Lo que aprendí cuando era un joven converso
Cuando era nuevo en la Iglesia, vi grandes ejemplos de sacrificio en otros jóvenes de mi barrio. Desde ese entonces, he aprendido muchas grandes lecciones.
Me uní a la Iglesia cuando tenía diecisiete años. Conocí la Iglesia por medio de unos soldados estadounidenses de una base militar que había en mi ciudad, en Alemania. No existía un barrio de habla alemana en esa zona, por lo que asistía a la Iglesia junto con los estadounidenses en una pequeña capilla multiconfesional que había en la base militar.
Un domingo, poco después de haberme bautizado, el obispo se puso de pie al concluir las reuniones y dijo: “¿Podrían quedarse todos los padres con sus hijos que asisten a seminario?”; y me pidió que me quedara con el grupo.
Cuando ya solo estábamos el obispo, esas familias y yo en la capilla, el obispo explicó que yo podía asistir a la clase de Seminario el próximo año. Sin embargo, yo iba a una escuela alemana que empezaba las clases una hora antes que la escuela estadounidense a la que asistían los jóvenes de la base militar. Para que yo pudiera tener suficiente tiempo de descender la colina y llegar a mis clases a tiempo, la clase de Seminario tendría que empezar a las seis de la mañana; es decir, más de una hora antes de su horario habitual.
El obispo pidió entonces que todos votaran en cuanto a si estaban dispuestos a hacer ese sacrificio para que yo pudiera asistir a Seminario. De inmediato, todos los padres y los jóvenes alzaron la mano y dijeron que sí.
Eso me impresionó mucho y me enseñó una lección sobre el sacrificio. Esos jóvenes alumnos de seminario estaban dispuestos a sacrificar su comodidad no solo por un día ni una semana, sino todo un año escolar, en beneficio de un nuevo converso que de otro modo no hubiera podido participar de Seminario.
Aún me siento agradecido por su sacrificio, y me doy cuenta de cuán importante fue para mi crecimiento en la Iglesia ese primer año de Seminario (estudiamos Doctrina y Convenios). Si no fuera por la clase de Seminario yo no hubiera tenido mucho contacto con la Iglesia, salvo los domingos. La clase diaria de Seminario fue una gran preparación para la misión. Me enseñó mucho acerca de la disciplina y, desde luego, me bendijo abundantemente con conocimiento del Evangelio y de las Escrituras. Pregúntenme todos los pasajes de dominio de las Escrituras de Doctrina y Convenios de aquella época, y verán que aún los recuerdo. Esas experiencias me ayudaron a acercarme más al Padre Celestial y a enfrentar los desafíos de ser el único miembro de habla alemana en mi ciudad.
Estar en comunión con Dios
Al terminar el bachillerato, y antes de ir a la misión, cumplí con el servicio militar obligatorio. Mientras estaba en el servicio militar, adquirí un hábito que he conservado hasta el día de hoy: el de orar siempre.
Evidentemente, el ambiente militar no siempre era muy espiritual: por el ambiente de los casilleros, los pósteres, las conversaciones y las películas que veían por las noches. Pero yo sabía que iba a servir en una misión; quería permanecer fuerte y no caer. No quería ceder a la presión de los compañeros, así que establecí el hábito de orar continuamente en mi corazón.
Al ir de un edificio al otro, subir y bajar montañas a través de los bosques, estando en las trincheras, al hacer maniobras o dondequiera que estuviese, siempre que me era posible, procuraba entablar una comunicación con el Padre Celestial por medio de la oración y pasaba minutos, y a veces horas, hablando y en comunión con el Padre Celestial a fin de acercarme más a Él y permanecer fuerte. La mayor parte del tiempo, sencillamente le daba las gracias.
Aún conservo ese hábito. Cuando manejo a algún sitio, estoy sentado en el autobús o camino a alguna parte, se ha vuelto natural para mí tener siempre una oración en mi corazón y “orar siempre”, como dicen las Escrituras (véase, por ejemplo, 2 Nefi 32:9). Es un buen hábito para adquirir a temprana edad.
Sabemos que debemos hacer nuestras oraciones; pero no se trata de arrodillarse unos instantes en la mañana y por la noche como haciéndole un favor al Padre Celestial. La oración debe convertirse en una comunión sincera, profunda y continua con tu Padre, la que con el tiempo te acercará más y más a Él. El establecer el hábito de orar te ayudará a enfrentar todas las tentaciones que existen en el mundo (véase 3 Nefi 18:15, 18). De modo que, cuando vayas de un punto al otro, o cada vez que tengas un momento libre, piensa en pasar menos tiempo escuchando música o enviando mensajes, y pasa un poco más de tiempo orando.
Aplicar en todo momento la expiación de Jesucristo
Conforme continúes orando y aprendiendo del Evangelio, descubrirás que la expiación de Jesucristo está a tu disposición cada día, a toda hora, a fin de que puedas retener “la remisión de [tus] pecados” (véase Mosíah 4:11–12). Puedes acudir al Padre Celestial para tener acceso a ese poder y ser literalmente limpio en cualquier momento, y no solo los domingos o cuando vas al obispo a confesar algo grave.
El Señor pretende que tú hagas uso de la expiación de Jesucristo a diario para que puedas llegar a ser puro y digno, para que sientas el Espíritu y seas guiado constantemente, en lugar de experimentar altibajos. Al hacer uso de la Expiación diariamente, puedes disfrutar de esa bendición a pesar de los errores que hayas cometido en el pasado. Muchos jóvenes creen que el arrepentimiento solo consiste en ir al obispo y confesar los pecados graves; pero el arrepentimiento es mucho más que eso. Significa hacer un esfuerzo humilde, constante y en oración a diario para: 1) estudiar las Escrituras, en particular las que enseñan acerca de la expiación de Cristo, y 2) aprender a poner lo que aprendes en práctica eficazmente en cada momento de la vida. Para eso es el arrepentimiento. Dile al Padre Celestial cada día que lo que deseas es ser mejor hoy de lo que fuiste ayer.
No permitas que el adversario cree una separación entre tú y el Padre Celestial, haciéndote creer que no eres lo suficientemente bueno y que todos los demás son mejores —como si pusieran frente a ti la expiación del Salvador, Su amor y aprobación, pero nunca estuvieran a tu alcance. Eso no es cierto. El Padre Celestial te ama tal como eres actualmente; pero, desde luego, tú tienes que seguir mejorando constantemente y debes esforzarte por guardar los mandamientos y aplicar la Expiación cada día, en todo momento. Haz como dijo el apóstol Pablo: “Examinaos a vosotros mismos” (2 Corintios 13:5); y una vez que hayas aprendido acerca de la Expiación y cómo hacer uso de ella, verás que puedes sentir el amor del Señor a pesar de tus limitaciones.
Procura entender quién eres, quién es Cristo y qué hizo Él por ti. Luego, aplica esos conocimientos para que puedas ser limpio todo el tiempo y tengas confianza en ti mismo, en el Padre Celestial y en el Salvador. Entonces, por extensión, tendrás una sana autoestima y seguridad en ti mismo.
Estas son cosas que comencé a aprender cuando era un joven converso y que, con el tiempo, han bendecido mi vida enormemente. En la medida en que te sacrifiques, estudies y te esfuerces por permanecer cerca del Padre Celestial, Él también te bendecirá. ¡Nunca te des por vencido!