El hijo del capitán
Basado en las experiencias del abuelo de la autora.
Feike saltó de la orilla del canal hacia la cubierta de la barca donde vivía su familia, golpeteando fuertemente con los zuecos (zapatos de madera) mientras corría hacia la cabina blanca, ubicada en la parte de atrás.
“Hoy es el día”, pensó emocionado el pequeño de doce años de edad. “Hoy les va a dar papá la respuesta a los misioneros”.
Los misioneros Santos de los Últimos Días habían empezado a predicar en los Países Bajos hacía unos años, en la década de 1860. Feike los había visto y los había llevado a casa, con la esperanza de que le enseñaran inglés; sin embargo, no tardó en darse cuenta de que los élderes tenían cosas más importantes que enseñarle a él y a su familia.
Feike se quitó los zuecos a la entrada de la pequeña cabina, poniéndolos boca abajo para que no les entrara el agua. Su salón de clase de la escuela era más grande que la pequeña cabina que le servía de casa, pero a Feike le gustaba mucho la pequeña cocina con la estufa de leña. Sus padres y hermanos menores dormían en camas plegables que quedaban escondidas tras las puertas de los gabinetes en el fondo de la cocina. Feike, que era el mayor, dormía en el compartimiento de almacenamiento al frente de la barca.
Entró a la sala sin que lo vieran y se sentó calladamente. El élder Swensen les hablaba, repasando con detenimiento las enseñanzas que él y el élder Lofgren habían compartido con ellos en esa misma habitación durante tantas noches de invierno. Cada vez, Feike había sentido la calidez del Espíritu y deseaba bautizarse de inmediato, y pensaba que su madre deseaba lo mismo, ya que ella solía hablar de ir al templo. Pero su padre no se comprometía a hacer algo a menos que pudiera cumplirlo, de modo que no se bautizaría hasta que estuviera seguro de que podría cumplir sus promesas bautismales. Ese día les haría saber a los misioneros sobre su decisión. Feike había estado orando con tanto fervor durante tantas semanas que estaba seguro de que su padre diría que sí.
“Hermano Wolthuis”, le dijo el élder Lofgren al padre, “puedo darme cuenta de que usted sabe que el Evangelio es verdadero”.
El padre, con la vista fija en el piso, asintió con la cabeza.
“¿Está dispuesto a ser bautizado?”, preguntó el élder Lofgren. “¿Puede hacer los sacrificios necesarios?”
La habitación quedó en silencio; incluso los inquietos hermanitos de Feike ni se movieron. Todos miraban a su padre, quien lentamente levantó el rostro curtido por el sol y el viento.
“Sí, sé que La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días es verdadera; me bautizaré”.
Feike sonrió alegre; el Padre Celestial había escuchado sus oraciones. La madre sonreía a través de las lágrimas que le rodaban por las mejillas.
“En menos de un mes estaremos listos para partir a los Estados Unidos”, prometió su padre.
“¿Partir para los Estados Unidos?”, exclamó Feike.
“Sí, Feike”, continuó su padre. “Los líderes de la Iglesia les han pedido a todos los santos que vayan a Salt Lake City”. Después de una pausa, dijo: “El tío Geert se ha comprometido a comprar nuestra barca”.
“¡Pero la barca iba a ser mía algún día! ¡Yo iba a llegar a ser el capitán!”, le recordó Feike a su padre con desesperación.
“Lo sé; no he olvidado mi promesa”, dijo el padre. “El tío Geert ha consentido en darte empleo, en caso de que decidas no ir a los Estados Unidos; luego, cuando seas mayor, te venderá la barca”.
Una ola de enojo estremeció el cuerpo de Feike, borrando toda la alegría que había sentido por el bautismo de su padre.
“Pensé que esta Iglesia era verdadera”, explotó Feike, “pero escoger entre la Iglesia y tu país, tus parientes y tu barca… ¡es pedir demasiado!”
Feike salió enfadado a su pequeño cuarto de la parte delantera de la barca. Por costumbre, golpeaba con un pequeño martillo en un lado de la barca como señal de que había llegado sin caerse al agua; esa noche, golpeó una y otra vez.
Feike permaneció largo tiempo recostado en el colchón; pensó en las mulas que tiraban de la barca por los canales de las provincias holandesas; pensó en las barcas llenas de comestibles que se acercaban a la de ellos para que su madre pudiera hacer sus compras, pero, más que nada, Feike pensaba en el viento que llenaba las altas velas de la barca a medida que cruzaban las aguas abiertas del mar. Un día, él navegaría el mar abierto como capitán… si les dijera adiós a los de su familia cuando se fueran a Estados Unidos.
En ese momento, oyó que alguien tocaba a la puerta.
“Adelante”, musitó Feike.
Su padre se sentó en la orilla de la cama. “Lo siento, Feike. Pensé que habías entendido que si nos bautizábamos, nos iríamos a Estados Unidos”.
“Sabía de otras personas que se irían, pero jamás pensé que abandonarías la barca; pensé que te encantaba ser capitán”.
A su padre se le llenaron los ojos de lágrimas. “Sí, me encanta más de lo que te imaginas”.
“¿Qué harás en Estados Unidos?”
“No lo sé; navegar ha sido todo en mi vida, pero el Señor ha llamado a Su pueblo a ir a Salt Lake City, y tu madre y yo hemos decidido ir”.
“Pero, ¿abandonar mi sueño de ser capitán… y dejar la barca?”
“Es una decisión difícil que sólo tú puedes tomar”, agregó su padre. “Hace dos días, al luchar una noche con las mismas dudas, encontré un pasaje de las Escrituras que me ayudó mucho. Cuando Jesús llamó a Jacobo y a Juan, ambos eran pescadores. En la Biblia dice que ellos, ‘dejando al instante la barca… le siguieron’ (Mateo 4:22)”.
El capitán y su hijo permanecieron largo tiempo en silencio. Feike miró los ojos azules y claros de su padre; podía percibir su fe y valor, y sabía lo que debía hacer; y por fin habló.
“¿Podríamos salir a navegar una vez más antes de partir juntos a Estados Unidos?”
El capitán acercó a su hijo a su pecho para abrazarlo.
“Sí, me encantaría”.
Lisa Fernelius es miembro del Barrio Chambersburg 1, Estaca Cork, Pennsylvania.
“Nuestra dedicación en el reino debe equivaler a la de nuestros fieles antepasados, aunque nuestros sacrificios sean diferentes”.
Élder M. Russell Ballard, del Quórum de los Doce Apóstoles, “La ley de sacrificio”, Liahona, marzo de 2002, pág. 18.