Preparen la vía
Aun cuando se les ha conferido misiones y autoridad diferentes, el Sacerdocio Aarónico y el Sacerdocio de Melquisedec son compañeros inseparables en la obra de salvación.
Cuando tenía 30 años empecé a trabajar en un grupo de venta al público en Francia. Cierto día, el presidente de la compañía, un buen hombre de otra religión, me llamó a su oficina; su pregunta me dejó perplejo: “Acabo de enterarme de que usted es un sacerdote en su iglesia. ¿Es verdad?”.
Le contesté: “Sí, lo es. Poseo el sacerdocio”.
Visiblemente intrigado por mi respuesta, preguntó: “¿Pero estudió en un seminario teológico?”.
“Por supuesto”, respondí, “entre los 14 y los 18 años, ¡y tuve clase de seminario casi a diario!”. Casi se cae de la silla.
Para mi sorpresa, varias semanas más tarde volvió a llamarme a su oficina para ofrecerme el puesto de director gerente de una de las empresas del grupo. Me quedé sorprendido y le expresé mi preocupación porque era demasiado joven e inexperto para tener una responsabilidad tan importante. Con una sonrisa benévola, me dijo: “Tal vez sea cierto, pero no importa. Conozco sus principios y sé lo que ha aprendido en su iglesia. Le necesito”.
Estaba en lo cierto en cuanto a lo que había aprendido en la Iglesia. Los años siguientes fueron difíciles y no creo que habría podido tener éxito alguno de no haber sido por la experiencia que adquirí al servir en la Iglesia desde joven.
Tuve la bendición de crecer en una rama pequeña; como éramos pocos, se llamaba a los jóvenes a participar activamente en todos los aspectos de la rama. Estaba muy atareado y me encantaba sentirme útil. Los domingos oficiaba en la mesa sacramental, prestaba servicio en mi cuórum del sacerdocio y asistía en otros llamamientos. Durante la semana solía acompañar a mi padre y a otros adultos poseedores del sacerdocio a hacer visitas de orientación familiar, consolar a los enfermos y afligidos, y ayudar a los necesitados. Nadie parecía pensar que yo fuese demasiado joven para servir o incluso para dirigir. Para mí todo era normal y natural.
El servicio que presté en mi adolescencia contribuyó a edificar mi testimonio y anclar mi vida en el Evangelio. Estaba rodeado de hombres buenos y compasivos que estaban comprometidos a usar su sacerdocio para bendecir la vida de los demás; deseaba ser como ellos. Mucho más de lo que me di cuenta entonces, al servir con ellos aprendí a ser un líder en la Iglesia y también en el mundo.
Tenemos muchos jóvenes poseedores del Sacerdocio Aarónico asistiendo hoy a esta reunión o conectándose a ella. Al contemplar a los asistentes, veo a muchos de ustedes sentados al lado de un hombre maduro, puede que sean sus padres, abuelos, hermanos mayores o líderes del sacerdocio; todos ellos poseedores del Sacerdocio de Melquisedec. Ellos los aman y, en gran medida, vinieron esta noche para estar con ustedes.
Esta congregación de generaciones ofrece una visión maravillosa de la unidad y hermandad que existe entre los dos sacerdocios de Dios. Aun cuando se les ha conferido misiones y autoridad diferentes, el Sacerdocio Aarónico y el Sacerdocio de Melquisedec son compañeros inseparables en la obra de salvación. Son como uña y carne y tienen gran necesidad el uno del otro.
El modelo perfecto de la relación estrecha que existe entre ambos sacerdocios se encuentra en la interacción entre Jesús y Juan el Bautista. ¿Es posible imaginarse a Juan el Bautista sin Jesús? ¿Cómo habría sido la misión del Salvador sin la obra preparatoria realizada por Juan?
Juan el Bautista recibió una de las misiones más nobles que ha existido: “preparar la vía del Señor” para bautizarlo en el agua y preparar a un pueblo para recibirlo. Este “hombre justo y santo”, que había sido ordenado al sacerdocio menor por el ángel de Dios era perfectamente consciente de la importancia y los límites de su misión y autoridad.
La gente acudía a Juan para oírle y ser bautizados por él; era honrado y reverenciado por derecho propio como un hombre de Dios. Mas cuando se presentó Jesús, Juan retrocedió humildemente ante Uno mayor que él y declaró: “Yo bautizo con agua, mas en medio de vosotros hay uno… que ha de venir después de mí, el que es antes de mí, de quien yo no soy digno de desatar la correa de su sandalia”.
Por Su parte, Jesús el Cristo, el Unigénito del Padre, que poseía el sacerdocio mayor, reconoció humildemente la autoridad de Juan. El Salvador dijo de él: “Entre los que nacen de mujer no se ha levantado otro mayor que Juan el Bautista”.
Piensen en lo que ocurriría en nuestros cuórums si las relaciones entre los poseedores de ambos sacerdocios siguieran el patrón establecido por Jesús y Juan el Bautista. Mis jóvenes hermanos del Sacerdocio Aarónico, al igual que Juan, su labor consiste en “preparar la vía” para la gran obra del Sacerdocio de Melquisedec, y lo están haciendo de muchas formas distintas. Ustedes administran las ordenanzas del bautismo y la Santa Cena. Ayudan a preparar a un pueblo para el Señor al predicar el Evangelio, al “[visitar la casa de todos los miembros” y al “velar… por los miembros de la iglesia”. Ustedes brindan ayuda al pobre y al necesitado al recolectar las ofrendas de ayuno y participan en el cuidado de los centros de reuniones de la Iglesia y de otros recursos temporales. Su labor es importante, necesaria y sagrada.
