Una conversación con papá
Acabábamos de cenar en la cabaña de mis abuelos y yo me encontraba afuera jugando con mis cinco hermanos cuando mi padre salió y me llamó.
Por supuesto, cuando un padre te llama de esa manera, tienes miedo de haberte metido en problemas, así que me acerqué lentamente y musité: “¿Sí, papá?”
Para mi sorpresa, me dijo: “¿Quieres ir a dar un paseo en la motocicleta conmigo?”. Estoy segura de que ha de haber parecido que los ojos se me iban a salir, y le respondí inmediatamente: “Sí, me gustaría mucho”.
Al poco rato, mi padre abría el camino, a medida que ambos conducíamos las motocicletas a lo largo de un sendero que conduce a través del impresionante bosque que rodea la cabaña y después asciende hasta lo alto de una colina. Durante el trayecto me sentía tan entusiasmada que apenas conseguía controlar el acelerador, y una o dos veces papá tuvo que decirme que fuera más despacio.
El viaje dio rienda suelta a mis pensamientos. Me preguntaba por qué se me había dado ese privilegio especial a mí y a mis hermanos no. Al llegar a la cima de la montaña, papá dijo: “Me parece que éste es un buen lugar para descansar”, así que dejamos las motocicletas y nos sentamos en unas rocas desde las que se veía todo el bosque. Los dos permanecimos callados por un momento, disfrutando del bello paisaje que nos rodeaba. Cuando miré a mi papá, advertí su mirada pensativa y supe que algo me esperaba.
Él y yo nunca habíamos hablado mucho. Supongo que para él era demasiado difícil expresarse con otras personas aparte de mi madre. En ese momento, interrumpió mis pensamientos y me dijo: “Kjersten, tu madre y yo hemos estado hablando y hemos decidido que ya tienes la madurez suficiente para conocer algunos detalles respecto a nuestro matrimonio y nuestra familia”. Al escuchar las palabras que utilizaba y la manera de decirlas, pude darme cuenta de que había estado planeando esa conversación durante un tiempo.
Su voz se suavizó cuando empezó a hablar: “Tu madre y yo nos conocimos por primera vez en la estación de bomberos en la que yo me encontraba como aprendiz, y ella trabajaba en la oficina. Empezamos a salir juntos y me di cuenta de que era diferente de las otras jóvenes con las que había salido antes. Yo era un joven despreocupado que se había criado en otra iglesia, pero que en realidad no había prestado mucha atención a la religión.
“En aquella época, tenía pocos valores o metas”, prosiguió, “y no me importaba lo más mínimo”. Entonces se inclinó hacia adelante y me confió lo siguiente con mucho sentimiento: “Kjersten, tu madre me dio el ejemplo más grande de una vida recta que jamás había visto”. Cuando dijo eso, me sobrevino un sentimiento muy cálido.
Mi papá me contó detalles de su matrimonio, de mi nacimiento y de nuestra familia que yo jamás había escuchado. Me contó la historia de su conversión a la Iglesia y que, debido a que se casaron primero por el civil, tuvieron que esperar un año antes de poder sellarse en el templo. También compartió conmigo algunas aventuras que él y mamá afrontaron juntos en el primer año de su matrimonio. Por primera vez, comencé a comprender algunas cosas sobre las que siempre había tenido preguntas. Por fin comprendía por qué la fecha de matrimonio y la de sellamiento de mis padres eran diferentes y la razón por la que decían que el primer año de su matrimonio fue el más difícil que atravesaron.
Mientras me contaba esas cosas, a veces le parpadeaban los ojos de tristeza y otras veces se le arrugaban por la risa. No me acuerdo exactamente hasta qué punto entendí las cosas en aquel momento, pero recuerdo muy bien los altibajos causados por las sensaciones de sorpresa, confusión y amor que me invadían.
Esa experiencia tuvo un gran impacto en mí. Me di cuenta de que las familias son un verdadero milagro, y me dio una mayor comprensión del plan de Dios. También obtuve una mayor fe en el Evangelio y el efecto que puede producir en la vida de las personas. Hablamos de muchas cosas en aquella montaña, pero hay algo que nunca olvidaré. Nunca he sentido tanta gratitud en el corazón como en el momento en que mi padre me expresó su gran amor por Dios, el Evangelio, mi madre y nuestra familia. Me di cuenta de las numerosas maneras en que el Evangelio había afectado su vida, así como la mía.
Mi padre y yo nos unimos mucho ese día. Por primera vez lo vi como a una persona real, con sentimientos y emociones, y no como una entidad reguladora que tenía que darme permiso para divertirme. Creo que también él aprendió más acerca de mí. Nunca olvidaré aquella conversación especial con mi papá y los sentimientos de amor y comprensión que compartimos.