2017
Deja que el Espíritu te enseñe
Mayo de 2017


Deja que el Espíritu te enseñe

Por designio divino, el Espíritu Santo nos inspira, testifica, enseña e inspira a andar en la luz del Señor.

Hermanos y hermanas, yo, como todos ustedes, reconozco que vemos cómo se apresura la obra del Señor a través del presidente Thomas S. Monson y su mensaje de esta mañana. Presidente Monson, lo amamos, lo apoyamos y oramos siempre por usted, “nuestro profeta fiel”.

Hemos sentido cómo se ha derramado el Espíritu este fin de semana. Ya sea que estén aquí, en este gran auditorio, o que miren desde casa, o estén congregados en centros de reuniones de distantes partes del mundo, han tenido la oportunidad de sentir el Espíritu del Señor. Dicho Espíritu confirma a sus corazones y mentes las verdades que se enseñan en esta conferencia.

Consideren la letra de este conocido himno:

Deja que el Espíritu

te enseñe la verdad,

testifique de Jesús

y te guíe en santidad.

Gracias a las revelaciones de los últimos días, sabemos que la Trinidad se compone de tres seres distintos y separados: nuestro Padre Celestial; Su Hijo Unigénito Jesucristo; y el Espíritu Santo. Sabemos que “el Padre tiene un cuerpo de carne y huesos, tangible como el del hombre; así también el Hijo; pero el Espíritu Santo no tiene un cuerpo de carne y huesos, sino es un personaje de Espíritu. De no ser así, el Espíritu Santo no podría morar en nosotros”.

Mi mensaje de hoy se centra en la importancia del Espíritu Santo en nuestra vida. Nuestro Padre Celestial sabía que en la vida mortal afrontaríamos dificultades, tribulaciones y confusión; sabía que lucharíamos con preguntas, desilusiones, tentaciones y debilidades. Para darnos fortaleza terrenal y guía divina, Él proporcionó el Santo Espíritu, que es otro nombre del Espíritu Santo.

El Espíritu Santo nos liga al Señor. Por designio divino, Él nos inspira, testifica, enseña e inspira a andar en la luz del Señor. Tenemos la responsabilidad sagrada de aprender a reconocer Su influencia en nuestra vida y responder.

Recuerden la promesa del Señor: “Te daré de mi Espíritu, el cual iluminará tu mente y llenará tu alma de gozo”. Me encanta esa aseveración. El gozo que nos llena el alma trae consigo una perspectiva eterna, que contrasta con el diario vivir. Dicho gozo llega como una paz en medio de la adversidad o del pesar. Brinda consuelo y valor, revela las verdades del Evangelio, y aumenta nuestro amor por el Señor y todos los hijos de Dios. Aunque la necesidad de esas bendiciones es tan grande, el mundo las ha olvidado y abandonado de muchas maneras.

Cada semana, al participar de la Santa Cena, hacemos convenio de “[recordar] siempre” al Señor Jesucristo y Su sacrificio expiatorio. Cuando guardamos dicho sagrado convenio, se extiende la promesa de “que siempre [podemos] tener su Espíritu con [nosotros]”.

¿Cómo podemos hacer eso?

Primero, nos esforzamos por vivir dignos del Espíritu.

El Espíritu Santo acompaña a quienes “son diligentes en acordarse del Señor su Dios de día en día”. Como el Señor ha aconsejado, debemos “[desechar] las cosas de este mundo y [buscar] las de uno mejor”, porque “el Espíritu del Señor no habita en templos impuros”. Debemos tratar siempre de obedecer las leyes de Dios, estudiar las Escrituras, orar, asistir al templo y vivir fieles al Artículo de Fe número trece al “ser honrados, verídicos, castos, benevolentes, virtuosos y… hacer el bien a todos los hombres”.

Segundo, debemos estar dispuestos a recibir el Espíritu.

El Señor ha prometido: “Hablaré a tu mente y a tu corazón por medio del Espíritu Santo que vendrá sobre ti y morará en tu corazón”. Comencé a entender eso mientras era un joven misionero en Scotch Plains, Nueva Jersey. Una calurosa mañana de julio, mi compañero y yo nos sentimos inspirados a visitar a una referencia de la Manzana del Templo. Tocamos a la puerta de la casa de Elwood Schaffer. La señora Schaffer nos rechazó con cortesía.

