2017
Haced todo lo que él os diga
Mayo de 2017


Haced todo lo que Él os diga

Cuando decidimos hacer “todo lo que [Dios] nos diga”, nos comprometemos seriamente a alinear nuestro comportamiento cotidiano con la voluntad de Dios.

El Salvador llevó a cabo Su primer milagro registrado durante la celebración de unas bodas en Caná de Galilea. María, Su madre, y Sus discípulos se encontraban allí también. Parece que María sentía cierta responsabilidad por el éxito de la fiesta. Durante la celebración surgió un problema: los anfitriones de la boda se quedaron sin vino. María estaba preocupada y acudió a Jesús. Hablaron brevemente y después María se dirigió a los que servían y les dijo:

“Haced todo lo que él os diga.

“Y había allí seis tinajas de piedra para agua… [Estas tinajas no se utilizaban para almacenar agua para beber, sino que estaban destinadas a lavamientos ceremoniales bajo la ley de Moisés].

“Jesús les dijo [a los siervos]: Llenad estas tinajas de agua. Y las llenaron hasta arriba.

“Entonces les dijo: Sacad ahora y llevadlo al maestresala. Y se lo llevaron.

“[Entonces] el maestresala… probó el agua hecha vino” y expresó su sorpresa de que se hubiera servido el mejor vino tan tarde en la fiesta.

Solemos recordar este acontecimiento porque la transformación del agua en vino fue una demostración del poder de Dios, un milagro. Esto es un mensaje importante, pero en el relato de Juan hay otro mensaje significativo. María era “un vaso precioso y escogido”, llamada por Dios a dar a luz, nutrir y criar al mismo Hijo de Dios. Sabía más de Él que ninguna otra persona sobre la tierra y le constaba la veracidad de Su nacimiento milagroso. Sabía que era sin pecado y que “no hablaba como los demás hombres, ni se le podía enseñar, pues no necesitaba que hombre alguno le enseñara”. María sabía de Su extraordinaria capacidad para resolver problemas, incluso uno tan personal como el de aportar vino en una fiesta de bodas. Tenía una confianza inquebrantable en Él y en Su divino poder. La sencilla y directa instrucción que dio a los siervos no contenía advertencias, ni reservas, ni limitaciones: “Haced todo lo que él os diga”.

María era joven cuando el ángel Gabriel se apareció a ella. Al principio “se turbó” por ser llamada “muy favorecida” y “bendita… entre las mujeres… y pensaba qué salutación sería esta”. Gabriel la reconfortó diciéndole que no tenía nada que temer, ya que las noticias que traía eran buenas. Ella concebiría “en [su] vientre… [al] Hijo del Altísimo” y daría “a luz un hijo… [que reinaría] en la casa de Jacob para siempre”.

Entonces María se preguntó en voz alta: “¿Cómo será esto? Porque no conozco varón”.

El ángel se lo explicó pero con brevedad, afirmándole que “ninguna cosa es imposible para Dios”.

María respondió humildemente que haría lo que Dios le pidiera, sin exigir saber detalles específicos y ciertamente a pesar de tener innumerables preguntas acerca de las implicaciones que esto tendría en su vida. Se comprometió sin comprender exactamente por qué Él le pedía esto ni cómo saldrían las cosas. Aceptó la palabra de Dios incondicionalmente y con antelación, con escaso conocimiento de lo que le esperaba. Con una sencilla confianza en Dios, María dijo: “He aquí la sierva del Señor; hágase conmigo conforme a tu palabra”.

Cuando decidimos hacer “todo lo que [Dios] nos diga”, nos comprometemos seriamente a alinear nuestro comportamiento cotidiano con la voluntad de Dios. Actos de fe tan sencillos como estudiar las Escrituras diariamente, ayunar con frecuencia y orar con una intención sincera profundizan cada vez más nuestro pozo de capacidad espiritual para superar las exigencias de la vida mortal. Con el paso del tiempo, los sencillos hábitos de creencia conducen a resultados milagrosos. Transforman nuestra fe de una semillita en un poder dinámico para el bien en nuestra vida. Entonces, cuando nos surgen desafíos, nuestro arraigo en Cristo aporta firmeza para nuestra alma. Dios fortalece nuestras debilidades, aumenta nuestras alegrías y hace que “todas las cosas [obren] juntamente para [nuestro] bien”.

Hace unos años hablé con un joven obispo que cada semana dedicaba horas a aconsejar a los miembros de su barrio, y me hizo un comentario que me llamó la atención. Los problemas que afrontaban los miembros de su barrio, dijo, eran los mismos que tienen los miembros de la Iglesia por todo el mundo: cuestiones como la manera de establecer un matrimonio feliz; dificultades para mantener el equilibrio entre el trabajo, la familia y los deberes de la Iglesia; desafíos con la Palabra de Sabiduría, con el empleo o con la pornografía; o problemas para sentirse en paz respecto a una norma o cuestión histórica que no comprendían.

