“Quiero ir a casa”
Mientras mi esposo y yo almorzábamos en un establecimiento de sándwiches de la localidad, entró al lugar un hombre con aspecto desaliñado, perdido y confundido. Cuando se acercó a nuestra mesa, me sorprendió que no nos pidiera dinero. Solamente nos pidió indicaciones para llegar a Flagstaff, Arizona. Mi esposo y yo le dijimos cómo llegar. Nos dio las gracias y se fue.
Después de almorzar, nos dirigimos a casa. Poco después, vi al mismo hombre caminando hacia una estación de servicio. Sentí la fuerte impresión de ayudarlo y le pedí a mi esposo que se detuviera en la estación. Encontré al hombre y me presenté. Tenía una mirada triste y de cansancio. Su rostro parecía estar marcado por profundas líneas que reflejaban una vida difícil.
Le pregunté cómo pensaba llegar a Flagstaff. Él dijo que iría caminando. Yo sabía que eso sería imposible, ya que Flagstaff estaba a más de 190 kilómetros de distancia. Le di un poco de dinero y le dije que podía ir a un restaurante cercano de comida rápida y que volvería para llevarlo a la terminal de autobuses y comprarle un boleto para Flagstaff.
Regresé al vehículo y le dije a mi esposo lo que había sucedido. Debido a los problemas de salud de mi esposo, llamé a una amiga y le pedí que me acompañara. Ella accedió. Juntamos algunas cosas, comida y agua, y después nos dirigimos al restaurante para recoger al hombre.
De camino a la terminal de autobuses, el pobre hombre comenzó a repetir: “Quiero ir a casa”. Le pregunté si su casa estaba en Flagstaff. Dijo que no, pero que su hija, con la que no había hablado desde hacía varios años, vivía allá. Después explicó que había salido de la cárcel dos semanas antes. A él y a otro expresidiario los habían dejado en la terminal de autobuses y les habían dado un boleto. El otro expresidiario le había robado el boleto y el poco dinero que tenía, y desde entonces había estado vagando por las calles sin que nadie lo ayudara.
“Quiero ir a casa”, volvió a decir.
Llegamos a la terminal; le compré un boleto y le di un poco de dinero y las cosas que habíamos juntado. Él nos dio las gracias y se sentó. Mientras nos alejábamos, las palabras de ese hombre me hacían eco en la mente: “Quiero ir a casa”.
¿Acaso no es eso lo que todos queremos? Todos nos hemos ausentado del amoroso hogar que dejamos cuando vinimos a la tierra. Todos nos podemos desviar; por eso Jesucristo nos mostró el camino que debemos seguir y, por medio de Su sacrificio expiatorio, pagó el precio supremo por nuestros pecados. Al igual que ese hombre no podía volver a casa por su propia cuenta, nosotros tampoco podemos volver a nuestro hogar celestial sin nuestro Salvador.