La bufanda roja
Fui criada con la enseñanza de que no había Dios, pero un terremoto y un par de misioneros me ayudaron a encontrarlo.
Nací en Armenia cuando ese país formaba parte de la Unión Soviética. Mis padres me enseñaron a mí y a mis dos hermanos a ser honrados, buenos y moralmente limpios, e hicieron todo lo posible por darnos una buena educación, pero una de las cosas que aprendí en el jardín de infancia fue una filosofía de que la religión es el opio del pueblo. Hasta los 12 años, nunca supe de la existencia de Dios.
Alabado sea Tu nombre, Dios
Cuando tenía 12 años, un terrible terremoto destruyó el 90% de mi ciudad natal y acabó con la vida de más de 50.000 personas. Yo me encontraba en la escuela cuando el ruido se hizo más y más grande y todo empezó a temblar. Me vi empujada por la multitud que intentaba escapar del edificio y, en medio de toda esa confusión, de repente me di cuenta de que tal vez nunca volvería a ver a mi familia. En ese instante, vi la bufanda roja que mi madre me había hecho; estaba colgada en un pasillo a la derecha del hueco de la escalera. Tuve una impresión y me distancié de la multitud y fui a recuperar la bufanda, pero en ese momento el suelo tembló por tercera y última vez y vi cómo las escaleras se venían abajo atrapando a todos mis amigos entre los escombros. Luego de calmarme un poco, descubrí que toda la escuela era una enorme masa de ruinas, excepto aquella pequeña parte que nos resguardaba a mí y a mi bufanda roja.
Sobrevivieron los cinco integrantes de mi familia. Cuando mi padre vio a mi madre, a mi hermana de ocho meses, a mi hermano de siete años y a mí, sentados en medio de la calle después de pasar siete horas buscándonos, lo único que podía decir era: “Alabado sea Tu nombre, Dios”. Acababa de perder mi hogar, pero por vez primera oía el nombre de Dios.
Como si llegara a casa
Pasaron once años. Acababa de graduarme en la facultad de medicina de Yerevan, capital de Armenia, donde era médica interna especializada en oftalmología. Mientras realizaba unas labores como voluntaria, conocí a dos misioneros Santos de los Últimos Días y nos hicimos buenos amigos. Fueron bienvenidos en casa, como cualquier otra persona, pero en cuanto comenzaron a hablar de Dios, el ambiente se volvió muy tenso. Mis padres me dijeron que si los misioneros querían “enseñar su religión”, no serían bien recibidos en nuestro hogar. Personalmente, yo no tenía interés alguno en la religión, pero había querido hablar con ellos porque había algo diferente en sus ojos, algo muy inocente, puro y grandioso. Estaba muy interesada en descubrir la fuente de la luz que veía en sus ojos.
Después de que mis padres manifestaron su desaprobación, evité reunirme con los misioneros y terminé por citarme con ellos en su centro de reuniones para decirles que estaba demasiado ocupada como para seguir adelante con las charlas. Como llegué una hora antes a la cita, entré en una sala donde había muchas sillas y cerca de 15 personas. Me senté en silencio, tratando de no molestar a nadie, y quedé pasmada por los sentimientos tan inusuales pero a la vez tan increíblemente familiares que me invadían. Me sentí como cuando tenía cinco años y podía correr a casa, abrazar a mi madre y contarle todo lo que había hecho, segura de que me amaba, de que siempre estaría allí cuando la necesitara y de que todo estaba bien. Después de los largos años de vagar en el espíritu, ahora sabía que estaba en casa.
Aquella noche, por primera vez en mi vida, me arrodillé y oré a Dios. Si había un Padre Celestial, quería que Él me contestara, que me dijera si las cosas que me habían enseñado los misioneros eran ciertas, que me indicara por qué me sentía tan diferente. Me cuesta describir lo que sucedió a continuación. Nunca antes había sentido la presencia de mi Padre Celestial de manera tan tangible. Sabía que me amaba, que me conocía, que siempre había estado ahí. Aquella noche dormí, sabiendo con cada fibra de mi corazón, que había encontrado el camino de regreso a casa.
Comencé a estudiar el Evangelio con detenimiento y, después de cuatro meses de intensa investigación, decidí bautizarme.
Mi vida pronto se volvió un caos total; perdí mi empleo y tuve que dejar mi puesto como médica interna. Dado que mis intereses y valores empezaron a cambiar, mis antiguos amigos empezaron a esfumarse; pero lo más difícil de todo fue aceptar que mis padres se opusieran a mi bautismo.
