidos y pasamos por entre ellos.
En el camino, nos detuvimos también en las cercanías de una charca para observar a los animales que iban a beber. Había habido una gran sequía y el agua escaseaba por todos lados; realmente lo único que se veía eran barrizales. Cuando los pesados elefantes caminaban sobre aquel fango, el agua se filtraba a través de la depresión que sus patas dejaban en el terreno, y allí bebían los animales.
Los antílopes, en particular, se ponían muy nerviosos al acercarse a los pequeños charcos; lo hacían cautelosamente y después, sin razón aparente, salían corriendo asustados sin haber bebido. Miré alrededor para ver si había algún león o tigre en las inmediaciones, pero no vi nada. Entonces le pregunté a nuestro guía por qué no bebían. Su respuesta encerró toda una lección para mí: “Los cocodrilos”.
Pensé que estaría bromeando, así que repetí la pregunta con seriedad. “¿Cuál es el problema?” “Los cocodrilos”, volvió a decirme.
“No puede ser”, le repliqué. “Cualquiera puede ver que no hay cocodrilos ahí”.
Pensé que estaba divirtiéndose a costa de un extranjero a quien consideraba inexperto. Por fin, le supliqué que nos dijera la verdad. Quisiera recordarles que yo estaba bastante bien informado, pues había leído muchos libros. Además, cualquiera puede darse cuenta de que es imposible que un cocodrilo se esconda en la huella que deja un elefante en el barro.
El joven se dio perfecta cuenta de que yo no le creía y supongo que decidió darme una lección. Para ello dirigió el vehículo hacia un alto terraplén desde donde se podía ver toda la charca. “Allí los tiene”, me dijo. “Véalos usted mismo”.
No podía ver nada más que el lodo, las porciones de agua empozada y, en la distancia, los animales asustados ¡Pero de pronto, lo vi! Era un enorme cocodrilo, acechando desde el lodo que lo cubría casi totalmente, en espera de algún incauto animal que, vencido por la sed, bajara a beber.
¡Y de repente, creí! Cuando el guarda vio que estaba dispuesto a escuchar, prosiguió con la lección. “No sólo hay cocodrilos en los ríos, sino que están por todo el parque y especialmente cerca de los depósitos de agua. ¡Más vale que lo crea!”.
La verdad es que fue más bondadoso conmigo de lo que yo merecía, por mi incredulidad. Mi actitud de “sabelotodo” ante su primera advertencia sobre los “cocodrilos” podría haber traído aparejada una invitación suya de que me acercara para salir de dudas.
Me parecía tan claro que no podía haber ningún cocodrilo escondido allí y me sentía tan seguro de mí, que probablemente me hubiera acercado sin temor. Mi arrogancia me hubiera costado la vida. Pero el guía fue lo suficientemente paciente como para enseñarme.
Espero que al hablar con sus guías sean más sabios de lo que yo fui en aquella ocasión. La presumida idea que tenía sobre mis conocimientos no era digna de mí, ni tampoco lo sería de ninguno de ustedes. No me siento orgulloso de ello y me daría vergüenza contarlo si no fuera porque creo que puede servirles de ayuda.
Aquellos que los han precedido en la vida han inspeccionado las “charcas” y elevan su voz de advertencia para prevenirles contra los “cocodrilos”; no los grandes reptiles que pueden devorarlos en un abrir y cerrar de ojos, sino los cocodrilos espirituales, que son infinitamente más peligrosos, por ser aún más engañosos y menos visibles que los que se esconden al acecho en las charcas de África.
Esos cocodrilos espirituales pueden matar o mutilar su alma y destruir su paz mental y la de aquellos que les aman. Ésos son los “reptiles” contra los cuales es necesario que estén prevenidos, porque difícilmente encontrarán un lugar en el mundo que no esté infestado de ellos.
En otro viaje que hice a África comenté esta experiencia a un guarda de otro parque y me confirmó que en la huella de un elefante puede esconderse un cocodrilo de tamaño suficiente como para partir a un hombre en dos.
Me mostró el lugar donde ocurrió una tragedia. Un joven de Inglaterra se encontraba trabajando en el hotel durante la temporada de verano. A pesar de las repetidas y constantes advertencias que le habían hecho, un día saltó la verja protectora y se dirigió hacia un charco cuya agua no alcanzaba a cubrir los zapatos.
“No se había internado ni dos pasos cuando lo atacó un cocodrilo”, me dijo el guarda. “No pudimos hacer nada para salvarle”.
Aceptar guía y consejo de otras personas parecería ir en contra de nuestra naturaleza humana, especialmente en la época de la juventud. Sin embargo, no obstante la convicción que podamos tener de lo mucho que sabemos, o el deseo que sintamos de hacer algo, hay veces en que nuestra existencia misma depende de la atención que pongamos a nuestros guías.
Es terrible pensar en lo que le sucedió al joven que fue devorado por el cocodrilo. Pero eso no es lo más terrible que le puede suceder a una persona. Hay peligros morales y espirituales mucho más aterradores que la idea de ser devorado por un monstruoso reptil.
Afortunadamente, contamos con suficientes guías para evitar que estas cosas nos sucedan, si estamos dispuestos a oír su voz de advertencia. Si prestan atención al consejo de sus padres, sus líderes y sus maestros mientras son jóvenes, aprenderán también a seguir al guía más seguro e infalible de todos: los susurros del Espíritu Santo. Y a eso se le llama revelación personal. Hay medios por los cuales recibimos un aviso sobre los peligros espirituales. De igual modo que ese guía me previno contra los cocodrilos, ustedes pueden percibir las señales de advertencia contra los cocodrilos espirituales que acechan.
Afortunadamente, contamos con primeros auxilios espirituales para aquellos que hayan recibido esos “mordiscos”. El obispo del barrio es el encargado de administrarlos y él también cuenta con el poder de curar a aquellos que hayan sido moralmente mutilados por esos enemigos, curarlos hasta el punto de que sean completamente sanados.
La experiencia que tuve en África fue para mí otra señal de que debo seguir al Guía, y lo sigo porque así lo deseo. Testifico que Él vive, que Jesús es el Cristo. Y sé que Él tiene un cuerpo de carne y huesos, que dirige Su Iglesia y que Su propósito es conducirnos sanos y salvos de regreso a Su presencia.
Adaptado de un discurso pronunciado en la conferencia general de abril de 1976.