Mensaje de Área
Mis hermanos tzotziles
México
El presidente Russell M. Nelson dijo: “Hermanos, hay puertas que podemos abrir, bendiciones del sacerdocio que podemos dar, corazones que podemos sanar, cargas que podemos aligerar, testimonios que podemos fortalecer, vidas que podemos salvar y gozo que podemos llevar a los hogares de los Santos de los Últimos Días”1.
Para mí, un acto de ministración es: servir a otros, uno a uno, guiados por el Espíritu, en el momento exacto requerido, sin reservarse nada, sin que importe clase, raza, religión ni edad, y sin esperar nada a cambio.
Mientras servía como auditor de Área, conocí a mis hermanos tzotziles, descendientes de los mayas, quienes viven en el sur de mi país, a 3000 kilómetros de mi casa.
Ellos viven en un distrito con 5 ramas de la Iglesia. Al conocerlos, me brindaron su amistad y cariño. Pude capacitarlos en el tema de finanzas. Supe de sus limitaciones y necesidades. Después de unos días y de manera voluntaria, regresé con mi familia a ese hermoso lugar. Por una semana, ayudamos a doce de ellos con sus familias, les enseñamos los principios básicos de la computación con equipos que manos generosas habían donado.
Hicimos una gran amistad. Nuestros corazones se entrelazaron, reconocimos su gran deseo de recibir capacitación, así como el sacrificio que hicieron al recorrer grandes distancias en medio del bosque, montañas y arroyos para recibir dicha capacitación. El espíritu del Señor nos acompañó y ellos aprendieron muy rápido.
Ministramos porque amamos a nuestro prójimo y al Salvador. Y al ministrar, el amor entre ambas partes crece hasta el punto de sentir un dulce gozo que quema el pecho. Cada vez que mis pensamientos regresan a esos hermosos días en medio de mis hermanos tzotziles, mi corazón reboza de gozo.
Unos meses después de esta hermosa experiencia de ministración, llegó el tiempo de Navidad. Estaba visitando a un familiar en EE. UU.; la esposa había recolectado juguetes y me los ofreció para repartirlos en mi ciudad. Yo le contesté que era muy problemático pasar la frontera con tantos juguetes, así que decliné la oferta. De repente, ella mencionó las palabras mágicas: “¿No querrás llevarlos para tus niños tzotziles?”. Vinieron a mi mente los niños que habíamos conocido, mi corazón se enterneció y casi lloro al decirle: “Gracias, ¡me los llevo todos!”.
Al llegar a casa, mis hijas me ayudaron a empaquetar los cientos de juguetes en pequeñas bolsas. Se los mandamos a los líderes del distrito correspondiente, para que sean repartidos a los niños tzotziles el día 6 de enero, cuando se celebra “la bajada de los reyes magos” y de la que todos los niños esperan con ansias sus juguetes al amanecer.
Luego, el 31 de marzo, recibí un mensaje en mi celular. Era uno de mis hermanos tzotziles, casado, con 2 hijos. Hasta el día de hoy conservo ese mensaje de agradecimiento.
Después de leer su mensaje me comunique con él. En la llamada me dijo: “Hermano Hugo, gracias por acordarse de nosotros. Ayer recibimos los juguetes”. Le pregunté por qué lo estaban recibiendo hasta ese día; me dijo que había llovido mucho, que los caminos no estaban bien y que por eso los líderes no habían podido ir hasta ese día.
Me volvió a dar las gracias y dijo: “Ayer mis hijos y yo jugamos hasta las 11 de la noche. ¡Son los primeros juguetes que reciben mis hijos en su vida!” (hizo una pausa) y con voz entrecortada, agregó: “Son los primeros juguetes con los que yo juego en mi vida”.
Una enseñanza se puede olvidar, un ejemplo de servicio, aunque notable, también se puede olvidar, un acto de ministración NUNCA se olvida.
Fabricio (Perú)
Fabricio estuvo pasando momentos muy difíciles al ver frustrado sus metas y planes para salir a la misión a causa de sus dolencias físicas. Su papá y mamá sufrían por lo mismo; su otro hijo les fortalecía y animaba desde su misión.
Ellos, como padres, buscaron el consuelo y la fortaleza en el servicio al prójimo. Fue así como una fuerza interior dentro de ellos les impulsó a que desearan conocer a una familia que vivía en una casa alejada en la que aparentemente no había nunca nadie.
Ellos fueron una y otra vez, ya que el guardián de la zona les dijo que allí vivía una anciana. Hacía tiempo que ellos buscaban la dirección de una hermana mayor, pionera en la Iglesia y esta era una oportunidad perfecta.
Finalmente, un día les abrieron y allí estaba la hermana, feliz de recibirlos. Una valiosa mujer de un poco más de 70 años, viuda, madre de 6 hijos, quienes estaban menos activos desde hacía más de una década. Ella se encontraba en la misma situación, pero por su impedimento físico.
En esta reunión, cantó con ellos la mayoría de los himnos de la Iglesia, confirmando lo que se contaba sobre ella y toda su familia, que eran miembros de la Iglesia desde hacía casi 50 años.
Los hijos de esta hermana mayor vivían fuera del país y la única hija que la cuidaba trabajaba fuera de la ciudad y la visitaba una vez cada 15 días.
Con autorización del obispo, Fabricio y su papá empezaron a llevarle la Santa Cena. Lo hicieron todos los domingos sin fallar. Allí empezó el milagro. Fabricio empezó a ir con muletas o con bastón y con la ayuda de su papá. Pero llegó el día en que ¡caminaba normal y manejaba el auto!
La hermana conversaba con ellos y muchas veces Fabricio llegó a ir solo a visitarla para cantarle himnos y leerle las Escrituras. Poco a poco, la hija de esta hermana mayor volvió a la Iglesia y sus otros hijos que veían ese acto de amor, cada vez que venían de viaje a visitar a su madre, asistieron a la Iglesia y recordaron las enseñanzas de su madre cuando eran pequeños.
La hermana falleció hace poco y Fabricio lloró mucho. Los hijos de esta hermana les dijeron a Fabricio y a su familia que ellos eran sus ángeles. Ellos solo respondieron que el Señor amaba a su mamá y que nunca se olvidó de ella. Durante el sepelio, los hijos de la hermana cantaron los himnos que su madre les enseñó a cantar cuando eran niños.
Esta hermana bendijo la vida de esta ejemplar familia. Hizo sentir a Fabricio que tenía un deber sagrado con el Señor; pues él puso en función su sacerdocio y, con mucho amor, pudo servir. Pero, además, los propios malestares físicos de Fabricio desaparecieron.
No es suficiente evitar dañar a nuestro prójimo o evitar ser una piedra de tropiezo para otros hijos de Dios. No es suficiente solo mirar hacia el otro lado del camino y ver a nuestro prójimo fuera de peligro. Debemos aprovechar cada oportunidad y ser una bendición para nuestro prójimo, así sea la primera y única vez que nos crucemos con él en nuestro camino terrenal.
Que con asignación o sin ella, todos podamos sentir el espíritu de ministración, el cual hará ennoblecer nuestros corazones, desaparecer nuestro orgullo, apaciguar nuestros temores y extender lazos de servicio, amistad y amor hacia los hijos de Nuestro Padre Celestial, quienes son nuestros hermanos.
Al escribir estas líneas, Fabricio ha recibido su llamamiento misional, está en el templo sirviendo como obrero, esperando salir a una misión en Argentina en el mes de febrero de 2019.