Jóvenes
En el verano de 2009, el perro de mi amigo me mordió la cara; lamentablemente, la mordida me abrió el labio inferior y fue necesario que me pusieran puntos.
Después de la herida, estaba muy desanimada; permití que la adversidad se apoderara de mis pensamientos y sentí como si toda mi vida hubiera quedado arruinada. Me sentía acomplejada por mi labio y no quería salir en público para nada. En mi mente, los planes que tenía de tocar piano, jugar voleibol, ir a la iglesia, nadar e ir a la escuela habían quedado destrozados a consecuencia de mi herida.
Pero cada vez que oraba, que recibía bendiciones del sacerdocio, que hablaba con mis padres o que recibía visitas de mis familiares y amigos, se me levantaba el ánimo y sentía felicidad en un período de tristeza. No tardé en darme cuenta de que si la gente pensaba en mi herida, sentían compasión.
Esa experiencia me sirvió para edificar mi carácter y aprendí a no preocuparme tanto por lo que los demás pensaran de mí. También me sentí bendecida porque mi herida me ayudó a darme cuenta de que debía pensar menos en mí y empezar a preocuparme más por los demás. Durante ese tiempo mi espíritu se fortaleció enormemente.
Aprendí que la adversidad es parte del plan que nuestro Padre Celestial tiene para nosotros. Si vemos lo bueno en vez de lo malo, podemos vencer la adversidad, llegar a ser mejores personas y permitir que la experiencia fortalezca nuestro testimonio.