2017
Cómo obtener el poder de Jesucristo en nuestra vida
Mayo de 2017


Cómo obtener el poder de Jesucristo en nuestra vida

El evangelio de Jesucristo está lleno de Su poder, el cual está disponible para cada hija o hijo de Dios que lo busque fervientemente.

Mis queridos hermanos y hermanas, vivimos en una dispensación sumamente difícil. Estamos rodeados de desafíos, controversias y complejidades. Estos tiempos turbulentos fueron previstos por el Salvador. Él nos advirtió que en nuestros días el adversario incitaría la ira en el corazón de los hombres y los descarriaría. Sin embargo, nuestro Padre Celestial nunca tuvo la intención de que afrontáramos solos el laberinto de los problemas personales y las dificultades sociales.

De tal manera amó Dios al mundo que envió a Su Hijo Unigénito para ayudarnos; y Su Hijo Jesucristo dio Su vida por nosotros para que pudiésemos tener acceso al poder divino, un poder suficiente para sobrellevar las cargas, obstáculos y tentaciones de nuestros días. Hoy me gustaría hablar sobre cómo podemos obtener en nuestra vida el poder de nuestro Señor y Maestro, Jesucristo.

Comenzamos al aprender de Él. “Es imposible que [nos salvemos] en la ignorancia”. Cuanto más sabemos acerca del ministerio y la misión del Salvador —cuanto mejor comprendemos Su doctrina y lo que Él hizo por nosotros—, más claramente sabemos que Él puede darnos el poder que necesitamos para nuestras vidas.

A principios de este año les pedí a los jóvenes adultos de la Iglesia que consagraran un poco de tiempo cada semana para estudiar todo lo que Jesús dijo e hizo, según se registra en los libros canónicos. Los invité a que las referencias de las Escrituras acerca de Jesucristo que se encuentran en la guía temática [Topical Guide, en inglés] se convirtieran en su principal material de estudio personal.

Extendí ese desafío porque yo mismo ya lo había aceptado. Leí y subrayé cada versículo acerca de Jesucristo que aparece bajo el encabezamiento principal y los 57 subtítulos de la guía temática. Cuando terminé ese emocionante ejercicio, mi esposa me preguntó qué efecto tuvo en mí. Le respondí: “¡Soy un hombre diferente!”.

Sentí una devoción renovada hacia Él al volver a leer en el Libro de Mormón la declaración del Salvador mismo sobre Su misión en la vida terrenal. Él declaró:

“…vine al mundo a cumplir la voluntad de mi Padre, porque mi Padre me envió.

Y mi Padre me envió para que fuese levantado sobre la cruz…”.

Como Santos de los Últimos Días, nos referimos a Su misión como la expiación de Jesucristo, la cual hizo realidad la resurrección para todos y posibilitó la vida eterna para aquellos que se arrepientan de sus pecados, y reciban y cumplan ordenanzas y convenios esenciales.

Es doctrinalmente incompleto hablar del sacrificio expiatorio del Señor con frases abreviadas, tales como “la Expiación”, “el poder habilitador de la Expiación”, “aplicar la Expiación” o “ser fortalecidos por la Expiación”. Tales expresiones suponen un riesgo real de centrar la fe en algo equivocado al tratar el acontecimiento como si este tuviera una existencia viviente y capacidades independientes de nuestro Padre Celestial y Su Hijo Jesucristo.

Bajo el gran plan eterno del Padre, es el Salvador quien sufrió. Es el Salvador quien rompió las ataduras de la muerte. Es el Salvador quien pagó el precio de nuestros pecados y transgresiones, y quien los limpia con la condición de que nos arrepintamos. Es el Salvador quien nos libera de la muerte física y espiritual.

No existe una entidad amorfa llamada “la Expiación” a la que podamos acudir en busca de socorro, sanación, perdón o poder. Jesucristo es la fuente. Términos sagrados como Expiación y Resurrección describen lo que el Salvador hizo, según el plan del Padre, para que podamos vivir con esperanza en esta vida y obtener la vida eterna en el mundo venidero. El sacrificio expiatorio del Salvador —el acto central de toda la historia de la humanidad— se comprende y se aprecia más cuando lo relacionamos expresa y claramente con Él.

El profeta José Smith hizo hincapié en la importancia de la misión del Salvador cuando declaró enfáticamente que “Los principios fundamentales de nuestra religión son el testimonio de los apóstoles y de los profetas concernientes a Jesucristo: que murió, fue sepultado, se levantó al tercer día y ascendió a los cielos; y todas las otras cosas que pertenecen a nuestra religión son únicamente apéndices de eso”.

Fue esta declaración del Profeta la que incentivó a 15 profetas, videntes y reveladores a publicar y firmar su testimonio para conmemorar el aniversario número 2.000 del nacimiento del Señor. Ese testimonio histórico se titula “El Cristo Viviente”. Muchos miembros han memorizado las verdades que contiene; otros apenas saben que existe. A medida que procuran aprender más acerca de Jesucristo, los insto a estudiar “El Cristo Viviente”.

Cuando dedicamos tiempo a aprender sobre el Salvador y Su sacrificio expiatorio, sentimos el deseo de participar en otro elemento clave para tener acceso a Su poder: elegimos tener fe en Él y seguirlo.