Amaba de verdad a mis padres; ellos habían sacrificado todo para que tuviera la mejor educación y el mejor ambiente, y estaban orgullosos de mis logros. Pero al conocer mi decisión, se quedaron estupefactos. Era la primera vez que quería hacer algo con lo que ellos no estaban de acuerdo, y fue muy difícil para todos. Sin embargo, yo sabía que Dios quería que me bautizara y aunque mi familia llegara a renegar de mí, yo no podía renegar de mi Padre Celestial.
Mi familia no aceptó la invitación a mi bautismo, así que ese día fui sola a la capilla. Había muchas personas presentes, pero yo sentía que los únicos “miembros de mi familia” eran los dos misioneros. Sin embargo, al darme vuelta para ir hacia la pila bautismal, vi a mi madre y a mi hermano. Fue el día más feliz de mi vida. La presencia de mi familia fue como un rayo de sol cargado de la esperanza de un mañana más brillante.
El compartir la luz del Evangelio
El siguiente año vino cargado de bendiciones. Además de mis responsabilidades en la rama y mucho servicio voluntario, encontré trabajo en un hospital privado y pude continuar con mis estudios. Mi madre asistió a las reuniones de la Iglesia en varias ocasiones después de mi bautismo y se unió a la Iglesia cinco meses después. Pero lo más importante es que tenía el amor de mi Padre Celestial como parte de mi vida, así como la certeza de que finalmente había encontrado mi camino de regreso a casa.
Deseaba compartir la luz que el Evangelio había traído a mi vida, por lo que exactamente un año después de la fecha de mi bautismo, envié la solicitud para servir en una misión de tiempo completo. Con la esperanza de que el corazón de mi padre se hubiera aplacado, le hablé de mi decisión pero, inesperadamente, reaccionó con enojo. Pasé toda la noche sentada en mi cuarto, en silencio, y el día siguiente, al llegar la hora de salir del trabajo, estaba demasiado asustada como para volver a casa. Aún estaba trabajando cuando vi a mi padre. Después de un largo silencio me preguntó: “¿Realmente quieres dejar todo esto —tu casa, tus amigos, tus estudios y tu trabajo— para ir a un lugar desconocido?”. Respondí que sí. Después de eso no volvimos a hablar sino hasta el día en que partí hacia la misión, apenas diez días después de recibir mi llamamiento para servir en la Misión Salt Lake City, Utah, Manzana del Templo.
Un Libro de Mormón extra
Cuando partí hacia la misión, mi madre y mi hermana eran miembros de la Iglesia. Seis meses más tarde, mi madre me escribió diciendo: “Encontré un ejemplar extra del Libro de Mormón en casa. Tu padre ha dicho que debí haber extraviado el mío. Estoy animada; algo está sucediendo”. Después supimos que cuatro meses después de mi partida, mi padre detuvo a los misioneros en la calle para preguntarles qué era eso de la misión, dónde dormían y dónde comían, cómo se financiaban y qué horarios tenían. Quería saber por qué esta Iglesia es más importante para mí que cualquier otra cosa.
Recibí la primera carta de mi padre a los ocho meses de mi partida, y me decía: “Me bauticé el 2 de diciembre de 2000. Aprendí sobre el Evangelio paso a paso. Estoy muy orgulloso de ti; de mi niña que no se dio por vencida y nos guió hacia este camino”. Hacia el fin de mi misión, todos los miembros de mi familia se habían convertido al Evangelio y muchos parientes y amigos se habían unido a la Iglesia.
Vivir en la luz
Gracias a las verdades que he aprendido, me siento obligada a vivir una vida que valga la pena. Sé que Dios vive y que nos conoce a cada uno. No importa cuál sea nuestra educación ni nuestro origen, cuando estamos cerca de Él podemos sentir Su amor. Sé estas cosas, no porque mis padres me las enseñaran, ni porque todos a mi alrededor creyeran en ellas, sino porque las siento de todo corazón. La luz que vi brillar en los ojos de aquellos misioneros es la misma que percibí la primera vez que entré en aquella capilla y supe que acababa de llegar a casa. Es la luz que vi en los ojos de mi familia a medida que iban uniéndose a la Iglesia. Es la luz de la que se habla en las Escrituras: “Y si vuestra mira está puesta únicamente en mi gloria, vuestro cuerpo entero será lleno de luz” (D. y C. 88:67).
Hripsime Zatikyan Wright es miembro del Barrio Universidad Salt Lake 3, Estaca Universidad Salt Lake 1.