Somos hijas de un Padre Celestial que nos ama
Al contemplar en la sala de clases los rostros tímidos pero ansiosos de las jóvenes de doce años, pensé en la primera línea del lema de las Mujeres Jóvenes: “Somos hijas de un Padre Celestial que nos ama”.
Me preguntaba: “¿Cómo saben estas jóvenes que nuestro Padre Celestial las ama?”; así que les hice la pregunta.
Muchas agacharon la cabeza o hicieron un movimiento nervioso con los pies, pues no querían que se les preguntara. Era evidente que necesitaban algo de tiempo para pensar en la pregunta y tal vez la oportunidad de contestarla en privado. “Piensen en ello durante la lección”, dije.
Hallemos Su amor en nuestra vida
Hacia el fin de la clase, les entregué unas hojas de papel y les pedí que, de forma anónima, escribieran cómo es que sabían que su Padre Celestial las amaba. Mientras se afanaban por contestar, oí comentarios del tipo: “Es muy difícil” y “No estoy segura de saberlo ”. Me impresionó especialmente una joven, Jocelyn, que había estado llorando durante casi toda la lección. Cuando leí sus respuestas en privado, supe cuál era la hoja de ella, pues simplemente decía: “Él salvó a mi mamá”.
Su madre es una de mis queridas amigas y también yo había orado fervientemente por ella. La acababan de operar del corazón y estaba a punto de abandonar el hospital cuando se le reventó una arteria del bazo. En cuestión de minutos se encontró en las puertas de la muerte. Un equipo de médicos trabajó sin descanso para reanimarla lo suficiente para someterla a una operación de emergencia. La única forma de describir su recuperación es “milagrosa”. Fue una respuesta a muchas oraciones, entre ellas la de Jocelyn y la mía. Fue un poderoso testimonio del amor de Dios.
No obstante, me sentí consternada por la respuesta de la joven. ¿Y si nuestro Padre Celestial no hubiera salvado a su madre? ¿Sabría a pesar de ello que Él la ama? ¿Sería capaz de sentir el amor del Señor aun en medio de las inevitables aflicciones y tragedias de la vida?
Entonces pensé en mi sobrina Ashley. También ella conoce el amor que nuestro Padre Celestial tiene por ella, aun cuando su experiencia es la opuesta a la de Jocelyn.
Hará casi un año que Ashley caminaba con sus padres por unas rocas cercanas al mar y próximas a su hogar en el norte de California. Su padre estaba sacando fotografías de escenas bonitas para las acuarelas que iba a pintar, cuando de la nada y sin previo aviso, apareció una enorme ola que cubrió toda la costa y lanzó a su padre al mar y arrojó a su madre contra las rocas. Ashley estaba tierra adentro, bien alejada de la ola asesina. Aterrorizada por lo que había presenciado, se echó a correr en busca de ayuda.
En cuestión de minutos un hombre con un teléfono celular (móvil) marcó el número de emergencia y se inició el rescate. La madre había caído en un lugar al que sólo se podía llegar por helicóptero; padecía un terrible dolor, pues tenía la espalda y un brazo rotos, así como numerosas heridas y contusiones causadas por las afiladas rocas y el mar embravecido. Mientras tanto, el padre de Ashley había desaparecido. Mientras la madre de la joven estaba en el borde del mar aguardando ser rescatada, sintió la presencia de su marido y supo sin duda alguna que había muerto. El cuerpo de él jamás fue recuperado.
Nuestro Padre Celestial no salvó al padre de Ashley, pero a pesar de ello, Ashley sabe que Él la ama, y dice: “Durante ese tiempo, sentí el consuelo del Espíritu Santo. Sabía que volvería a ver a mi padre y también sentí el amor del Señor a través de las amables atenciones de los demás”.
Cada semana, las jóvenes de la Iglesia y sus líderes se ponen de pie y declaran: “Somos hijas de un Padre Celestial que nos ama …”. ¿ Verdaderamente lo sabemos? ¿Lo sabemos con tanta certeza de manera que ese conocimiento nos fortalezca y nos sostenga? ¿Cómo podemos conocer y percibir aún más Su amor? Los ejemplos de Jocelyn y de Ashley sugieren que podemos llegar a conocer el amor de Dios en nuestra vida tanto a través de nuestras dichas como de nuestros pesares.
