Miembros nuevos, tradiciones nuevas
La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días no tiene límite de capacidad. Se trata de una entidad viva y creciente. El Señor recibe a toda alma que desee arrepentirse, cruzar el umbral del bautismo y la confirmación y entrar en Su reino. Así dijo Él: “…Todos los que se humillen ante Dios, y deseen bautizarse, y vengan con corazones quebrantados y con espíritus contritos, y testifiquen ante la iglesia que se han arrepentido verdaderamente de todos sus pecados, y que están dispuestos a tomar sobre sí el nombre de Jesucristo, con la determinación de servirle hasta el fin, y verdaderamente manifiesten por sus obras que han recibido del Espíritu de Cristo para la remisión de sus pecados, serán recibidos en su iglesia por el bautismo” (D. y C. 20:37).
Una vez que se hayan satisfecho esos requisitos, los de nosotros que nos hayamos bautizado llegamos a ser hijos de Dios mediante un nuevo nacimiento espiritual: “…si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo” (Romanos 8:17). Pasamos a formar parte de la familia más selecta que haya sobre la tierra, y “el Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios” (Romanos 8:16). Pedro describió esta familia como “linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios” (1 Pedro 2:9). Nada importa si somos pobres o ricos, instruidos o indoctos, viejos o jóvenes, enfermos o sanos. A todos se nos invita a arrepentirnos, bautizarnos y recibir la confirmación para incorporarnos a esta familia tan singular.
Una vez que llegamos a ser miembros de esta nueva familia, debemos recordar que “no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gálatas 3:28). No existen clases sociales en esta Iglesia. Nadie es mejor que otro, porque Dios “no [hace] acepción de personas” (D. y C. 1:35).
Esta familia tiene la capacidad de corresponder a la sublime descripción que hace Mormón de los habitantes del continente americano tras la visita del Salvador: “…no había contenciones en la tierra, a causa del amor de Dios que moraba en el corazón del pueblo.
“Y no había envidias, ni contiendas, ni tumultos, ni fornicaciones, ni mentiras, ni asesinatos, ni lascivias de ninguna especie; y ciertamente no podía haber un pueblo más dichoso entre todos los que habían sido creados por la mano de Dios.
“No había ladrones, ni asesinos, ni lamanitas, ni ninguna especie de -itas, sino que eran uno, hijos de Cristo y herederos del reino de Dios” (4 Nefi 1:15–17).
Cuando nos unimos al reino de Dios sobre la tierra, dejamos atrás nuestras antiguas tradiciones que no están en armonía con el Evangelio y adoptamos una nueva cultura con nuevas tradiciones. Nuestra lealtad se orienta hacia Jesucristo y Sus profetas. Dejamos de lado esas cosas viejas que contaminan el cuerpo, la mente y el espíritu, y nos aferramos a un modo de vida más elevado. Entre las maravillosas tradiciones que adoptamos como miembros nuevos se encuentran las siguientes:
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1. Cantamos himnos. Hay demasiadas personas entre nosotros que dudan en cantar los himnos de la Iglesia porque piensan que no tienen una voz hermosa o que es un esfuerzo demasiado grande. Recuerden que el Señor dijo: “…la canción de los justos es una oración para mí” (D. y C. 25:12). Ya sean jóvenes o ancianos, ¡abran la boca y canten! El hacerlo hará que se sientan más integrados en la familia de la Iglesia e invitará la compañía del Espíritu.
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2. Asistimos a todas las reuniones. Los domingos asistimos a todas las reuniones, entre ellas la reunión sacramental, y durante la semana asistimos a cualquier otra reunión a la que se nos invite. Lo hacemos para aprender más acerca del Salvador, para tomar la Santa Cena y así renovar los convenios que hemos hecho con Él en el bautismo, así como para analizar y aprender las importantes verdades del Evangelio. También se nos da la oportunidad de relacionarnos socialmente con nuestros hermanos y hermanas de esta nueva familia y forjar amistades eternas.
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3. Ayunamos y pagamos las ofrendas de ayuno. La ley del ayuno es la manera que Dios tiene de enseñarnos la caridad, el amor puro de Cristo, al proveer para los pobres y los necesitados que nos rodean. Se espera que todo miembro cuya salud se lo permita se abstenga de comer y de beber durante dos comidas una vez al mes, durante el domingo de ayuno, y que después contribuya el costo de esas dos comidas a la Iglesia a fin de ayudar a nuestros hermanos y hermanas necesitados. Pocas cosas pueden enseñarnos más humildad y acercarnos más al Señor que el ayuno acompañado de la oración.
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4. Pagamos el diezmo. El diezmo corresponde a una décima parte de nuestros ingresos. Ese dinero se devuelve al Señor para reconocer Su bondad hacia nosotros. A fin de llevar adelante la obra del Señor, el dinero se utiliza para construir capillas y templos, enviar a misioneros a predicar el Evangelio, imprimir materiales de la Iglesia y llevar a cabo numerosísimas otras actividades de gran trascendencia. Todos los miembros, ya sean ancianos o jóvenes, deben pagar el diezmo.
A menudo decimos: “El diezmo no es un principio de dinero, sino de fe”. El Señor declaró: “…probadme ahora en esto… si no os abriré las ventanas de los cielos, y derramaré sobre vosotros bendición hasta que sobreabunde” (Malaquías 3:10). No conviene rehusar pagar el diezmo a Aquel que nos lo da todo.
