Conclusión
Cada uno de nosotros tiene un lugar en la historia de la Iglesia. Algunos miembros nacen en familias que han tenido el Evangelio en su seno por varias generaciones y han nutrido a sus hijos en los caminos del Señor. Otros, al escuchar el Evangelio por vez primera y entrar a las aguas del bautismo, hacen convenios sagrados de poner de su parte para edificar el reino de Dios. Muchos miembros viven en zonas que apenas comienzan su era de historia de la Iglesia y están creando un legado de fe para sus hijos. Cualesquiera sean nuestras circunstancias, todos somos una parte vital de la causa de edificar Sión y prepararla para la segunda venida del Salvador. Ya no somos más “extranjeros ni advenedizos, sino conciudadanos de los santos, y miembros de la familia de Dios” (Efesios 2:19).
Seamos miembros nuevos o viejos, heredamos un legado de fe y sacrificio de los que nos antecedieron. También somos pioneros contemporáneos para nuestros hijos y para los millones de los hijos de nuestro Padre Celestial que aún no han escuchado ni aceptado el Evangelio de Jesucristo. Hacemos nuestras contribuciones de maneras diferentes en todo el mundo conforme llevamos a cabo fielmente la obra del Señor.
Los padres enseñan a sus hijos, en espíritu de oración, los principios de rectitud. Los maestros orientadores y las maestras visitantes velan por los necesitados. Las familias se despiden de sus hijos misioneros que han decidido dedicar años de su vida para llevar a otros el mensaje del Evangelio. Los líderes desinteresados del sacerdocio y de las organizaciones auxiliares responden al llamado de servir. Como resultado de innumerables horas de callado servicio en busca de los nombres de antepasados y de llevar a cabo sagradas ordenanzas en el templo, se extienden bendiciones a los vivos y a los muertos.
Cada uno de nosotros está contribuyendo a que se cumpla el destino de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días que se le reveló al profeta José Smith. En 1842 profetizó:
“El estandarte de la verdad se ha izado. Ninguna mano impía puede detener el progreso de la obra: las persecuciones se encarnizarán, el populacho podrá conspirar, los ejércitos podrán juntarse, y la calumnia podrá difamar; mas la verdad de Dios seguirá adelante valerosa, noble e independientemente, hasta que haya penetrado en todo continente, visitado toda región, abarcado todo país y resonado en todo oído, hasta que se cumplan los propósitos de Dios, y el gran Jehová diga que la obra está concluida.”1
Aunque la Iglesia fue muy pequeña durante la vida del profeta José Smith, él sabía que era el Reino de Dios sobre la tierra, con el destino de llenar todo el mundo con las verdades del Evangelio de Jesucristo. En años recientes hemos visto el notable crecimiento de la Iglesia. Tenemos el privilegio de vivir en una época en que podemos ofrecer nuestra fe y sacrificios para establecer el Reino de Dios, un reino que permanecerá para siempre jamás.