El camino de los escogidos
Una cosa es bautizarse y otra es perseverar hasta el fin.
Cuando era adolescente y vivía en Matsumoto, Japón, estaba muy interesado en aprender inglés. A los 17 años me uní al club de inglés de mi escuela secundaria. Al comienzo del año escolar, el club decidió buscar a alguien cuya lengua materna fuera inglés para que nos diera clases de conversación. Buscamos y buscamos, pero todos los instructores de inglés con quienes hablábamos nos cobraban, y el club no podía pagar. Desalentados, casi nos dimos por vencidos.
Entonces un día, cuando iba a la escuela en bicicleta, vi a unos jóvenes estadounidenses vestidos de traje que estaban entregando folletos. Tomé uno y me lo puse en el bolsillo. Después de la escuela, miré el papel y descubrí que era una invitación para asistir a una clase gratis de conversación en inglés. En el folleto aparecía el nombre “La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días”. Jamás había oído de esa iglesia, pero estaba entusiasmado; ¡había solucionado el problema del club de inglés!
El día de la siguiente clase, aproximadamente treinta miembros del club fueron conmigo. Los misioneros dieron la clase y todos la disfrutamos mucho. Desde el primer día de clase noté que había algo diferente en los misioneros. Su calidez, su amor, su actitud positiva y su alegría me impresionaron profundamente. Parecía rodearlos una luz; nunca había conocido a nadie como ellos.
Después de unas cuantas semanas, empecé a preguntarles a los misioneros acerca de su iglesia y ellos me invitaron a aprender más. Acepté y me dieron las lecciones misionales. En ese momento no comprendía ni apreciaba completamente la importancia de lo que estaba aprendiendo, pero sentí el Espíritu y entendí que los principios que enseñaban los misioneros eran buenos. Cuando me invitaron a bautizarme, acepté.
Sin embargo, antes de poder unirme a la Iglesia, tenía que obtener el consentimiento de mis padres. En un principio, se opusieron bastante ya que las enseñanzas del cristianismo eran foráneas y extrañas para ellos. Pero yo todavía no estaba listo para darme por vencido. Les pedí a los misioneros que fueran a mi casa y les explicaran a mis padres acerca de la Iglesia, lo que me habían estado enseñando y lo que se esperaría de mí. El Espíritu ablandó el corazón de mis padres y en esa ocasión me dieron permiso para bautizarme.
El distanciamiento
Después de ser bautizado y confirmado, asistía a la pequeña Rama Matsumoto, que tenía entre doce y quince miembros activos. Hice amigos y me resultaba divertido asistir cada semana. Aproximadamente un año después, terminé la escuela secundaria y me mudé a Yokohama para ir a la universidad. La rama más cercana era la Rama Tokio Central, que contaba con más de ciento cincuenta miembros activos. Al asistir a esa nueva rama, me sentía como un niño del campo en una ciudad grande. Me resultó difícil hacer amigos. Un domingo, me quedé en casa y no fui a la capilla. Poco después, dejé de asistir por completo. Empecé a hacerme amigo de compañeros de clase que no eran miembros y la Iglesia fue alejándose cada vez más de mi mente.
Esta situación continuó durante varios meses. Entonces un día recibí una carta de una hermana de la Rama Matsumoto. “Me contaron que dejaste de ir a la Iglesia”, dijo. Estaba sorprendido; aparentemente ¡alguien de mi nueva rama le había contado que había dejado de asistir a la Iglesia! La hermana continuó la carta citando Doctrina y Convenios 121:34: “He aquí, muchos son los llamados, y pocos los escogidos”. Y luego escribió: “Koichi, tú te bautizaste como miembro de la Iglesia. Has sido llamado, pero ya no te encuentras entre los escogidos”.
Al leer esas palabras, me llené de remordimiento. Sabía que de alguna manera debía cambiar. Me di cuenta de que no tenía un testimonio fuerte; no estaba seguro de si Dios vivía y no sabía si Jesucristo era mi Salvador. Durante varios días, me sentí cada vez más inquieto al pensar en el mensaje de la carta. No sabía qué hacer. Entonces, una mañana, recordé algo que los misioneros me habían enseñado. Me habían pedido que leyera Moroni 10:3–5 y me habían prometido que podía saber la verdad por mí mismo. Decidí que debía orar. Si no sentía nada, podría olvidarme por completo de la Iglesia y los mandamientos, y nunca regresaría. Por el contrario, si recibía una respuesta, como había prometido Moroni, tendría que arrepentirme, aceptar el Evangelio con todo mi corazón, regresar a la Iglesia y hacer todo lo que pudiera por seguir los mandamientos.
