Algo inesperado
Durante mis estudios de secundaria comencé a salir con un joven al que mi familia no veía con buenos ojos. Con el tiempo, y a causa de su oposición, me torné hostil con mis hermanos y odiosa con mis padres. Lamentablemente, estaba convencida de que ellos no sabían qué era lo mejor para mí; sólo yo lo sabía. ¿Cómo eran capaces de oponerse tanto a mi novio? Es cierto que a veces me decía cosas terribles, pero yo creía que su daño era precisamente fruto de su amor por mí. Pensaba que no le importaba a nadie, excepto a él.
El estar en una relación de abuso alteró mis emociones y percepciones. En un momento dado estaba enojada con todos y al momento siguiente me sentía decepcionada conmigo misma. Me alejé de la Iglesia, eludía a cualquiera que me amara y evitaba cualquier cosa que fuera espiritual, particularmente la buena música. Me estaba haciendo daño a mí misma, pero no quería admitirlo.
Mientras luchaba con mi vida y con quienes me rodeaban, mi maestra de violín acudió a mí en busca de ayuda. Ella era la líder de música de la Primaria de su barrio y estaban organizando una reunión sacramental en la que los niños interpretarían algunas canciones. Me preguntó si estaría dispuesta a acompañarles al violín. No quería hacerlo, pero le dije que sí. Me entregó las partituras y repasé los títulos. La última pieza era “Soy un hijo de Dios” (Himnos, Nº 196).
No estaba muy contenta pues conocía el poder de la música. Comencé a practicar las canciones a la vez que hacía todo lo posible por ahuyentar al Espíritu: desde pensar en lo mucho que odiaba a mi familia a tratar de no pensar en las canciones cuando no las estaba ensayando.
Al llegar el domingo de la presentación, deseaba que todo hubiera terminado ya. Durante el programa traté de no hacer caso al Espíritu, pero cuando llegó el momento de la última canción, mi maestra de violín hizo algo inesperado: se volvió a la congregación e invitó a los presentes a unirse al canto del himno.
Coloqué el arco en las cuerdas y toqué la primera nota. El Espíritu descendió con tal fuerza, que las lágrimas corrían por mis mejillas antes del final de la segunda estrofa. El Espíritu me dijo que prestara atención a la letra y que recordara que era una hija de Dios, que siempre sería especial para Él y que no necesitaba tener un novio que me maltratara; a quien necesitaba era a Él.
El sonido de todas aquellas voces —jóvenes y adultas—mientras cantaban la sencilla letra del himno, me ayudó a oír y entender Sus palabras, las palabras de mi familia y las de los líderes de la Iglesia. La música era mi debilidad y mi Padre Celestial sabía que ése era el modo de llegar hasta mi corazón. Era yo la que necesitaba cambiar, y no mi familia.
El Señor conoce y comprende el poder de la música (véase D. y C. 25:12). La música puede elevarnos y abrir nuestra mente y nuestro corazón al Espíritu. Siempre estaré agradecida por la música y por el sentimiento que aún trae a mi vida.