2017
La voz de amonestación
Mayo de 2017


La voz de amonestación

Aunque el deber de amonestar lo sienten más profundamente los profetas, es un deber que también comparten otros.

El profeta Ezequiel nació alrededor de dos décadas antes de que Lehi y su familia abandonaran Jerusalén. En 597 a. C., cuando tenía 25 años, Ezequiel fue uno de los muchos que fueron llevados cautivos a Babilonia por Nabucodonosor, y hasta donde sabemos pasó allí el resto de su vida. Pertenecía al linaje sacerdotal Aarónico, y a la edad de 30 años llegó a ser un profeta.

Al llamar a Ezequiel, Jehová utilizó la metáfora de un atalaya.

“y [cuando el atalaya] vea venir la espada sobre la tierra, y toque la trompeta y avise al pueblo,

“cualquiera que oiga el sonido de la trompeta y no se dé por advertido, y al llegar la espada se lo lleva, su sangre será sobre su propia cabeza”.

Por otro lado, “… si el atalaya ve venir la espada y no toca la trompeta, y el pueblo no se apercibe, y al llegar la espada se lleva a alguno de entre ellos… demandaré su sangre de mano del atalaya”.

Entonces, hablando directamente a Ezequiel, Jehová declaró: “A ti, pues, oh hijo de hombre, te he puesto como atalaya de la casa de Israel, y oirás la palabra de mi boca y les advertirás de mi parte”. La advertencia era alejarse del pecado.

“Cuando yo diga al malvado: Oh malvado, ciertamente morirás; si tú no hablas para advertir al malvado de su camino, ese malvado morirá por su iniquidad, pero su sangre yo la demandaré de tu mano.

“Pero si tú adviertes al malvado de su camino para que se aparte de él, y él no se aparta de su camino, él morirá por su iniquidad, y tú habrás librado tu vida…

“Y cuando yo diga al malvado: De cierto morirás, si él se vuelve de su pecado y hace lo que es justo y recto…

“No se le recordará ninguno de sus pecados que había cometido; hizo lo que es justo y recto; ciertamente vivirá”.

Curiosamente, esa advertencia también se aplica a los justos. “Cuando yo diga al justo: De cierto vivirás, pero él, confiado en su justicia, cometa iniquidad, ninguna de sus justicias será recordada, sino que morirá por la iniquidad que cometió”.

En súplica a Sus hijos, Dios le dice a Ezequiel: “Diles: Vivo yo, dice Jehová el Señor, que no me complazco en la muerte del malvado, sino en que se vuelva el malvado de su camino y viva. ¡Volveos, volveos de vuestros malos caminos! ¿Por qué habéis de morir, oh casa de Israel?”.

Lejos de tener el deseo de condenar, nuestro Padre Celestial y nuestro Salvador procuran nuestra felicidad y nos ruegan que nos arrepintamos, con el pleno conocimiento de que “la maldad nunca fue [y nunca será] felicidad”. Por lo que Ezequiel y todos los profetas antes y después de él, declarando la palabra de Dios con todo su corazón, han amonestado a todos los que están dispuestos a alejarse de Satanás, el enemigo de sus almas, y “… escoger la libertad y la vida eterna, por medio del gran Mediador de todos los hombres…”.

Aunque el deber de amonestar lo sienten más profundamente los profetas, es un deber que también comparten otros. De hecho, “… conviene que todo hombre que ha sido amonestado, amoneste a su prójimo”. Nosotros que hemos recibido el conocimiento del gran plan de felicidad —y sus mandamientos correspondientes— deberíamos sentir el deseo de compartir tal conocimiento, ya que marca una diferencia enorme, aquí y en la eternidad. Y si preguntamos: “¿Quién es mi prójimo al que debo amonestar?”, ciertamente encontraremos la respuesta en una parábola que comienza con las palabras: “… Un hombre descendía de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de ladrones”, etcétera.

El considerar la parábola del buen samaritano en este contexto nos recuerda que la pregunta “¿Quién es mi prójimo?” estaba relacionada con los dos grandes mandamientos: “… Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todas tus fuerzas y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo”. La motivación para elevar la voz de amonestación es el amor: el amor a Dios y a los semejantes. Amonestar es preocuparse. El Señor instruye que debe hacerse “con mansedumbre y humildad” y “por persuasión, por longanimidad, benignidad… y por amor sincero”. Puede ser urgente, como cuando advertimos a un niño que no ponga la mano en el fuego. Debe expresarse con claridad y a veces con firmeza. En ocasiones, la amonestación puede adquirir la forma de una reprimenda “cuando lo induzca el Espíritu Santo”, pero siempre está fundada en el amor; por ejemplo, el amor que motiva el servicio y los sacrificios de nuestros misioneros.