Su consejo a los miembros del barrio abarcaba el volver a las prácticas sencillas de la fe, como estudiar el Libro de Mormón, tal como nos aconsejó que hiciéramos el presidente Thomas S. Monson, pagar el diezmo y servir en la Iglesia con devoción. Con frecuencia, sin embargo, la respuesta que le hacían a él era de escepticismo: “No estoy de acuerdo con usted, obispo, todos sabemos que es bueno que hagamos estas cosas. Hablamos de esas cosas a todas horas en la Iglesia, pero no estoy seguro de que usted me comprenda. ¿Qué tiene que ver el hacer cualquiera de esas cosas con los problemas que yo estoy afrontando?”.

Es una buena pregunta. A lo largo del tiempo, aquel joven obispo y yo hemos observado que aquellos que hacen deliberadamente las “cosas pequeñas y sencillas” —obedeciendo en maneras aparentemente pequeñas— son bendecidos con una fe y una fortaleza que van mucho más allá de los actos de obediencia en sí y, ciertamente, puede parecer que no guardan ninguna relación con ellos. Quizá parezca difícil establecer una relación entre los actos básicos de obediencia diarios y las soluciones a los problemas grandes y complicados que afrontamos, pero están relacionados. Según mi experiencia, el hecho de lograr el éxito en nuestros pequeños hábitos diarios de fe, es la mejor manera de fortalecernos ante los problemas de la vida, sean cuales sean. Los pequeños actos de fe, aunque parezcan insignificantes o completamente ajenos a los problemas específicos que nos perturban, nos bendicen en todo lo que hacemos.

Piensen en Naamán, un “general del ejército… de Siria… valeroso en extremo”, y leproso. Una joven sirvienta habló de un profeta en Israel que podría sanar a Naamán, así que él viajó a Israel con una escolta de siervos y soldados, y con regalos, hasta que llegó a la casa de Eliseo. El siervo de Eliseo, no Eliseo mismo, informó a Naamán que el mandato del Señor era: “Ve y lávate siete veces en el [río] Jordán”. Algo sencillo. Quizá esta sencilla prescripción a aquel poderoso guerrero se le hacía tan ilógica, simplista o impropia de su dignidad que la mera sugerencia le resultaba ofensiva. Como mínimo, la instrucción de Eliseo no tenía sentido para Naamán, así que “se fue enojado”.

Pero los siervos de Naamán se dirigieron a él con delicadeza y le afirmaron que si Eliseo le hubiera pedido “alguna gran cosa”, él la habría hecho. Le indicaron que, ya que se le había pedido hacer algo pequeño, ¿no debería hacerlo, aunque no entendiera el porqué? Naamán reconsideró su reacción y, quizá escépticamente pero con obediencia, “descendió y se sumergió siete veces en el Jordán” y fue sanado milagrosamente.

Algunas recompensas de la obediencia llegan con rapidez y otras llegan solamente tras ser probados. En la Perla de Gran Precio leemos acerca de la diligencia infatigable de Adán en guardar el mandamiento de ofrecer sacrificios. Cuando el ángel le preguntó a Adán por qué estaba ofreciendo sacrificios, él dijo: “No sé, sino que el Señor me lo mandó”. El ángel le explicó que sus sacrificios eran “una semejanza del sacrificio del Unigénito del Padre”. Pero aquella explicación llegó después de que Adán demostrara su compromiso en obedecer al Señor durante “muchos días” sin saber por qué debía ofrecer esos sacrificios.

Dios nos bendecirá siempre por nuestra obediencia constante a Su Evangelio y nuestra lealtad a Su Iglesia, pero raramente nos muestra con antelación el tiempo en el que pretende hacerlo. No nos enseña la visión completa desde el principio. Aquí es donde intervienen la fe, la esperanza y la confianza en el Señor.

Dios nos pide que persistamos a Su lado, que confiemos en Él y le sigamos. Nos ruega: “no contendáis porque no veis”. Nos advierte que no debemos esperar respuestas fáciles o soluciones rápidas de los cielos. Las cosas funcionan cuando nos mantenemos firmes durante la “prueba de [nuestra] fe”, por muy dura que sea esa prueba de soportar o lenta que sea la respuesta en llegar. No estoy hablando de “obediencia ciega”, sino de una confianza meditada en el amor perfecto y en el tiempo perfecto del Señor.

La prueba de nuestra fe siempre implicará permanecer fieles a las prácticas sencillas y diarias de la fe. Entonces, y solo entonces, Él promete que recibiremos la respuesta divina que anhelamos. Solamente tras demostrar nuestra voluntad de hacer lo que Él nos pida sin exigir saber los cuándos, los cómos y los por qués, segamos “el galardón de [nuestra] fe, y [nuestra] diligencia, y paciencia, y longanimidad”. La obediencia verdadera acepta los mandamientos de Dios incondicionalmente y con antelación.

Cada día, conscientemente o de otra manera, todos elegimos “a quien [serviremos]”. Demostramos nuestra determinación de servir al Señor al participar fielmente en actos diarios de devoción. El Señor promete enderezar nuestras veredas, pero para que pueda hacerlo, tenemos que caminar con la confianza de que Él conoce el camino porque Él es “el camino”. Debemos llenar nuestras propias tinajas hasta el tope. Cuando confiamos en Él y lo seguimos, nuestra vida, al igual que del agua al vino, se transforma.Llegamos a ser algo más y mejor de lo que habríamos sido de otro modo. Confíen en el Señor y hagan “todo lo que [Él les] diga”. En el nombre de Jesucristo. Amén.