Parábolas de Jesús
El siervo inútil
Jesús enseñó a Sus discípulos sobre la fe y la fidelidad, y sobre la relación que existe entre Su gracia y nuestros actos.
Fui uno de los cuatro hijos de una familia de granjeros del norte de Utah; nuestros padres eran sabios, amorosos y preparados, y me enseñaron muchas y valiosas lecciones. Fuimos instruidos, por medio de la palabra y del ejemplo, a depositar nuestra confianza en el Señor y que “Toda victoria y toda gloria [nos] es realizada mediante [nuestra] diligencia, fidelidad y oraciones de fe” (D. y C. 103:36). Se nos enseñó que debemos ser fieles al Señor Jesucristo y a Sus enseñanzas.
Mientras el Salvador cumplía Su ministerio terrenal, enseñó a Sus discípulos sobre la fe y la fidelidad. Sus palabras aludían a normas nuevas y, aparentemente, exigentes de conducta (véase Lucas 10–19), por lo que algunos de los discípulos se sintieron abrumados y suplicaron: “…Señor: Auméntanos la fe” (Lucas 17:5). El Salvador respondió con más de lo que nos pudiera parecer una doctrina difícil: una parábola sobre la fe y la fidelidad. En la parábola del siervo inútil, hallamos imágenes de la vida en una granja, imágenes fáciles de comprender, y sus principios siguen tan vigentes hoy como el día en que se administraron.
El siervo y el señor
Jesús comenzó: “¿Quién de vosotros, teniendo un siervo que ara o apacienta ganado…” (Lucas 17:7). En la época de Jesús, los siervos eran propiedad de los señores, pareciéndose más a un esclavo que a un empleado, y estaban obligados por ley a hacer todo lo que necesitara su señor, como plantar los campos, cuidar del ganado o preparar y servir las comidas. A cambio, el señor cuidaba de sus siervos.
El Salvador prosiguió con la pregunta: “…al volver él del campo, luego le dice: Pasa, siéntate a la mesa? ¿No le dice más bien: Prepárame la cena, cíñete, y sírveme hasta que haya comido y bebido; y después de esto, come y bebe tú?” (versículos 7–8). El deber del siervo era atender en primer lugar a las necesidades de su señor. Resultaba inconcebible que el señor diera permiso al siervo para cenar mientras su cena estaba sin preparar.
Jesús concluyó la parábola con una pregunta retórica: “¿Acaso da gracias al siervo porque hizo lo que se le había mandado? Pienso que no” (versículo 9). El siervo no debía esperar que se le agradecieran sus esfuerzos ya que, después de todo, no estaba sino haciendo lo que ya se había comprometido a hacer.
Para asegurarse de que Sus discípulos comprendieran el propósito de Su parábola, el Salvador recalcó: “Así también vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que os ha sido ordenado, decid: Siervos inútiles somos, pues lo que debíamos hacer, hicimos” (versículo 10). Puesto que el señor había provisto para todas las necesidades del siervo, los esfuerzos de éste no eran sino el cumplimiento de sus obligaciones para con su señor, es decir, su deber.
Considero que en esa parábola, Jesús estaba enseñando a Sus discípulos sobre la fe y la fidelidad, principios que yo comencé a aprender de niño en la granja.
Los principios de la fidelidad y la valía
Imagínense a cuatro muchachos que crecen en una granja. Para nosotros la fidelidad era sinónimo de ir la milla extra. Significaba que no era necesario que se nos dijera todo lo que teníamos que hacer y que debíamos anticipar lo que hiciera falta y después hacerlo. Alimentar al ganado no era sólo cuestión de arrojarle heno, grano o ensilaje en el pesebre, sino que incluía recoger el alambre de las pacas, el heno esparcido y el grano derramado. Cuidar del ganado consistía también en inspeccionar los cercos y las puertas, limpiar y poner paja nueva en los establos y ver si había animales enfermos o cojos. Sembrar los campos era algo más que simplemente manejar el tractor de un extremo a otro, sino que incluía el montaje adecuado del arado, el hacer el trabajo con precisión (muy próximo a los cercados y las acequias), el mantenimiento de la maquinaria y el devolver las herramientas y el equipo a su sitio.
La mesa donde cenábamos era más que un lugar donde comer: era un lugar de instrucción, donde se compartían sentimientos y experiencias, donde se trazaban planes para el futuro. Nuestro hogar no era sólo el sitio donde vivíamos, sino un lugar que había que mantener limpio y en buenas condiciones, y se esperaba nuestra total participación. Las camas no sólo servían para dormir, sino que había que hacerlas a diario y cambiar las sábanas cada semana. No sólo comíamos en los platos, sino que había que lavarlos y colocarlos en sus estantes correspondientes. Las frutas y las verduras no eran sólo para nuestro voraz consumo, sino para envasarlas, enlatarlas o congelarlas. La tareas de la casa formaban parte de nuestros deberes de chicos, y aprendimos el antiguo dicho de : “Si el trabajo vale la pena, vale la pena hacerlo bien”.