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5. Hacemos oraciones familiares y personales. El Salvador nos manda que oremos siempre. La oración nos permite comunicarnos personalmente con nuestro Padre Celestial en el nombre de Su Hijo Jesucristo. Dios escucha todas las oraciones y las contesta a Su manera y en Su propio tiempo, y aunque la respuesta no sea lo que deseáramos o esperáramos, siempre resulta ser una bendición para nosotros. Debemos aprovechar la oportunidad de ofrecer una oración de gratitud en cada comida y orar por la mañana y por la noche en familia e individualmente. Mediante la oración llegamos a conocer a nuestro Padre Celestial y a Su Hijo Jesucristo. Y conocerlos a Ellos es tener la vida eterna (véase Juan 17:3).
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6. Llevamos a cabo la noche de hogar para la familia los lunes por la noche. El lunes por la noche debe liberarse de otras actividades para que podamos estar juntos en familia. Es un momento maravilloso para estudiar las Escrituras, disfrutar y llevar a cabo actividades divertidas, hacer planes para el futuro en familia y así progresar espiritualmente en unión.
Adapten la noche de hogar al tamaño y a las necesidades de su familia. Si son solteros, pregunten a su obispo o presidente de rama acerca de las noches de hogar en grupo. Aunque no tengan cónyuge ni hijos, la noche de hogar puede representar una bendición para ustedes si la llevan a cabo adaptándola a su situación particular.
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7. En la Iglesia tenemos un llamamiento. Todo miembro debe contar con una asignación o responsabilidad de servir a sus hermanos y hermanas de la Iglesia. El presidente J. Reuben Clark, hijo (1871–1961), que fue Primer Consejero de la Primera Presidencia, dijo: “En el servicio al Señor, lo importante no es dónde servimos sino cómo lo hacemos”1. No aspiramos a ningún llamamiento ni tampoco deberíamos nunca rechazar el llamado a servir, aunque no nos sintamos a la altura de la responsabilidad en cuestión. Cuando nos servimos los unos a los otros, servimos a Dios y crece nuestro amor por nuestros semejantes y por nuestro Padre Celestial.
El presidente Gordon B. Hinckley ha recalcado en muchas ocasiones que todo miembro nuevo de la Iglesia debe tener un amigo, una responsabilidad y ser nutrido por la buena palabra de Dios2. El servirnos los unos a los otros es una de las tradiciones más maravillosas de las que disfrutamos en la Iglesia.
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8. Nos preparamos para asistir al templo. Sólo los fieles pueden entrar en el templo, la casa del Señor. En el templo participamos en ordenanzas y concertamos convenios por nosotros mismos y por nuestros antepasados. Ninguna cosa impura puede entrar en la presencia de Dios. Para entrar en el templo, se requiere una recomendación firmada por el obispo y el presidente de estaca (o por el presidente de rama y el presidente de misión). El templo nos prepara para el privilegio más sublime de todos, el de entrar en el reino celestial, donde moran Dios y Cristo. “Las familias pueden ser eternas”, pero sólo mediante los convenios y las ordenanzas del templo3.
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9. Estudiamos las Escrituras a diario. Se nos ha aconsejado estudiar las Escrituras todos los días. El profeta José Smith dijo que “el Libro de Mormón era el más correcto de todos los libros sobre la tierra, y la clave de nuestra religión; y que un hombre se acercaría más a Dios al seguir sus preceptos que los de cualquier otro libro” (Introducción del Libro de Mormón). Ciertamente debemos estudiar las Escrituras y en especial leer el Libro de Mormón todos los días.
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10. Vivimos la Palabra de Sabiduría. Dios ha enseñado a Sus hijos que, siguiendo Su ley de salud, pueden ser fuertes física y espiritualmente. Se nos aconseja que nos abstengamos del alcohol y del tabaco en todas sus formas. Se nos dice que el té y el café son dañinos para nuestro cuerpo. Las drogas son adictivas, destruyen las facultades y perjudican al cuerpo. El ejercicio frecuente, si se hace de manera prudente, nos fortalece y prolonga nuestra vida. La promesa para todos aquellos que obedecen este mandamiento es que “recibirán salud en el ombligo y médula en los huesos; y hallarán sabiduría y grandes tesoros de conocimiento, sí, tesoros escondidos” (D. y C. 89:18–20).
Hay muchas otras tradiciones que forman parte de la nueva cultura que hemos adoptado, pero estas diez son suficientes para mantenernos unidos unos a otros y al Señor. Confío en que a medida que todos nosotros progresemos en entendimiento y seamos más maduros y más obedientes a la voluntad del Padre y del Hijo, recibiremos estas tradiciones de manera entusiasta y nos convertiremos en herederos del Padre en Su maravillosa familia. No se puede decir mejor que lo que Pedro dijo: “Honrad a todos. Amad a los hermanos. Temed a Dios” (1 Pedro 2:17). Estas tradiciones especiales establecerán y solidificarán los lazos eternos de la nueva familia a la que todos pertenecemos, La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.
El élder F. Melvin Hammond sirvió como miembro de los Setenta de 1989 a 2005.