Sin duda el amor impulsa a los padres a amonestar a su “prójimo” más cercano: sus propios hijos. Esto significa enseñar y testificar de las verdades del Evangelio. Significa enseñar a los hijos la doctrina de Cristo: la fe, el arrepentimiento, el bautismo y el don del Espíritu Santo. El Señor les recuerda a los padres: “… yo os he mandado criar a vuestros hijos en la luz y la verdad”.

Un elemento fundamental del deber de los padres en cuanto a amonestar es señalar no solo las consecuencias desmoralizadoras del pecado, sino también el gozo de rendir obediencia a los mandamientos. Recuerden las palabras de Enós acerca de qué lo llevó a buscar a Dios, recibir la remisión de sus pecados y convertirse:

“He aquí, salí a cazar bestias en los bosques; y las palabras que frecuentemente había oído a mi padre hablar, en cuanto a la vida eterna y el gozo de los santos, penetraron mi corazón profundamente.

“Y mi alma tuvo hambre; y me arrodillé ante mi Hacedor, y clamé a él con potente oración y súplica”.

Debido a Su incomparable amor y preocupación por los demás y la felicidad de ellos, Jesús no dudó en amonestarlos. Al inicio de Su ministerio, “comenzó Jesús a predicar y a decir: ¡Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado!” Por causa de que Él sabe que no cualquier camino conduce al cielo, dio el mandamiento:

“Entrad por la puerta estrecha, porque ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos son los que entran por ella.

Porque estrecha es la puerta y angosto el camino que lleva a la vida, y pocos son los que la hallan.

Él dedicó tiempo a los pecadores, diciendo: “No he venido a llamar a justos, sino a pecadores al arrepentimiento”.

En cuanto a los escribas, fariseos y saduceos, Jesús fue inflexible en condenar su hipocresía. Sus amonestaciones y mandamientos eran directos: “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas!, porque diezmáis la menta, y el eneldo y el comino, y habéis dejado lo más importante de la ley: la justicia, y la misericordia y la fe; esto era menester hacer, sin dejar de hacer lo otro”. Ciertamente nadie acusaría al Salvador de no amar a estos escribas y fariseos; después de todo, Él sufrió y murió para salvarlos también a ellos; pero debido a que los amaba, no podía dejar que permanecieran en el pecado sin corregirlos. Un observador señaló: “Jesús enseñó a Sus seguidores que hicieran como Él: que dieran la bienvenida a todos pero que también enseñaran sobre el pecado, ya que el amor requiere advertir a la gente acerca de lo que puede hacerle daño”.

A veces a quienes alzan la voz de amonestación se los tacha de críticos. Paradójicamente, sin embargo, aquellos que sostienen que la verdad es relativa y que las normas morales son una cuestión de preferencia personal son a menudo los mismos que critican con más dureza a las personas que no aceptan la norma actual del “pensamiento correcto”. Un escritor se refirió a esto como la “cultura de la vergüenza”:

“En la cultura de la culpa tú sabes que eres bueno o malo por lo que tu conciencia te dicta. En la cultura de la vergüenza sabes que eres bueno o malo por lo que la comunidad dice de ti, por el hecho de que esta te honre o te excluya… [En la cultura de la vergüenza,] la vida moral no está fundada sobre la escala de lo bueno y lo malo, sino sobre la escala de la inclusión y la exclusión…

“… Todos se sienten perpetuamente inseguros en un sistema moral basado en la inclusión y la exclusión. No hay normas permanentes, solo la opinión cambiante de la multitud. Es una cultura de extrema sensibilidad, reacciones excesivas y frecuentes pánicos morales, durante los cuales todos se sienten obligados a estar de acuerdo… 

“La cultura de la culpa puede ser dura, pero al menos se puede odiar el pecado y aun así amar al pecador. La moderna cultura de la vergüenza dice valorar la inclusión y la tolerancia, pero puede ser extrañamente despiadada con aquellos que no están de acuerdo ni encajan”.