La valía se entiende como el cumplimiento fiel de nuestros deberes más allá de los mínimos exigidos. Consiste en trabajar a un ritmo que represente el mejor de nuestros esfuerzos y que sea bastante más de lo mínimo que se podría esperar de nosotros. A mis hermanos y a mí nos resultaba útil contemplar los fieles ejemplos de valía de nuestros padres. Al fin de una larga jornada de trabajo en la granja, nuestro padre cumplía con sus asignaciones de orientación familiar y aceptó y magnificó muchos llamamientos en el transcurso de su vida. Además de apoyar a su marido en la granja y en sus responsabilidades en el sacerdocio, nuestra madre tenía también muchas responsabilidades en el barrio y en la estaca. Nuestros padres fueron fieles; de hecho, fueron valientes.
De vez en cuando oímos a algunos de los miembros de la Iglesia expresar la idea de que es difícil ser fiel en el mundo de hoy, y dicen: “Es difícil pagar un diezmo íntegro”, “es difícil ser moralmente limpios”, o incluso, “es difícil ser Santo de los Últimos Días”. El hecho de que algunas cosas sean difíciles no es novedoso para quienes han abrazado el Evangelio de Jesucristo. Él nos dará, en abundancia, la fuerza que nos ayude a hacer esas cosas difíciles.
Jesús enseñó muchas cosas difíciles a Sus discípulos (véase Juan 6:60). ¿Qué diría el Salvador si tuviéramos la tendencia a decir que nuestra suerte es difícil o demasiado compleja? Tal vez nos preguntaría, como hizo con Sus apóstoles: “…¿Queréis acaso iros también vosotros?” (Juan 6:67). Ruego que podamos reconocer Su generosidad y misericordia para con nosotros y que respondamos como Pedro: “…Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna. Y nosotros hemos creído y conocemos que tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente” (Juan 6:68–69).
La fidelidad, incluso a aquellas doctrinas que consideremos difíciles, es una virtud que el Salvador inculcó en Sus discípulos; sin embargo, Jesús quería también que entendieran que el complacer al señor es más que una simple ética de trabajo; Él les enseñó que se trata además de un asunto del corazón y de su relación con su Señor celestial.
Los principios de la fe y la gracia
De niños en la granja, reconocimos que debíamos todo, física y espiritualmente, al Señor y a nuestros padres. Se nos enseñó, como Amulek enseñó a los zoramitas, a orar “tanto por la mañana, como al mediodía y al atardecer” por nuestro bienestar y por el de nuestro prójimo (véase Alma 34:19–27). Las oraciones personales y familiares eran parte de nuestras experiencias cotidianas. Aprendimos por medio del precepto y del ejemplo a tener fe en el “Señor de la cosecha” (véase Alma 26:7). Tras arar, plantar, regar y cultivar los campos, depositamos nuestro destino en Sus manos. Trabajábamos con denuedo, pero sabíamos que sin el sol y la lluvia, la gracia y la misericordia de Dios, así como la benevolencia de unos padres amorosos, no podríamos lograr nada.
¿No es acaso la fe y la dependencia de Dios lo que enseña el rey Benjamín cuando dice: “…si diereis todas las gracias y alabanza que vuestra alma entera es capaz de poseer, a ese Dios que os ha creado… si lo sirvieseis con toda vuestra alma, todavía seríais servidores inútiles… Y ahora pregunto: ¿Podéis decir algo de vosotros mismos? Os respondo: No. No podéis decir que sois aun como el polvo de la tierra” (Mosíah 2:20–21, 25).
Estamos en deuda con Dios por nuestra vida misma. Si obedecemos los mandamientos, lo cual es nuestro deber, Él nos bendice de inmediato; por tanto, estamos continuamente en deuda con Él y le somos inútiles. Sin la gracia, nuestra valía sola no podría salvarnos.
El élder Neal A. Maxwell, del Quórum de los Doce Apóstoles, ha escrito al respecto de esta parábola:
“La generosidad [o la gracia] de Dios para con nosotros no se expresa con una disminución de los deberes que nos impone. Donde mucho se da, mucho se requiere, y no al revés. La generosidad divina tampoco se expresa con una atenuación de Sus normas en cuanto a lo que hay que hacer. ¡Muy al contrario, cuando mucho se da, y el discípulo lo hace, la generosidad de Dios es asombrosa!
“Después de hacer todo lo que esté a nuestro alcance, un día recibiremos ‘todo lo que [nuestro] Padre tiene’ [D. y C. 84:38]. Ahí está la generosidad de Dios. Si cumplimos con nuestro deber, Él está obligado, felizmente obligado”1.
En la parábola del siervo inútil, el Salvador enseñó a Sus discípulos, y a nosotros, sobre la fe y la fidelidad, sobre la valía y la gracia. Seamos valerosos al hacer más de lo mínimo que se espera de nosotros. Ruego que podamos reconocer con gratitud que sólo Su gracia basta para que seamos perfectos en Él (véase Moroni 10:32–33).