Conforme empezó a cerrar la puerta, sentí que debía hacer algo que jamás había hecho y que nunca más he hecho desde entonces. Puse el pie contra la puerta y pregunté: “¿Hay alguna otra persona a quien podría interesarle nuestro mensaje?”. Su hija Marti, de 16 años de edad, sí estaba interesada y había orado fervientemente para pedir guía tan solo el día anterior. Marti se reunió con nosotros y, con el tiempo, su madre participó en las lecciones. Ambas se unieron a la Iglesia.

El élder Rasband como un misionero

Como resultado del bautismo de Marti, 136 personas, incluidos muchos de su propia familia, se han bautizado y hecho convenios del Evangelio. Cuán agradecido estoy por haber escuchado al Espíritu y haber metido el pie contra la puerta aquel caluroso día de julio. Marti y algunos de los miembros de su querida familia están aquí hoy.

Tercero, debemos reconocer al Espíritu cuando llega.

Mi experiencia ha sido que el Espíritu se comunica con mayor frecuencia en forma de sentimientos. Lo sienten en palabras que les son familiares, que tienen sentido para ustedes, que los “inspiran”. Consideren la reacción de los nefitas al escuchar al Señor orar por ellos: “Y la multitud oyó y da testimonio; y se abrieron sus corazones, y comprendieron en sus corazones las palabras que él oró”. Sintieron las palabras de Su oración en el corazón. La voz del Santo Espíritu es apacible y delicada.

En el Antiguo Testamento, Elías el Profeta contendió contra los sacerdotes de Baal. Los sacerdotes esperaban que la “voz” de Baal descendiera como un trueno y encendiera su sacrificio con fuego. Pero no hubo voz alguna, ni fuego alguno.

En una ocasión posterior, Elías el Profeta oró. “Y he aquí que Jehová pasaba, y un grande y poderoso viento rompía los montes y quebraba las peñas delante de Jehová, pero Jehová no estaba en el viento. Y tras el viento, un terremoto, pero Jehová no estaba en el terremoto.

“Y tras el terremoto, un fuego, pero Jehová no estaba en el fuego. Y tras el fuego, una voz apacible y delicada”.

¿Conocen esa voz?

El presidente Monson ha enseñado: “Aprendamos el idioma del Espíritu mientras recorremos el camino de la vida”. El Espíritu habla con palabras que sentimos. Tales sentimientos son delicados, un suave impulso a actuar, a hacer algo, a decir algo, a reaccionar de cierta manera. Si somos descuidados o autoindulgentes en nuestra adoración, alejados e insensibilizados por las actividades del mundo, nos veremos con una menor capacidad de sentir. Nefi dijo a Lamán y Lemuel sobre el Santo Espíritu: “Habéis oído su voz de cuando en cuando; y os ha hablado con una voz apacible y delicada, pero habíais dejado de sentir, de modo que no pudisteis sentir sus palabras”.

En junio pasado estuve en una asignación en Sudamérica. Teníamos una ajustada agenda de diez días para visitar Colombia, Perú y Ecuador. Un gran terremoto había matado a cientos de personas y herido a decenas de miles, y dañado y destruido casas y comunidades en las ciudades ecuatorianas de Portoviejo y Manta. Me sentí inspirado a añadir a nuestra agenda una visita a los miembros que vivían en esas ciudades. Debido a los daños en las carreteras, no estábamos seguros de poder llegar allá. De hecho, nos habían dicho que no podríamos hacerlo, pero la inspiración persistía, por consiguiente, fuimos bendecidos y pudimos visitar ambas ciudades.

Con tan poca antelación, yo esperaba que solo unos pocos líderes locales del sacerdocio asistieran a las reuniones organizadas de manera apresurada. Sin embargo, al llegar a cada centro de estaca hallamos las capillas colmadas hasta el escenario. Algunos de los que asistieron eran los pilares de la región, los pioneros que se habían mantenido fieles en la Iglesia, y que instaban a otras personas a sumárseles para adorar y sentir el Espíritu en sus vidas. En las primeras filas estaban sentados los miembros que habían perdido a seres queridos y a vecinos en el terremoto. Me sentí inspirado a conferir una bendición apostólica sobre todos los que estaban presentes, una de las primeras que he dado. Aunque yo estaba al frente de aquel salón, era como si tuviera las manos sobre la cabeza de cada uno de ellos, y sentí cómo brotaban las palabras del Señor.