En contraste con esto está “la roca de nuestro Redentor”, un fundamento estable y permanente de justicia y virtud. Cuánto mejor es tener la ley inalterable de Dios mediante la cual podemos actuar para escoger nuestro destino en lugar de ser rehenes de las impredecibles reglas e ira del populacho de las redes sociales. Cuánto mejor es conocer la verdad que ser “llevados por doquiera de todo viento de doctrina…”. Cuánto mejor arrepentirnos y elevarnos a la altura de las normas del Evangelio que fingir que no existe lo bueno o lo malo, y languidecer en el pecado y el remordimiento.

El Señor ha declarado: “… la voz de amonestación irá a todo pueblo por boca de mis discípulos, a quienes he escogido en estos últimos días”. Como atalayas y discípulos, no podemos ser neutrales en cuanto a este “camino aún más excelente”. Al igual que Ezequiel, no podemos ver venir la espada sobre la tierra “y no toca[r] la trompeta”. Esto no es decir que debemos llamar a la puerta del vecino o ponernos en el medio de la plaza pública y gritar: “¡Arrepiéntanse!” En verdad, cuando uno lo piensa, tenemos en el Evangelio restaurado lo que la gente quiere realmente, en lo más profundo de su corazón. De manera que, la voz de advertencia en general no solo es civil, sino que, según el Salmista, es un alegre canto”.

Hal Boyd, editor de la sección de opinión de Deseret News, citó un ejemplo del daño inherente a permanecer callado. Él señaló que aunque la idea del matrimonio aún es un tema de “debate intelectual” entre grupos selectos de la sociedad de Estados Unidos, el matrimonio mismo no es tema de debate para ellos en la práctica. “‘Los integrantes de las élites se casan, permanecen casados y se aseguran de que sus hijos disfruten los beneficios de un matrimonio estable’… El problema, sin embargo, es que tienden a no predicar lo que practican”. No quieren “imponerse” sobre aquellos que realmente podrían necesitar su liderazgo moral, pero “es… tal vez hora de que quienes tienen una formación académica y familias fuertes dejen de fingir neutralidad y comiencen a predicar lo que practican en cuanto al matrimonio y la crianza de los hijos… [y] ayudar a sus conciudadanos norteamericanos a aceptarlo”.

Confiamos en que en especial ustedes, los de la nueva generación, jóvenes y jóvenes adultos en los que el Señor confía el éxito de Su obra en los años venideros, apoyarán las enseñanzas del Evangelio y las normas de la Iglesia tanto en público como en privado. No abandonen a aquellos que aceptarían la verdad, que tropiecen y fallen en la ignorancia. No sucumban a falsas ideas de tolerancia o al miedo —el miedo a la incomodidad, a la desaprobación o incluso al sufrimiento. Recuerden la promesa del Salvador:

“Bienaventurados sois cuando por mi causa os vituperen y os persigan, y digan toda clase de mal contra vosotros, mintiendo.

“Gozaos y alegraos, porque vuestro galardón es grande en los cielos; pues así persiguieron a los profetas que fueron antes de vosotros”.

Al final, todos somos responsables ante Dios de nuestras decisiones y la forma en que vivimos. El Salvador declaró: “… mi Padre me envió para que fuese levantado sobre la cruz; y que después de ser levantado sobre la cruz, pudiese atraer a mí mismo a todos los hombres, para que así como he sido levantado por los hombres, así también los hombres sean levantados por el Padre, para comparecer ante mí, para ser juzgados por sus obras, ya fueren buenas o malas”.

Reconociendo esto, la supremacía del Señor, ruego en las palabras de Alma:

Y ahora bien, hermanos [y hermanas] míos, deseo desde lo más íntimo de mi corazón, sí, con gran angustia, aun hasta el dolor, que escuchéis mis palabras, y desechéis vuestros pecados, y no demoréis el día de vuestro arrepentimiento;

“sino que os humilléis ante el Señor, e invoquéis su santo nombre, y veléis y oréis incesantemente, para que no seáis tentados más de lo que podáis resistir, y así seáis guiados por el Santo Espíritu…

“teniendo fe en el Señor; teniendo la esperanza de que recibiréis la vida eterna; siempre teniendo el amor de Dios en vuestros corazones para que en el postrer día seáis enaltecidos y entréis en su reposo”.

Ruego que cada uno de nosotros pueda decirle al Señor como David: “No he escondido tu justicia dentro de mi corazón; tu verdad y tu salvación he proclamado; no he ocultado tu amorosa bondad ni tu verdad en la gran congregación. Tú, oh Jehová, no retengas de mí tus tiernas misericordias”. En el nombre de Jesucristo. Amén.