El libro de respuestas
Mientras veía un documental sobre la jungla del Amazonas, me enteré de que misioneros de diversas religiones habían enseñado a los indígenas sobre Jesucristo. Comencé a hacerme preguntas acerca de la salvación de los millones de sus antepasados que nunca oyeron hablar de Jesús, del Evangelio ni de las ordenanzas de salvación como el bautismo. Si el Salvador vino a salvar a todo el género humano, ¿por qué a lo largo de la historia ha habido tantas personas excluidas de Su glorioso mensaje?
Busqué respuestas en la Biblia, pero no hallé nada que sugiriera que el Antiguo Mundo tuviera conocimiento de las civilizaciones que hubo en las Américas. Ningún pastor, sacerdote ni Biblia dio respuesta a mis preguntas.
Cierto día me emocioné al oír un himno. Lo aprendí en mi idioma, el portugués, y mientras me esforzaba por traducirlo al inglés, recordé que Jesuina, una vecina Santo de los Últimos Días, solía recibir en su hogar a misioneros estadounidenses. Le pregunté si los misioneros podrían ayudarme a traducir el himno y al día siguiente hallé la traducción con una nota que decía: “Ha sido un placer poder ayudarla. Algún día nos gustaría conocerla”.
Cuando conocí a los misioneros la semana siguiente, me invitaron a asistir a sus reuniones; pero a mí no me caían bien los mormones. Familiares y líderes de otras iglesias que había investigado los habían criticado, tildándolos de secta peligrosa, y llegué a creer muchas de sus críticas absurdas. Sin embargo, poco tiempo después, un domingo muy lluvioso, me desperté con un gran deseo de acudir a la iglesia de los misioneros para compensarles por su bondad y también para satisfacer mi curiosidad. Durante la primera reunión los miembros subían al púlpito y testificaban que sabían que la Iglesia y el Libro de Mormón eran verdaderos, y que José Smith era un profeta de Dios. Algo confusa, una vez concluida la reunión, me dirigí a la Escuela Dominical.
Cuando la maestra mencionaba pasajes o relatos de la Biblia, yo participaba entusiasmada; mas cuando hablaba del Libro de Mormón, yo permanecía callada y pensativa. ¿Para qué otro libro si ya teníamos la Biblia? Antes de irme, la maestra me dio las gracias por mi participación y, para mi sorpresa, me regaló su ejemplar del Libro de Mormón.
Al regresar a casa, entré en mi habitación, me arrodillé y comencé una conversación sincera con mi Padre Celestial. Le dije que sentía algo especial por la Iglesia Mormona, pero que no deseaba que el adversario me engañara. Oré para que Él me ayudara a aclarar mi confusión y me indicara qué iglesia era la verdadera.
Entonces sentí un gran deseo de leer el Libro de Mormón; así que volví a orar en busca de entereza y dirección. Mientras oraba, tuve un sentimiento fuerte y bueno, sentí una especie de calidez interior. Sabía que no estaba sola en ese momento. Acudió a mi mente un pensamiento repentino: “¡Lee el libro!”.
Lo abrí y comencé a leerlo. Antes de terminar la introducción, las lágrimas ya bañaban mi rostro mientras el Señor me revelaba el misterio de los indígenas americanos. El Libro de Mormón parecía estar especialmente preparado para apaciguar mis inquietudes. Sentí un gran gozo al hallar respuesta a mis interrogantes. Era como si los antiguos americanos se hubieran dirigido a mí desde sus tumbas para hablarme de sus vidas y testificar que conocían a Jesús y que también Él había padecido por ellos.
Asombrada por mi descubrimiento, busqué a los misioneros y recibí sus lecciones. Un domingo de Pascua, el 31 de marzo de 1991, descendí a las aguas del bautismo: la mejor decisión que jamás he tomado.
Me siento inmensamente agradecida a mi Padre Celestial por Su misericordia y gran sabiduría. Sé que Él es justo, que no ha olvidado a ninguno de Sus hijos y que está ansioso por revelar Su plan a todo el género humano. Sé que el Libro de Mormón es un libro sagrado y verdadero.