Encontramos Su amor en las Escrituras
Mientras consideraba estos relatos tan diferentes, recordé un par de ejemplos similares de las Escrituras: la liberación de Sadrac, Mesac y Abed-nego del horno de fuego y el martirio de Abinadí por fuego.
Sadrac, Mesac y Abed-nego eran siervos fieles del Señor; sabían que Él los amaba. Confiaban en que los preservaría del horno ardiente, si tal era Su voluntad. “He aquí”, dijeron, “nuestro Dios a quien servimos puede librarnos del horno de fuego ardiendo; y de tu mano, oh rey, nos librará” (Daniel 3:17). No sólo tenían fe en que el Señor los salvaría, sino que, aún más importante, confiaban en Su voluntad respecto a ellos, ya sea que fuesen protegidos o no. El sorprendido rey Nabucodonosor presenció el milagroso rescate y reconoció el poderoso amor que Dios tenía hacia “sus siervos que confiaron en él” (Daniel 3:28).
Abinadí, profeta del Libro de Mormón, confió igualmente en el Señor cuando se enfrentó a la amenaza de la muerte por fuego. El rey Noé dijo: “…se te quitará la vida, a menos que te retractes de todas las palabras que has hablado para mal contra mí y mi pueblo” (Mosíah 17:8).
Abinadí rehusó con valentía y cuando llegó el momento de ser quemado, no se obró milagro alguno para su salvación. “…cayó, habiendo padecido la muerte por fuego; sí, habiéndosele ejecutado porque no quiso negar los mandamientos de Dios, habiendo sellado la verdad de sus palabras con su muerte” (Mosíah 17:20). También él confió en el amor y en la voluntad de Dios respecto a él.
Sadrac, Mesac y Abed-nego fueron preservados de la muerte por fuego, pero Abinadí no. Sin embargo, el Señor los amaba a todos y ellos lo sabían.
Los finales de ambos relatos sugieren que el amor de Dios trasciende las experiencias terrenales que tengamos. Su amor es más grande que lo bueno o lo malo que pueda sucedernos. En ocasiones nos bendice al concedernos los deseos de nuestro corazón, y otras veces lo hace con el consuelo y la fortaleza necesarios para sobrellevar la carga de aquellos deseos incumplidos o hechos añicos.
Hallamos Su amor en todas las cosas
He tenido ocasiones de sentir el amor que Dios tiene por mí. He orado pidiendo bendiciones específicas y Él me las ha concedido. Siento Su amor en “las misericordias y los milagros” (“Bless Our Fast, We Pray”, Hymns Nº 138), en los alumbramientos y en los bautismos, en la salud y en la curación, en las mañanas y en las montañas, en las amistades y en el amor de la familia, en Su tiempo y en los templos.
Por otra parte, también he sido sostenida en mis adversidades. Algunas cargas me agobian a pesar de mi deseo de que pase de mí esa copa (véase Lucas 22:42). De hecho, es mediante esas experiencias difíciles que siento una mayor dependencia del Señor y un mayor derramamiento de Su amor. Me siento más cercana a Él; sé que Él me sostiene, me consuela y me da el valor para seguir adelante. Sé, como Pablo enseñó a los romanos, que nada, no importa lo duro que sea, puede separarme del amor de Dios:
“¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Tribulación, o angustia, o persecución, o hambre, o desnudez, o peligro, o espada?
“Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir,
“ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro” (Romanos 8:35, 38–39).
No se podía separar a Jocelyn ni a Ashley del amor de Dios aun cuando uno de sus progenitores fue preservado y el otro no. Ambas reconocen Su amor en todas las experiencias, tanto las que producen dicha como las que resultan en aflicción. Deseo que todas las jóvenes del mundo, sean cuales fueren sus circunstancias, puedan, así como Jocelyn y Ashley, testificar con convicción: “Somos hijas de un Padre Celestial que nos ama”.