¿Ha cesado el día de los milagros?
Nuestra atención suprema debe centrarse en los milagros espirituales que están al alcance de todos los hijos de Dios.
Hace un año, al llevar a cabo una asignación en el Estado de California, fui con un presidente de estaca a visitar a Clark y Holly Fales y a su familia en su casa. Me contaron que hacía poco habían experimentado un milagro. Al llegar, Clark tuvo dificultades para ponerse de pie y saludarnos, ya que tenía aparatos ortopédicos en la espalda, el cuello y los brazos.
Hacía solo dos meses, Clark, su hijo Ty, y alrededor de otros 30 hombres jóvenes y líderes emprendieron una actividad de aventura extrema, al ir de excursión a la cima del monte Shasta que está a 4322 m, uno de los picos más elevados de California. Al segundo día de la rigurosa caminata, la mayoría de los alpinistas alcanzaron la cima, un logro emocionante que fue posible gracias a meses de preparación.
Ese día, una de las primeras personas que llegaron a la cima fue Clark. Después de un breve descanso cerca del borde de la cumbre, se puso de pie y empezó a caminar. Al hacerlo, tropezó y cayó de espaldas por el borde de un acantilado, sufriendo una caída libre de 12 m y luego una serie de volteretas fuera de control por la gélida ladera otros 91 m. Sorprendentemente, Clark sobrevivió, pero estaba gravemente herido y no podía moverse.
Los milagros que Clark experimentó durante ese suceso traumático estaban solo por comenzar. Algunas de las primeras personas que lo localizaron “por casualidad” pertenecían a un grupo de excursionistas que incluía guías de rescate en montaña y profesionales médicos de urgencias. De inmediato atendieron el estado de choque de Clark y proporcionaron el equipo para mantenerlo abrigado. Además, también “por casualidad”, el grupo estaba probando un nuevo dispositivo de comunicación y solicitó ayuda de urgencia desde una zona donde los teléfonos celulares no podían recibir señal. De inmediato, desde un lugar a una hora de distancia, se envió un pequeño helicóptero al monte Shasta. Después de dos intentos peligrosos pero infructuosos por aterrizar a una altitud que sobrepasaba los límites de la aeronave, y de luchar en condiciones de viento adversas, el piloto comenzó un tercer y último intento. Mientras el helicóptero se acercaba desde un ángulo diferente, “por casualidad” los vientos cambiaron la aeronave aterrizó solo el tiempo suficiente para que el grupo metiera a Clark rápidamente, y con dolor para él, en el pequeño compartimiento detrás del asiento del piloto.
Cuando Clark fue evaluado en una unidad de traumatología, las pruebas revelaron que había sufrido múltiples fracturas en el cuello, la espalda, las costillas y muñecas; que tenía un pulmón perforado y una multitud de cortes y escoriaciones. “Por casualidad” había un renombrado neurocirujano traumatólogo de turno ese día; él está en ese hospital solo unas cuantas veces al año. Ese médico más tarde declaró que nunca había visto a nadie sufrir tantos daños en la médula espinal y en las arterias carótidas y vivir. No solo se esperaba que Clark viviera, sino que volviera a recuperar toda su movilidad. El cirujano, describiéndose a sí mismo como agnóstico, dijo que el caso de Clark iba en contra de todo su saber científico sobre lesiones neurológicas y solo se podría describir aquello como un milagro.
Cuando Clark y Holly terminaron de contar ese intenso relato, me resultó difícil hablar. No fue solo debido a los milagros obvios, sino debido a un milagro mayor. Tuve una profunda impresión, un testimonio espiritual, de que Holly y cada uno de los cinco hermosos hijos que estaban sentados en la sala de estar alrededor de sus padres tenían tal fe que podían haber aceptado cualquiera que hubiese sido el resultado aquel día y aún habrían progresado espiritualmente. Clark y Holly y sus dos hijos mayores, Ty y Porter, están con nosotros hoy en el Centro de Conferencias.
Al reflexionar sobre la experiencia de la familia Fales, he pensado mucho en las circunstancias de tantas otras personas. ¿Qué hay de los innumerables Santos de los Últimos Días llenos de fe, que han recibido una bendición del sacerdocio, que oran incesantemente, que guardan los convenios y que están llenos de esperanza, pero cuyo milagro nunca llega? Al menos en la forma en que entienden un milagro; al menos en la forma en que otras personas parecen recibir milagros.