Los discípulos verdaderos de Jesucristo están dispuestos a destacarse, defender sus principios y ser diferentes a la gente del mundo. Son impávidos, devotos y valientes. Conocí a tales discípulos durante una asignación reciente en México, donde me reuní con funcionarios gubernamentales y también con líderes de otras denominaciones religiosas. Cada uno de ellos me agradeció los heroicos y exitosos esfuerzos de nuestros miembros por proteger y preservar matrimonios y familias firmes en su país.

El llegar a ser discípulos tan poderosos no es fácil ni automático. Nuestro enfoque debe estar anclado en el Salvador y Su evangelio. Es mentalmente riguroso esforzarnos por mirar hacia Él en todo pensamiento., pero cuando lo hacemos, nuestras dudas y temores desaparecen.

Hace poco me hablaron de una joven y valiente Laurel. La invitaron a participar en una competencia estatal para su escuela secundaria durante la misma tarde en que se había comprometido a participar en una reunión de la Sociedad de Socorro de estaca. Cuando se dio cuenta del conflicto y les explicó a los organizadores de la competencia que necesitaba irse de la misma más temprano para asistir a una reunión importante, le dijeron que sería descalificada si lo hacía.

¿Qué hizo esta Laurel de los últimos días? Cumplió con su compromiso de participar en la reunión de la Sociedad de Socorro. Según lo prometido, quedó descalificada de la competencia estatal. Cuando le preguntaron sobre su decisión, ella simplemente respondió: “Bueno, la Iglesia es más importante, ¿no?”.

La fe en Jesucristo nos impulsa a hacer cosas que de otro modo no haríamos. La fe que nos motiva a actuar nos da más acceso a Su poder.

También aumentamos el poder del Salvador en nuestra vida cuando hacemos convenios sagrados y guardamos dichos convenios con precisión. Nuestros convenios nos unen a Él y nos dan poder divino. Como fieles discípulos, nos arrepentimos y lo seguimos a Él hasta las aguas del bautismo. Recorremos el camino de los convenios para recibir otras ordenanzas esenciales. Afortunadamente, además, el plan de Dios permite que esas bendiciones se extiendan a los antepasados que murieron sin tener la oportunidad de obtenerlas durante su vida terrenal.

Los hombres y las mujeres que guardan sus convenios buscan la manera de conservarse sin mancha del mundo a fin de que nada impida que tengan acceso al poder del Salvador. Recientemente, una fiel esposa y madre escribió lo siguiente: “Estos son tiempos difíciles y peligrosos. Qué bendecidos somos de tener un mayor conocimiento del Plan de Salvación y la guía inspirada de amorosos profetas, apóstoles y líderes para ayudarnos a navegar a salvo en estos mares tormentosos. Hemos abandonado el hábito de encender la radio por la mañana. En vez de eso, ahora escuchamos un discurso de la conferencia general en nuestros teléfonos móviles cada mañana al prepararnos para otro día”.

Otro elemento para obtener el poder del Salvador en nuestra vida es acudir a Él con fe. Ese “acudir” requiere un esfuerzo diligente y enfocado.

Una mujer toca el borde del manto del Salvador

¿Recuerdan el relato bíblico de la mujer que padeció durante 12 años un problema debilitante? Ella expresó gran fe en el Salvador cuando exclamó: “… Si tocare tan solo su manto, quedaré sana”.

Esta mujer fiel y centrada necesitaba estirar lo más posible la mano para acceder al poder de Él. Su “estiramiento” físico era un símbolo de su “estiramiento” espiritual.

Muchos de nosotros hemos exclamado desde lo más profundo de nuestro corazón una variante de las palabras de esta mujer: “Si pudiera estirarme espiritualmente lo suficiente como para obtener el poder del Salvador en mi vida, sabría cómo afrontar mi desgarradora situación. Sabría qué hacer y tendría el poder para hacerlo”.

Cuando procuren el poder del Señor en su vida con la misma intensidad que tiene uno que se está ahogando y lucha por respirar, el poder proveniente de Jesucristo será de ustedes. Cuando el Salvador sepa que ustedes realmente desean acudir a Él —cuando Él pueda sentir que el mayor deseo de sus corazones es obtener el poder de Él en sus vidas—, serán guiados por el Espíritu Santo para saber exactamente lo que deben hacer.

Cuando se estiren espiritualmente más allá de lo que jamás se hayan esforzado, entonces Su poder se derramará sobre ustedes. Entonces comprenderán el profundo significado de las palabras que cantamos en el himno “El Espíritu de Dios”:

Aumenta el Señor nuestro entendimiento…

El conocimiento de Dios se extiende;

el velo del mundo se ve descorrer.

El evangelio de Jesucristo está lleno de Su poder, el cual está disponible para cada hija o hijo de Dios que lo busque fervientemente. Testifico que cuando obtenemos Su poder en nuestra vida, tanto Él como nosotros nos regocijamos.

Como uno de Sus testigos especiales, ¡yo declaro que Dios vive! ¡Jesús es el Cristo! ¡Su Iglesia ha sido restaurada en la tierra! El profeta de Dios sobre la tierra hoy en día es el presidente Thomas S. Monson, a quien sostengo con todo mi corazón. De esto testifico, y les expreso mi amor y bendición a cada uno de ustedes, en el sagrado nombre de Jesucristo. Amén.