El élder y la hermana Rasband en Sudamérica

Y no finalizó allí. Me sentí inspirado a hablarles tal como Jesucristo lo había hecho al visitar al pueblo de las Américas. “Tomó a sus niños pequeños… y los bendijo, y rogó al Padre por ellos”. Estábamos en Ecuador, estábamos en los asuntos de nuestro Padre, y aquellos eran Sus hijos.

Cuarto, debemos actuar y obedecer al sentir el primer susurro.

Recuerden las palabras de Nefi: “Iba guiado por el Espíritu, sin saber de antemano lo que tendría que hacer. No obstante”, él dijo: “seguí adelante”.

Y así debemos hacerlo nosotros. Debemos tener confianza en nuestros primeros susurros. A veces racionalizamos; nos preguntamos si sentimos una impresión espiritual o si se trata solo de nuestros propios pensamientos. Cuando comenzamos a cuestionarlo una y otra vez —y todos lo hemos hecho— desestimamos al Espíritu; cuestionamos el consejo divino. El profeta José Smith enseñó que si dan oído a los primeros susurros, estarán en lo correcto nueve de cada diez veces.

Ahora bien, un aviso: no esperen “fuegos artificiales” porque han hecho caso al Espíritu Santo. Recuerden, están realizando la obra de la voz apacible y delicada.

Mientras prestaba servicio como presidente de misión en la Ciudad de Nueva York, me hallaba con algunos de nuestros misioneros en un restaurante del Bronx. Llegó una familia joven y se sentó cerca de nosotros. Parecían totalmente preparados para el Evangelio. Observé a nuestros misioneros mientras continuaban conversando conmigo y luego noté cómo la familia terminaba de comer y desaparecía tras la puerta. Entonces dije: “Élderes, hay una lección para aprender aquí hoy. Vieron entrar al restaurante una familia encantadora. ¿Qué deberíamos haber hecho?”.

Uno de los élderes dio su opinión enseguida: “Pensé en levantarme e ir a hablarles; sentí un suave impulso, pero no actué”.

Les dije: “Élderes, debemos actuar siempre según el primer susurro. Ese suave impulso que usted sintió era el Espíritu Santo”.

Los primeros susurros son la inspiración pura del cielo. Cuando nos confirman o testifican algo, tenemos que reconocerlos como lo que son y jamás pasarlos por alto. Muy a menudo, se trata del Espíritu que nos inspira a tender la mano a alguien en necesidad, en particular a familiares y amigos. “Así… la voz suave y apacible que a través de todas las cosas susurra y penetra” nos señala oportunidades de enseñar el Evangelio, de dar testimonio de la Restauración y de Jesucristo, de mostrar apoyo e interés, y de rescatar a alguno de los preciados hijos de Dios.

Piénsenlo como si fueran lo que se llama “primeros socorristas”. En la mayoría de las comunidades, los primeros socorristas ante una tragedia, un desastre o una calamidad son los bomberos, policías o paramédicos; estos llegan con balizas que destellan, y debo añadir, nos vemos increíblemente agradecidos por ellos. La manera del Señor es menos obvia, pero requiere una respuesta igual de inmediata. El Señor conoce las necesidades de todos Sus hijos; y sabe quién está preparado para ayudar. Si hacemos saber al Señor en nuestras oraciones matinales que estamos listos, Él nos llamará a actuar. Si actuamos, Él nos llamará una y otra vez, y nos encontraremos en lo que el presidente Monson llama “la obra del Señor”. Seremos los primeros socorristas al brindar ayuda de lo alto.

Si prestamos atención a los susurros que recibimos, aumentará en nosotros el espíritu de revelación, y recibiremos más y más conocimiento y dirección inspirados por el Espíritu. El Señor ha dicho: “Pon tu confianza en ese Espíritu que induce a hacer lo bueno”.

Ruego que tomemos en serio el llamado del Señor: “Sed de buen ánimo, porque yo os guiaré”. Él nos guía mediante el Espíritu Santo. Ruego que vivamos cerca del Espíritu, y que actuemos rápidamente de conformidad con nuestros primeros susurros, al saber que vienen de Dios. Doy testimonio del poder del Espíritu Santo para guiarnos, protegernos y estar siempre con nosotros; en el nombre de Jesucristo. Amén.