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Nuestras diferencias no tienen por qué dividirnos
Se me hacía difícil manejar mi relación con una amiga que no compartía mis creencias, pero el amor de Dios me mostró cómo lograrlo.
Cuando se trata de manejar relaciones, la mejor respuesta que se nos ha dado se presentó en la forma de un Salvador: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo Unigénito” (Juan 3:16, cursiva agregada).
Siempre que me encuentro en medio de una pregunta aparentemente irreconciliable o de un conflicto incómodo, acudo a Jesucristo y me reconfortan la paz y el amor que emanan de Él. Su amor, por mí, llena el vacío.
El amor de Jesucristo fue la respuesta que recibí cuando una amiga cercana me dijo que se iba a alejar de la Iglesia. Antes de llegar a esa decisión, me había dado a conocer sus preguntas sinceras, pidiendo mi opinión y confiándome el dolor que estaba sintiendo. Su dolor era real, sus preguntas eran francas y me sentí honrada de poder escucharla. Sin embargo, los pensamientos que le expresaba a menudo no parecían tener efecto en ella.
Nuestras conversaciones terminaban y me dejaban sintiéndome insegura de cómo apoyarla. Durante una conversación en particular, me hizo una pregunta sincera sobre algo que personalmente me había sentido insegura y luego cuestionó mis creencias cuando se me hizo difícil responderle. Recuerdo que dijo: “Emily, realmente tú no crees en eso. Sé que no crees”.
Y tenía razón.
Después de esa conversación, sentí que me distanciaba de nuestra amistad. Me hallaba incómoda hablando de temas espirituales con ella y me sentí frustrada por nuestras diferencias de creencias y mi falta de respuestas perfectas. Me encontré sin esperanza. Lentamente dejé de hacerle preguntas sobre sus inquietudes en cuanto al Evangelio por miedo a no tener las respuestas. Empecé a pensar que éramos demasiado diferentes para ser amigas.
Pasaron algunos meses antes de que me diera cuenta de que al buscar respuestas a sus preguntas (y a las mías), había perdido de vista la respuesta más importante: Porque de tal manera amó Dios al mundo, Dios ama a mi amiga de tal manera.
En su discurso de la Conferencia General de octubre de 2020, el presidente Dallin H. Oaks, Primer Consejero de la Primera Presidencia, nos recordó: “La enseñanza del Salvador de amar[nos] [unos a otros] se basa en la realidad de que todos los mortales son hijos amados de Dios”. Concluyó su mensaje con un recordatorio de la perspectiva que brinda ese conocimiento: “Saber que todos somos hijos de Dios nos proporciona una visión divina del valor de todas las personas”1.
Esas palabras me impresionaron. Por supuesto, esta enseñanza es una verdad fundamental. Sin embargo, me di cuenta de que en respuesta a la transición de mi amiga de apartarse de la Iglesia, yo había dejado de lado esa verdad.
Saber que mi amiga, independientemente de nuestras diferencias de creencias, es una hija amada de Dios cambió todo para mí.
Habían pasado meses sintiéndome muy distante de mi amiga, pero la llamé inmediatamente después de que me di cuenta de ello y le hice saber que Dios la amaba. Pude explicarle por qué me había distanciado de ella. Le expliqué por qué me dolía que algo tan preciado para mí no se tratara con respeto. Afortunadamente, ella fue comprensiva y ambas nos disculpamos. Hablamos sobre lo importante que era nuestra amistad y cómo nuestras similitudes eran más fuertes que nuestras diferencias. Le dije que deseaba llegar a un punto de encuentro, mientras que al mismo tiempo conservaba mis normas y creencias, y que esperaba que pudiéramos seguir apoyándonos mutuamente. Me sentí muy agradecida cuando accedió.
Así como Zoram era “un amigo fiel” de Nefi (2 Nefi 1:30), aspiro a ser una amiga valiosa para ella, independientemente de nuestras diferencias.
Estoy agradecida por el amor de Dios, agradecida de que sea tan puro, tan poderoso y tan penetrante que pueda estar con nosotras en conversaciones difíciles. Estoy agradecida de que el amor de Dios está al alcance de toda alma humana. Estoy agradecida de que el amor de Dios nos permita amarnos los unos a los otros por completo. ¡Qué amor tan divino e indescriptible!