Ven y escucha la voz de un profeta
Él vive
La mañana del día de Pascua de Resurrección es el día del Señor, pues en él celebramos la mayor victoria de todas las épocas: la victoria sobre la muerte.
Los que odiaban a Jesús pensaron que le habían dado fin para siempre cuando los clavos atravesaron sin piedad la temblorosa carne y lo levantaron en la cruz en el Calvario. Pero Él era el Hijo de Dios, con cuyo poder ellos no contaban. Por medio de Su muerte, vino la resurrección y la promesa de la vida eterna.
Con dolor indescriptible, los que lo amaban pusieron Su cuerpo herido y sin vida en el nuevo sepulcro de José de Arimatea. Aunque Él les había instruido sobre Su muerte y resurrección, ellos no comprendieron.
El día de reposo judío pasó y llegó el nuevo día, el día que, a partir de entonces, había de ser el día del Señor. Apesadumbradas, María Magdalena y otras mujeres fueron al sepulcro; pero la gran piedra de la entrada ya no estaba allí. Con curiosidad, miraron dentro y, para su asombro, vieron el sepulcro vacío.
Con dolor y temor, María corrió y fue a Simón Pedro y al otro discípulo, aquel al que amaba Jesús, y les dijo: “…Se han llevado del sepulcro al Señor, y no sabemos dónde le han puesto” (Juan 20:2).
Ella, que le había amado tanto, ella, a la que Él había sanado, fue la primera a la que Él se presentó. Después visitó a otras personas, aun, como dice Pablo, a más de quinientos hermanos a la vez (véase 1 Corintios 15:6).
Entonces los Apóstoles comprendieron lo que Él había tratado de enseñarles. Después de palparle las heridas, Tomás le dijo: “…¡Señor mío, y Dios mío!” (Juan 20:28).
¿Puede alguien dudar de la [veracidad] de ese relato? Ningún otro acontecimiento de la historia del mundo se ha confirmado de modo tan auténtico y evidente. Tenemos el testimonio de todos los que vieron al Señor resucitado, que palparon Sus heridas y hablaron con Él. Dos libros sagrados, dos testamentos hablan de éste, el más glorioso de todos los acontecimientos de la historia humana, además de los cuales existe el testimonio que se recibe por el poder del Espíritu Santo de la veracidad y validez de ese hecho, el más extraordinario de todos.
En los momentos de más profundo pesar, recibimos esperanza, paz y certeza de las palabras del ángel aquella mañana de Pascua de Resurrección: “No está aquí, pues ha resucitado, como dijo” (Mateo 28:6).
Él es nuestro Rey, nuestro Señor, nuestro Maestro, el Cristo viviente, que está a la diestra de Su Padre. ¡Él vive! Él vive, [magnífico] y maravilloso, el Hijo viviente del Dios viviente.
Adaptado de un discurso de la conferencia general de abril de 1996.