¿Qué hay de aquellos que sufren aflicciones profundas —física, mental y emocionalmente— durante años, décadas o durante toda su vida mortal? ¿Qué hay de aquellos que mueren a una tierna edad?
Hace solo dos meses, dos matrimonios que tenían recomendación para el templo, que tenían tres hijos misioneros de tiempo completo y otros cinco hijos entre los dos matrimonios, despegaron en un pequeño avión para realizar un vuelo corto. Estoy seguro de que oraron pidiendo seguridad antes del vuelo y oraron fervientemente cuando su avión tuvo serios problemas mecánicos antes de estrellarse. Ninguno sobrevivió. ¿Qué hay de ellos?
¿Tienen razón las buenas personas y sus seres queridos en formular la pregunta que planteó Mormón: “… ¿ha cesado el día de los milagros?”1.
Mi limitado conocimiento no puede explicar por qué a veces hay intervención divina y otras veces no la hay, pero tal vez nos falta una comprensión de lo que constituye un milagro.
A menudo describimos un milagro como ser sanado sin una plena explicación de la ciencia médica, o como evitar un peligro catastrófico al prestar atención a una clara impresión. Sin embargo, definir un milagro como “un suceso benéfico que se produce mediante poder divino que los mortales no comprenden”2 brinda una perspectiva más amplia en los asuntos de naturaleza más eterna. La definición también nos permite contemplar la función esencial de la fe al recibir un milagro.
Moroni enseñó: “Y en ningún tiempo persona alguna ha obrado milagros sino hasta después de su fe”3. Ammón proclamó: “Así Dios ha dispuesto un medio para que el hombre, por la fe, pueda efectuar grandes milagros”4. El Señor reveló a José Smith: “Porque yo soy Dios… y mostraré milagros… a todos los que crean en mi nombre”5.
El rey Nabucodonosor ordenó a Sadrac, Mesac y Abed-nego que adoraran la estatua de oro que él había levantado como un dios, con la amenaza: “Porque si no la adoráis, en la misma hora seréis echados en medio de un horno de fuego ardiente”. Luego los provocó diciendo: “… ¿y qué dios será el que os libre de mis manos?”6.
Esos tres devotos discípulos dijeron: “Si es así, nuestro Dios a quien servimos puede librarnos del horno de fuego ardiente… Y si no, has de saber, oh rey, que no serviremos a tus dioses”7.
Ellos tenían confianza plena de que Dios podía salvarlos, “y si no”, tenían fe absoluta en Su plan.
Asimismo, en una ocasión, el élder David A. Bednar le preguntó a un joven que había solicitado una bendición del sacerdocio: “Si es la voluntad de nuestro Padre Celestial que en tu juventud seas trasladado por la muerte al mundo de los espíritus para continuar tu ministerio, ¿tienes la fe para someterte a Su voluntad y no ser sanado?”8. ¿Tenemos la fe para “no ser [sanados]” de nuestras aflicciones terrenales de manera que podamos ser sanados eternamente?
Una pregunta crítica a considerar es “¿Dónde ponemos nuestra fe?”. ¿Está nuestra fe centrada en simplemente querer ser aliviados del dolor y del sufrimiento, o está firmemente centrada en Dios el Padre y en Su santo plan, en Jesucristo y en Su Expiación? La fe en el Padre y en el Hijo nos permite entender y aceptar Su voluntad mientras nos preparamos para la eternidad.
Hoy les testifico de los milagros. Ser hijo de Dios es un milagro9. Recibir un cuerpo a Su imagen y semejanza es un milagro10. El don de un Salvador es un milagro11. La expiación de Jesucristo es un milagro12. La posibilidad de la vida eterna es un milagro13.
Aunque es bueno orar y trabajar por la protección física y la sanación durante nuestra existencia mortal, nuestra atención suprema debe centrarse en los milagros espirituales que están al alcance de todos los hijos de Dios. Sin importar nuestra identidad étnica, sin importar nuestra nacionalidad, a pesar de lo que hayamos hecho si nos arrepentimos, sin tener en cuenta lo que se nos haya hecho, a todos se nos concede el mismo derecho a esos milagros. Estamos viviendo un milagro, y tenemos más milagros por delante. En el nombre de Jesucristo. Amén.