Al arrodillarme a orar esa mañana, rogué al Padre Celestial que me contestara. “Si vives, si eres real”, rogué, “por favor házmelo saber”. Oré para saber si Jesucristo era mi Salvador y si la Iglesia era verdadera. De pronto, al terminar, sentí algo. Me rodeaba un sentimiento cálido y mi corazón estaba lleno de alegría. Entendí la verdad: Dios realmente vive y Jesús es mi Salvador. La Iglesia del Señor verdaderamente fue restaurada por el profeta José Smith y el Libro de Mormón es la palabra de Dios.
De más está decir que oré para pedir perdón ese mismo día y tomé la decisión de seguir los mandamientos. Regresé a la Iglesia y le prometí al Señor que haría lo que fuera necesario a fin de permanecer fiel.
Poco tiempo después, la Iglesia comenzó a hacer planes para construir una capilla en Yokohama. En aquella época, se esperaba que los miembros de la rama aportaran dinero y ofrecieran mano de obra para la construcción del edificio. Cuando el presidente de misión desafió a los miembros de la rama a que contribuyeran con todo lo que pudieran, recordé mi compromiso de hacer lo que fuera que el Señor me pidiera. Así que todos los días, durante casi un año, ayudé con la construcción después de terminar con las clases de la universidad.
Alcanzar cuatro metas
En esa misma época, el élder Spencer W. Kimball (1895–1985), que en ese entonces pertenecía al Quórum de los Doce Apóstoles, visitó Japón y exhortó a la juventud de la Iglesia a alcanzar cuatro metas: (1) recibir toda la educación superior que fuera posible, (2) servir en una misión de tiempo completo, especialmente los varones jóvenes, (3) casarse en el templo y (4) adquirir aptitudes para mantener una familia. Aunque hasta ese momento nunca había planeado alcanzar esos cuatro objetivos, más tarde me arrodillé y oré: “Padre Celestial, deseo alcanzar estas cuatro metas. Por favor, ayúdame”.
Sabía que a fin de permanecer en el camino de los escogidos debía seguir el consejo de los siervos del Señor. Me comprometí a hacer todo lo que pudiera por seguir el consejo del élder Kimball y esforzarme por edificar la Iglesia.
Durante varios de los años que siguieron, continué trabajando para alcanzar mis cuatro metas. Serví como misionero de construcción por dos años y ayudé a construir dos capillas en mi país. Luego fui llamado a servir en una misión proselitista de tiempo completo. Al poco tiempo de regresar de la misión, me casé en el templo con la joven de la rama Matsumoto que me había escrito la carta. Más tarde, conseguí el trabajo de mis sueños en una compañía comercial extranjera. Al seguir la palabra del Señor y el consejo de los profetas, sentí que nuevamente me encontraba en el camino de los escogidos. Hoy en día, me esfuerzo por permanecer en ese camino.
Oír Su voz
Mis jóvenes hermanos y hermanas, el Salvador nos llama a todos constantemente y nos pide que Lo sigamos. El Señor enseñó: “Mis ovejas oyen mi voz… y me siguen” (Juan 10:27). Ustedes han oído la voz del Señor; ustedes Lo han seguido al bautizarse en Su iglesia. Efectivamente, ustedes han sido llamados; sin embargo, ser escogidos es un asunto muy diferente.
Decidan ahora que harán lo que sea necesario para permanecer fieles. Decidan perseverar hasta el fin y seguir todos los mandamientos de Dios. Fíjense metas rectas y dignas; obtengan una educación, sirvan en una misión, cásense en el templo y sostengan a su familia, tanto espiritual como temporalmente. Si aún no han obtenido un testimonio, por favor arrodíllense y pídanle al Padre Celestial que los ayude a obtener conocimiento de la verdad. Luego, cuando llegue la respuesta, comprométanse incondicionalmente a la obra del Señor. Hagan todo lo que sea necesario para llegar al camino de los escogidos.