Quiero ver al profeta
Basada en un hecho real
“Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá” (Mateo 7:7).
Cuando Sally tenía más o menos ocho años, vivía en Salt Lake City. Por ese entonces el presidente David O. McKay (1873–1970) era el profeta. Sally había oído muchos relatos de personas que habían tenido la oportunidad de verlo, ya que después de la conferencia general siempre salía del Tabernáculo por una puerta trasera y se subía a un gran automóvil. Un grupo numeroso de personas aguardaba para verlo con la esperanza de estrecharle la mano y saludarlo; querían verlo en persona en vez de por televisión. Sally creía que tenía que ser algo magnífico ver al profeta.
Así que decidió preguntar a sus padres si la podrían llevar a la Manzana del Templo durante la conferencia general, pero no les dijo que deseaba esperar con las demás personas y tal vez tener la oportunidad de conversar con el presidente McKay. Ése era su especial secreto.
Era un día hermoso; no hacía ni demasiado calor ni demasiado frío. Sally y su familia llegaron a la Manzana del Templo durante la sesión de la tarde y escucharon la conferencia en los alrededores del Tabernáculo. Unos enormes parlantes (altavoces) llevaban la señal de la reunión a todos los que estaban fuera, ya que cada banco y cada asiento del Tabernáculo estaba ocupado.
Al pasar Sally por las puertas abiertas, pudo ver brevemente al Coro del Tabernáculo y a las Autoridades Generales. Su corazoncito dio un brinco al pensar: “¡Hoy es el día! ¡Hoy es el día! ¡Voy a saludar al presidente McKay!”.
Vio que algunas personas empezaban a congregarse en la parte trasera del Tabernáculo y, después de recibir permiso de sus padres, se unió a ellas y se abrió camino hasta el frente. No era muy alta, así que si no se ponía al frente, ¿cómo iba a ver al profeta?
Al final, con un empujón aquí y otro allá, alcanzó el frente del grupo de personas, donde unas cuerdas bloqueaban el camino entre el Tabernáculo y la calle. Allí, tal como había oído, esperaba el auto grande y brillante.
“No hay que esperar mucho más”, pensó. Ya podía oír que empezaban a entonar el último himno. “¡Canten más rápido, más rápido!”, decía en silencio. Luego de la última oración, el organista empezó a tocar el poderoso órgano del Tabernáculo una vez más. ¡Ya casi era el momento!
La multitud se apiñó un poco más contra las cuerdas. La gente empezó a salir del edificio y, con la esperanza también de ver al profeta, un gran número de ellos se sumaba a los que ya estaban esperando.
El auto grande arrancó y avanzó un poco mientras se abría una gran puerta en la parte posterior del edificio.
Pero para desesperación de Sally, ahora que el auto se había movido, ¡no podía ver nada que no fuese el vehículo! Podía ver la cabeza de algunos hombres; pero el presidente McKay no estaba bien y, aunque era un hombre alto, ahora andaba en silla de ruedas. Sally no podía verlo en absoluto, ni siquiera ver las llantas de la silla de ruedas. ¿Cómo se suponía que iba a ver al profeta, y mucho menos saludarlo personalmente, si no podía ver nada?
Quería escabullirse por debajo de la cuerda y correr hacia el auto, subirse al vehículo y estrecharle la mano, decirle hola… algo .
Pero todo sucedió muy deprisa. La puerta se cerró de golpe y el auto avanzó lentamente hacia la calle. Había terminado; se había ido.
Sally no lo podía creer. ¡Sus sueños! ¡Sus planes!
El gentío se dispersó dejándola a ella sola, mirando fijamente las cuerdas que ahora estaban en el suelo después de la partida del presidente McKay.
Fue entonces que un apacible susurro penetró en su mente: “Pero, ¿por qué quieres saludarlo?”.
“Para verlo y saber por mí misma que es un profeta”, dijo casi en voz alta mientras sentía el ardor de las lágrimas.
De repente, sintió algo cálido en su corazón. Se trataba de una reprimenda dulce y amorosa: “No tienes que verlo para saber. Todo lo que tienes que hacer es preguntar”.
¿Preguntar?
¡Eran tan fácil, tan sencillo! Antes de que siquiera pudiera decir una oración en su corazón, una calidez increíble la invadió de la cabeza a los pies. Ahora sabía. El hombre del auto, el que había permanecido tan tranquilo durante la conferencia, de apariencia tan frágil, el hombre que a ella le parecía que debía haber vivido para siempre, era sin ninguna duda un profeta del Señor. No hacía falta verlo ni estrecharle la mano; no había necesidad de que él estrechara la mano de ella ni le hablara. Ella ya lo sabía.
Ahora entendió que, por el resto de su vida, siempre podría averiguar que el hombre que fuera profeta y Presidente de la Iglesia era llamado de Dios. Lo único que tendría que hacer era preguntar.
“Dios enseña a Sus hijos e hijas por el poder de Su Espíritu, el cual ilumina sus mentes y les da paz en cuanto a las preguntas que le han hecho”.
Élder Dallin H. Oaks, del Quórum de los Doce Apóstoles, “La enseñanza y el aprendizaje por medio del Espíritu”, Liahona, mayo de 1999, pág. 22.