Mis hermanos adultos, tanto si son padres, obispos, asesores de los Hombres Jóvenes o simplemente poseedores del Sacerdocio de Melquisedec, ustedes pueden seguir el ejemplo del Salvador si se vuelven a sus hermanos que poseen el sacerdocio menor y los invitan a trabajar con ustedes. En realidad, esta invitación procede del Señor mismo. Él dijo: “Llevad, pues, con vosotros a los que son ordenados con el sacerdocio menor, y enviadlos delante de vosotros para fijar citas, preparar la vía y cumplir con los compromisos que vosotros mismos no podáis cumplir”.
Al invitar a sus hermanos menores a “preparar la vía”, les ayudan a reconocer y honrar la autoridad sagrada que poseen. Al hacerlo, les ayudan a preparar su propia vía mientras se preparan para el día cuando reciban y ejerzan el sacerdocio mayor.
Permítanme compartir la historia real de Alex, un joven presbítero tranquilo, atento y brillante. Un domingo, el obispo de Alex lo encontró solo y muy angustiado en un salón de clase. El joven le explicó cuán difícil y doloroso le resultaba ir a la capilla sin su padre, quien no era miembro. Luego, con lágrimas, dijo que tal vez fuese mejor dejar la Iglesia.
Con una preocupación sincera por este joven, el obispo movilizó de inmediato al consejo de barrio para ayudar a Alex. Su plan era simple: para mantener a Alex activo y ayudarle a desarrollar un testimonio sincero del Evangelio, necesitaban “rodearlo de gente buena y darle cosas importantes para hacer”.
Rápidamente los hermanos del sacerdocio y todos los miembros del barrio se movilizaron para ayudar a Alex y le expresaron su cariño y apoyo. Se escogió al líder del grupo de los sumos sacerdotes, un hombre de gran fe y amor, para ser su compañero de orientación familiar. Los miembros del obispado lo tomaron bajo su protección e hicieron de él un compañero muy cercano.
El obispo dijo: “Mantuvimos a Alex ocupado. Hizo de acomodador en bodas y funerales, me ayudó en la dedicación de sepulturas, bautizó a varios miembros nuevos, ordenó a otros jóvenes a oficios del Sacerdocio Aarónico, enseñó lecciones para los jóvenes, enseñó con los misioneros, abría el edificio para las conferencias y se encargaba de cerrarlo por la noche al término de estas. Hizo proyectos de servicio, me acompañó a hospicios a visitar a miembros ancianos, discursó en la reunión sacramental, administró la Santa Cena a enfermos en hospitales o sus hogares, y llegó a ser alguien de un puñado pequeño de personas en quien podía confiar plenamente como obispo”.
Alex cambió poco a poco. Aumentó su fe en el Señor. Ganó confianza en sí mismo y en el poder del sacerdocio que poseía. El obispo concluyó, diciendo: “Alex ha sido, y siempre será, una de mis mayores bendiciones de mi tiempo como obispo. Qué privilegio ha sido trabajar con él. Creo sinceramente que no ha habido joven que haya ido al campo misional más preparado [que él] por causa de su servicio en el sacerdocio”.
Mis queridos obispos, ustedes tienen, incluido en su ordenación y apartamiento como obispos del barrio, el sagrado llamamiento de servir como presidentes del Sacerdocio Aarónico y del cuórum de presbíteros. Soy consciente de las cargas pesadas que tienen, pero su deber para con estos jóvenes debe tener la máxima prioridad. No pueden descuidarlo ni delegar esta responsabilidad en otras personas.
Los invito a reflexionar en cada uno de los poseedores del Sacerdocio Aarónico de sus barrios. Ninguno de ellos debería sentirse nunca excluido ni inútil. ¿Hay algún joven al que ustedes, u otros hermanos del sacerdocio, podrían ayudar? Invítenlo a servir con ustedes. Demasiado a menudo tratamos de entretener a los jóvenes y los relegamos a la función de espectadores cuando su fe y amor por el Evangelio puede desarrollarse mejor al magnificar el sacerdocio. Al participar activamente en la obra de salvación, estarán conectados con el cielo y cobrarán conciencia de su potencial divino.
El Sacerdocio Aarónico es más que un grupo de edad, un programa de enseñanza o actividades, o incluso un término con el que designar a los jóvenes de la Iglesia. Es poder y autoridad para participar en la gran obra de salvar almas: tanto la de los jóvenes que lo poseen como las de aquellos a quienes sirven. Pongamos el Sacerdocio Aarónico en su lugar correcto, un lugar electo, un lugar de servicio, preparación y logros para todos los jóvenes de la Iglesia.
Mis queridos hermanos del Sacerdocio de Melquisedec, los invito a fortalecer el vínculo esencial que une a los dos sacerdocios de Dios. Faculten a los jóvenes del Sacerdocio Aarónico con poder, para que preparen la vía ante ustedes. Díganles con confianza: “Los necesito”. Jóvenes poseedores del Sacerdocio Aarónico, ruego que al servir con sus hermanos de más edad, oigan la voz del Señor diciéndoles: “Bendito eres, porque harás grandes cosas. He aquí, fuiste enviado, como lo fue Juan, a fin de preparar la vía delante de mí”. En el nombre de Jesucristo. Amén.