Valor para hacer una pregunta
En el verano de 1994 hice una pausa en mis estudios en Taipei, Taiwán, para regresar a mi ciudad natal de Miao-li y tomar unas vacaciones. Al estar allí, acepté un empleo en una florería. Mi corazón rebosa de gratitud al recordar lo sucedido.
Cierto día, mientras me hallaba regando las plantas, un hombre en una silla de ruedas motorizada se detuvo a contemplar las flores. Declinó tímidamente mi invitación a pasar al interior de la tienda, pero hubo algo en él que dejó una profunda impresión en mi mente. Posteriormente me topé varias veces con él en la calle y siempre intercambiábamos un saludo con la cabeza y una sonrisa amistosa.
Un día muy caluroso, mientras estaba sentada en un restaurante disfrutando de un helado, alguien me dio unas palmaditas en el hombro. Era el hombre de la silla de ruedas, que estaba elegantemente vestido y esbozaba una gran sonrisa. Armado de valor, me preguntó por mi nombre y mi número de teléfono, y se fue.
A los pocos días me llamó para invitarme a una cena de la iglesia. Con el ánimo que me dio una amiga, acudí, aunque algo vacilante. La cena estaba deliciosa y la acogida de los miembros me hizo sentir bienvenida desde el momento en que entré. Esa misma noche, otro miembro de la Iglesia me pidió mi teléfono y mi dirección de Taipei y envió mis datos a los misioneros de esa ciudad. Así comenzaron mis lazos eternos con La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.
Fui bautizada y confirmada en el otoño de 1994 y serví en una misión de tiempo completo en 1997. Dos años después de que regresé a casa, me casé con un ex misionero y comenzamos nuestra propia familia.
Todas estas bendiciones tuvieron lugar porque un miembro de la Iglesia tuvo el valor de hacerme una pregunta. En aquel momento no era más que un extraño, pero a la larga, me ayudó a encontrar el evangelio del Salvador. Aquel hombre me recuerda un pasaje que descubrí en el Libro de Mormón: “Y no tengo ninguna otra intención sino el eterno bienestar de vuestras almas” (2 Nefi 2:30).