En casa
Salí del vehículo vestida con mi ropa de domingo y abrí el paraguas. El padre de la familia que me albergaba se limitó a sonreír, señaló un edificio de ladrillos rojos y me dijo: “Das Gebaüde dort drüben”. Le di las gracias y contemplé cómo su auto se incorporó de nuevo al tráfico.
Cuando salí de mi hogar en los Estados Unidos para ir a Alemania, creí que no necesitaría la Iglesia, que no notaría dos semanas sin asistir a la reunión sacramental. Sin embargo, sí que lo había notado esos dos últimos fines de semana. Me di cuenta de que me faltaba algo, y ese vacío me hacía acelerar el paso mientras caminaba al edificio que los misioneros que sirven en esta pequeña población alemana me mostraron la noche anterior.
Cuando llegué a la puerta, un élder la abrió y me hizo una seña para que pasara. La estancia tenía el tamaño aproximado de mi dormitorio y sus muros eran lisos y blanqueados. No había más mobiliario que cuatro filas de sillas y una sencilla mesa de madera en la que se encontraban las bandejas del pan y del agua. Unas cortinas blancas de encaje cubrían las ventanas.
Aunque la sala era pequeña y no conocía a las personas que se encontraban en ella, el primer pensamiento que me vino a la mente fue: “Estoy en casa. Estoy en casa”.
Me senté y el servicio dio comienzo. Cantamos “El Espíritu de Dios” (Himnos, Nº 2) con voz alta y clara en alemán, y el corazón se me llenó de gozo al reconocerlo. Ese himno nunca me había llegado al corazón con tanta intensidad.
Me dieron ganas de reír y de bailar y de decir a la gente que caminaba por la calle bajo la lluvia: “¿No se dan cuenta? ¿No se dan cuenta de que esta Iglesia es verdadera? ¿No es maravilloso?”.
Las oraciones sacramentales dieron comienzo e incliné la cabeza para escuchar la conocida oración en alemán. Escuché con mucha atención, atesorando cada palabra. “Estoy en casa. Estoy en casa”.
Se me empezaron a salir las lágrimas a medida que comenzaban a repartir la Santa Cena en una bandeja de plástico. Aunque la congregación era pequeña, el Espíritu se manifestaba con fuerza. Había otras personas que también lloraban. Como nunca, sentía que el Espíritu ardía y rebosaba de gozo en mi pecho.
Miré a través de las cortinas de encaje el oscuro mundo exterior y sonreí en medio de las lágrimas. A miles de kilómetros de distancia de mi familia, sabía que me encontraba en casa en la Iglesia.