Crecer en el Evangelio
Mi esposa y yo habíamos enseñado a nuestros hijos a orar a nuestro Padre Celestial, aunque no solíamos asistir con regularidad a iglesia alguna; creíamos que podíamos amar igualmente bien a Dios en nuestro hogar. Nuestra vida comenzó a cambiar cuando dos jóvenes misioneros acudieron a mi oficina a principios de marzo de 1997.
Me dijeron que querían hacerme un regalo especial, así que les pedí que fueran a casa esa noche, cuando toda la familia estuviera allí. Esa noche no sólo nos llevaron un mensaje espiritual, sino el regalo del Libro de Mormón.
En las semanas siguientes, los misioneros regresaron a nuestra casa en muchas ocasiones. Aprendimos a orar con sinceridad, aprendimos nuevos mandamientos del Señor y, finalmente, se nos invitó a ser miembros de la verdadera Iglesia de Jesucristo. El bautismo sería el primer paso para formar parte de la Iglesia.
Mi esposa y yo nos bautizamos el 26 de marzo de 1997. A los tres meses de nuestro bautismo, el obispo me llamó para ser el presidente de la Escuela Dominical. Yo me resistí, diciendo que no podía servir en ese llamamiento porque no estaba preparado para ello. Sin embargo, el obispo me persuadió a aceptar ese reto y me dio el manual de la Escuela Dominical para estudiarlo.
Dos meses más tarde, la maestra de la clase de Doctrina del Evangelio me llamó durante la semana para decirme que no podría estar el domingo en las reuniones para impartir la lección sobre la sección 98 de Doctrina y Convenios. Me dio los nombres de tres personas que podrían servir como sustitutos. Me puse en contacto con ellos, pero todos tenían ya otras asignaciones. Al colgar el teléfono después de la última llamada, sentí que mi Padre Celestial deseaba que yo enseñara esa lección.
No estaba familiarizado con Doctrina y Convenios, pero con la ayuda del primer consejero del obispo, de la biblioteca del barrio y del manual de lecciones, pude preparar la clase.
Estaba nervioso por tener que enseñar a miembros del barrio que sabían del Evangelio más que yo, pero durante mi breve estancia en la Iglesia, había aprendido que si oramos a nuestro Padre Celestial, Él nos ayudará. El domingo, antes de la clase, oré pidiendo paz y fortaleza. Al entrar en el aula, los hermanos se mostraron sonrientes y receptivos, y me ayudaron. Todos participaron con atención y sentí que el Espíritu del Señor me había bendecido para enseñar aquella clase tan importante.
Después, tuve la certeza de que nuestro Padre Celestial sólo nos da tareas que somos capaces de cumplir, con Su ayuda y con la de los demás miembros.
Después de ocho meses, recibí el Sacerdocio de Melquisedec. Mi hijo Anderson, que no era miembro de la Iglesia, tenía un problema cutáneo en el cuello y ya le habían examinado tres médicos, pero aun después de haber tomado antibióticos, no había tenido mejora alguna.
Yo creía que el sacerdocio podía ayudarle y le expliqué lo que eran las bendiciones del sacerdocio, pero no aceptó que le diera una. Él pensaba que las medicinas pronto le curarían la infección; pero finalmente, después de varios meses, me pidió una bendición.
Ésa era la primera vez que ejercía el sacerdocio de esa manera. Cinco días más tarde, Anderson entró en mi cuarto muy feliz. Tenía el cuello curado por completo.
Al acercarse el aniversario de nuestro bautismo, fui llamado a servir como líder misional de barrio. Esta vez no dudé en aceptar el llamamiento. Mi esposa fue llamada a servir como segunda consejera de la Sociedad de Socorro.
En abril de 1998 nos sellamos en el Templo de São Paulo, Brasil. Nunca olvidaremos ese día en el que concertamos nuevos convenios con nuestro Padre Celestial.
Un mes después de nuestro sellamiento, asistimos a una conferencia de estaca en la que se llamó y se sostuvo a una nueva presidencia. Nuestro obispo fue llamado a la presidencia de la estaca y, para mi sorpresa, yo fui llamado para servir como el nuevo obispo de nuestro barrio. Me sentí atónito e inseguro, pero nunca cuestioné el llamamiento; de hecho, al aceptarlo, tuve la certeza de que Dios me estaba bendiciendo y que me ayudaría a magnificarlo.
Siendo obispo, aprendí que estamos edificando la Iglesia de Jesucristo en todo el mundo y que, por medio de un profeta, vidente y revelador, Él nos ha mandado llevar el Evangelio a toda nación, pueblo y lengua.
Nuestra vida ha cambiado porque mi esposa y yo permitimos que el Evangelio entrara en nuestro corazón. Ahora entendemos que si somos fieles a los convenios realizados en el templo con nuestro Padre Celestial, Él nos bendecirá en esta vida, nos fortalecerá en nuestros llamamientos y finalmente nos recibirá en Su presencia.
Douglas Zardo es miembro del Barrio Indianópolis, Estaca Santo Amaro, São Paulo, Brasil.